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«Robinson Crusoe» de Daniel Defoe, Londres, ed. 1719.

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Surfear el Kali Yuga

El mito de Robinson se inspira en la vida de un marinero español llamado Pedro Serrano que navegaba desde La Habana a Cartagena de Indias. El barco naufragó y Serrano acabó en un banco de arena. Durante ocho años solo se alimentó de pájaros y peces, sangre de tortuga y agua de lluvia. Al volver a España, Serrano se hizo famoso y rico contando sus peripecias. Esta historia llegó a los oídos de Daniel Defoe en un viaje de negocios por España y Francia y empezó a escribir. Como era común en la época, el título original de la novela era extenso: La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York; quien vivió 28 años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrojado a tierra por el naufragio, en el cual todos los hombres perecieron excepto él mismo. Con una explicación de cómo al fin fue extrañamente liberado por unos piratas. Escrito por él mismo.

Más allá de la pura supervivencia, la historia que compuso Defoe trata sobre un hombre descuajado de su cultura y sociedad. En ella, el personaje de Robinson Crusoe es un náufrago inglés que vive veintiocho años en una isla cerca del río Orinoco. El mito de Robinson es la leyenda de todos los tiempos: el hombre es el constructor de la civilización y sólo el aislamiento permite sondear nuevas sensaciones.

Doce años después de la publicación de Robinson Crusoe, se publicó una novela alemana llamada La isla de Felsenburg. Trata sobre una colonia de náufragos y la construcción de una sociedad utópica. Algo más fantasiosa es El Robinson Suizo de Johann David Wyss. Vuelve al mismo tema: trata sobre una familia de inmigrantes suizos que naufraga en una isla desierta de las Indias Orientales cuando se dirigían a Australia. Los episodios se fundamentan en los principios de la moral cristiana y varios de ellos se presentan como lecciones de historia natural y ciencias. Johann David Wyss la escribió para sus hijos porque no encontraba literatura que pudiera instruir a los niños sobre el altísimo valor de la familia y la agricultura de supervivencia.

La lista temática es extensa: La isla misteriosa de Julio Verne (1874), Los náufragos de William Clark Russell (1896), El señor de las moscas de William Golding (1954), Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling (1897), etc.

¿Cómo es posible que la mente humana nos lleve a una isla remota para experimentar algo de anarquía íntima y social? Una y otra vez vemos la isla, el desierto, la nada, el motivo que nos permitirá vivir cosas nuevas, tan nuevas como, por ejemplo, usar toda nuestra capacidad de golpe. Quizás no haya ilusión más engañosa para el común de los mortales que la idea del continuo perfeccionamiento de la humanidad. Nos destruye el peso de las expectativas sociales, pero también las estructuras que nos protegen. De ahí que la isla perdida se convierta en la única dimensión posible para la realización de nuestro deseo de convertirnos en alguien diferente, esta vez de verdad de la buena.

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3 de enero de 2025
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El gran garrote arcaico

Desde antes de asumir por segunda vez el mando el presidente Trump está dejando claro que lejos de despertar confianza entre los aliados tradicionales de Estados Unidos, prefiere hacer mofa de ellos, y mantenerlos en zozobra, una de las peores maneras de crear incertidumbre en las relaciones internacionales.

No es nada serio insistir en tuits que se pasan de graciosos, que Canadá debe ser el estado 51 de la unión, y llamar “gobernador” a su primer ministro Justin Trudeau, como no lo es tampoco la grotesca propuesta de comprar el territorio de Groenlandia a Dinamarca, ambos países miembros fundadores de la OTAN; y no es menos la agresiva exigencia de que el canal de Panamá sea devuelto a Estados Unidos, “en su totalidad y sin cuestionamientos”, y advertir “a los funcionarios panameñas actuar en consecuencia”.

Hay quienes se tranquilizan diciendo que las amenazas del presidente Trump contra Panamá son parte de un catálogo demasiado copioso como para que pueda ser tomado en serio, y que se hallan fuera de la realidad porque son contrarias a los mecanismos y convenciones internacionales. El asunto está en que revelan la naturaleza de una voluntad agresiva, y fuera de control, y pareciera ser que el viejo big stick, símbolo nefasto de la política imperial de Estados Unidos con América Latina en el pasado, está siendo sacado de la vitrina del museo donde había estado guardado por muchos años, para ser blandido de nuevo.

Si el gran garrote es el símbolo de una política que parecía ya enterrada años atrás, el canal de Panamá es, a su vez, todo lo contrario: el símbolo inequívoco de la soberanía que las naciones latinoamericanas han defendido históricamente en el contexto de sus relaciones, tantas veces conflictivas, con Estados Unidos.

“I took Panamá”, declaró sin ambages el presidente Teodoro Roosevelt, y no se trata de ninguna cita apócrifa. Se apoderó de Panamá en 1903, decidido a emprender la construcción del canal, y en 1911, ya fuera de la presidencia, confesó en un discurso pronunciado en Berkeley, California: “me apoderé del canal y dejé que el congreso deliberara, y mientras sigue deliberando el canal se está haciendo”.

