Víctor Gómez Pin
"No había experimentado la decadencia de su hermano, forzado a saludar con una cortesía de enfermo olvidadizo a esas mismas personas que en otro tiempo hubiera desdeñado. Pero era muy viejo, y cuando quiso pasar la puerta y descender la escalera para salir, la vejez que, a la postre, tratándose de los humanos, constituye el estado más mísero y los precipita desde la cúspide de su propio tiempo de la forma más similar al caer de los reyes de las tragedias griegas, la vejez, forzándole a detenerse en el vía crucis en que se convierte el camino de los amenazados por la impotencia, a secar su frente sudorosa, a avanzar un pie buscando con la mirada un escalón que se ocultaba, pues sus pasos inseguros y sus ojos humedecidos necesitaban un apoyo, confiriéndole sin que él mismo se apercibiera de ello el aspecto de alguien que implora humilde y tímidamente la ayuda de los otros…, la vejez le había convertido en alguien más bien que augusto suplicante."
En varias ocasiones he contrapuesto en estas páginas los efectos del tiempo en los cuerpos humanos a la marca que en esos mismos cuerpos supone la genuflexión del espíritu, el recurso a la razón exclusivamente para urdir patrañas o planear rapiñas y la reducción del lenguaje a usos meramente falaces. Más ello no me impedía tener en mente que asumir nuestra condición de seres biológicos, y por consiguiente los efectos terribles del cambio destructor, constituye quizás el mayor reto al que los seres de razón, precisamente para serlo plenamente, nos veamos abocados. De ahí que, a modo de contrapunto a mi propia tesis, ofrezca aquí esta versión de un párrafo punzante de Le temps retrouvé, que evoqué por así decirlo naturalmente, durante una reciente visita a la sala de las pinturas negras de Goya ante la terrible imagen de Dos viejos comiendo.