Surgió así, alrededor del canal interoceánico, la Zona del Canal, un territorio segregado a Panamá sobre el cual Estados Unidos ejercía plena soberanía, bajo la autoridad del gobernador de la Zona, con sus propias leyes y bases militares. Y surgieron “los zoneítas”, los habitantes del territorio colonial.

La doctrina expansionista del destino manifiesto había sido inventada para justificar la conquista del territorio continental de América del Norte, y luego sirvió para extender el dominio político y militar de Estados Unidos hacia el sur, cuando en 1898 se apoderaron de Cuba y Puerto Rico tras la derrota de España, y pocos años después de Panamá en 1903. México, Honduras, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana, vieron a partir de entonces el desembarco de los marines para hacer valer por la fuerza reclamos territoriales, facilitar golpes de estado, imponer dictaduras militares, y asegurar los intereses de enclaves económicos.

Tras continuas protestas callejeras que buscaban reivindicar la soberanía del canal, el gobierno en Washington hizo en 1964 una concesión simbólica: que la bandera de Panamá fuera izada también en las instalaciones públicas de la Zona del Canal, a la par de la bandera de los Estados Unidos. Los zoneítas se negaron a cumplir el mandato en las escuelas públicas, las manifestaciones de estudiantes panameños marcharon a la Zona para izar su bandera, se dieron enfrentamientos y disturbios, las tropas de ocupación dispararon contra los manifestantes y hubo 21 muertos. El gobierno de Panamá rompió las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

Hay toda una historia de lucha del pueblo de Panamá por reivindicar el canal, que concluye en 1978 con la firma de los tratados Torrijos-Carter, una transición ordenada de la vía interoceánica, sus instalaciones, bases militares y territorios adyacentes, que se completó en 1999 conforme fue previsto en los mismos tratados.

No hay duda que para llegar a este acuerdo estuvieron de por medio la voluntad del presidente Jimmy Carter, y el empeño del general Omar Torrijos, que supo movilizar a la opinión internacional en favor de la causa de la reivindicación del canal, y a la misma opinión pública dentro de Estados Unidos, al punto de conseguir el apoyo de un ícono de la derecha mediática, el actor John Wayne.

Desde entonces, recuperada la soberanía, el canal ha sido administrado con éxito por los propios panameños, hasta llegar a su ampliación en 2016, con un nuevo sistema de exclusas.

Con su amenaza tan desabrida, el presidente Trump conseguirá, como ya está ocurriendo, unir a los países latinoamericanos en defensa de la soberanía nacional de Panamá, sin distinciones ideológicas, y al sacar de la urna de museo el arcaico gran garrote, hacer que se abre el paraguas del viejo antimperialismo, bajo el cual se acogerán muchos, entre ellos los dictadores de la izquierda arcaica como Diaz Canel, Maduro y Ortega. Ellos serán los grandes beneficiarios si el presidente Trump insiste en el dislate.

 

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2 de enero de 2025
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Dúplex

Aprendí inglés gracias a las portadas, las carátulas, los estuches de los discos de 45 RPM, las fundas en las que aparecía, junto al título español de la canción, su título original que casi siempre era inglés dada mi preferencia por los Platters, por los Everly Brothers, por Paul Anka, Sonny James, Neil Sedaka, Pat Boone, Roy Orbison, Elvis Presley, y demás genios estadounidenses. Ahora, aprendo portugués gracias a MERCADONA; mientras meriendo voy leyendo los envoltorios de las galletas, del chocolate, del yogur líquido y del resto de productos, etiquetados, rotulados, invariablemente, en expresión bilingüe hispano-portuguesa. La dualidad, el nombre doble, parecido, pero no exacto, es algo consustancial a mi vida… y, por cierto, ahora recuerdo un asunto que me tuvo preocupado durante meses, quizá durante años, el porqué la ópera de Alban Berg se llamaba Wozzeck y su fuente, el drama inconcluso de Georg Büchner, se llamaba Woyzeck. Dicen que fue un error de imprenta en la cubierta de la edición del manuscrito del drama de Büchner, error que transformó el “Woyzeck” original en un espurio “Wozzeck”, grafía leída por Alban Berg y utilizada para su ópera. Quizá sea así pero realmente da igual, quiero decir que lo que me importa es el hecho de la dualidad, la condición doble, casi diría la condición del doble, del sosias, del otro, la copia que se te parece tanto que muchos o todos creen que eres tú, como esa persona que vi sentada en el extremo de la primera fila, pegado a la pared, cuando yo me sentaba en el extremo que daba a la puerta de entrada del salón de actos del Círculo la Unión de la localidad jienense de Torredonjimeno, y que se parecía tanto a mí que al terminar la presentación del número 20 de la revista cultural Órdago, me levanté rápido del asiento para conocerle, para interpelarle, casi para exigirle de forma puede poco educada que me dijera quién era él realmente, porque a todas luces Gregorio Malaca era yo, Gregorio Malaca soy yo.

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30 de diciembre de 2024
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La boca de Marisa

 

No he querido mirar en el tanatorio las facciones de Marisa Paredes a medida que la muerte se apoderaba de ellas como un invasor orgulloso de su conquista. Mi mirada ha ido hacia atrás, más de treinta años atrás, la noche en que la boca de la actriz nos maravilló en el escenario del teatro María Guerrero, y ganó el desafío: decir a velocidad vertiginosa dos de las cuatro magistrales piezas cortas de Samuel Beckett repartidas entre el actor (Joaquín Hinojosa) y la actriz, Marisa Paredes, dirigidos ambos en las cuatro por el escritor y cineasta Álvaro del Amo.

De aquel fascinante espectáculo es imposible olvidar esa boca femenina de distintas edades diciendo a borbotones el monólogo “Yo no”, donde solo una boca desmesuradamente abierta brilla en la oscuridad de las tablas, salmodiando un texto a medias entre la plegaria y el trabalenguas, eje central de ´Beckettiana’, pues así fue llamado el conjunto de obras para su estreno.

La imagen última de aquella velada teatral fue el encuentro entre bastidores de la protagonista escénica y el ingeniero Benet, el traductor escogido por el CDN y aprobado expresamente por los muy estrictos editores-albaceas de Beckett. Como los dos, Marisa y Juan, eran de talante humorístico, cada uno a su modo, el encuentro nos hizo reír a gusto a sus acompañantes de la farándula y la novela. “Sudden flash” fue el lema preferido para tomarnos el pelo unos a otros. La pequeña frase se repite como un mantra  en toda la duración del original inglés; Benet lo había traducido como “repentino fogonazo”, que alguno de nosotros encontraba demasiado largo de sílabas. “Sudden flash” es bastante más corto, y así, con cierta discrepancia, nos separamos. Aunque, contando a Javier Marías, han muerto ya tres de aquellos amigos, el brillo de sus libros y de sus actuaciones en cine y teatro, les hace duraderos.

Marisa ha muerto entre ensayos de teatro y sesiones de rodaje cinematográfico.

Supo muy pronto que el compromiso de los artistas no sólo es con la tradición de su arte sino con el futuro de su sociedad.

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28 de diciembre de 2024
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Armarmadura (Encontré tu disfraz de encierro cósmico)

Comparto un breve texto sobre la última intervención del artista mallorquín Grip Face (David Oliver, 1989):

En una postura aparentemente cómoda, recogida -los brazos abrazando las piernas en un gesto protector- una entidad extraña y refulgente va perdiendo el aire que circula por su cuerpo hasta quedar tumbada, desangrada: se asemeja a un erizo explorador que, al salir al mundo exterior el ir alejándose paulatinamente de su hábitat, es sorprendido por unos faros encendidos y arrojado de un golpe en una cuneta.

En un espacio íntimo, alejado del ruido del mundo y su masificación, David Oliver instala un disfraz efímero solo al alcance de unas pocas personas privilegiadas; en su refugio -una cantera bajo tierra-, este ser se esconde de una sociedad que rehúye, de la cual ha decidido activamente no formar parte. La desilusión frente al sistema perfectamente articulado del mercado del arte se manifiesta en forma de espinas que apuntan directamente a los artistas: así, la máscara es a la vez arma y armadura, ataque y defensa, baile y contención.

Es un momento complejo para Oliver; a menudo a gusto en los entornos desolados, busca proyectos que le hagan sentir vivo y le devuelvan el uso de su lenguaje esencial. Acostumbrado a trabajar también fuera del circuito de galerías y museos, esta necesidad de habitar los márgenes no resultará ajena a nadie que se haya abandonado completamente al acto creativo: en un sistema en decadencia, rodeado de campos de batalla abiertos sembrados de minas antipersona, es menester continuar con la búsqueda de lo familiar, lo cálido, lo suave y lo mullido. Delicado con sus alrededores, el artista plantea una escultura site-specific blandita, que se adapta a su contenedor y que, lejos de ser invasiva, le aporta una nueva dimensión: lo universal tornándose cobijo, el silencio y la reflexión apoderándose de los lugares e invitándonos a una reflexión tan fundamental como ineludible.

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27 de diciembre de 2024
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La esgrima de los duelistas

 

En la batalla cultural de nuestro siglo, como si fuera un duelo de esgrima entre dos oficiales de la caballería napoleónica –no siempre con los buenos modales que describe Conrad en su novela–, se sostienen vigentes los conflictos y las disputas que han forjado nuestra razón política. Va pasando el tiempo, pero no parece que las querellas entabladas por el genio polémico de los pensadores, artistas y escritores muertos, tan minuciosamente reconstruidas en Un duelo interminable, puedan darse por caducadas.

El nuevo libro del historiador José Enrique Ruiz-Domènec, granadino y barcelonés, aparece tras los recientemente publicados por la editorial Taurus ( El sueño de Ulises , El día después de las grandes pandemias , Informe sobre Cataluña) y después de las obras rescatadas que va incorporando a su esmerado catálogo (La novela y el espíritu de la caballería).

El historiador inglés Eric Hobsbawm fechó el inicio del corto siglo XX con la Gran Guerra; su final, con la caída del Muro de Berlín y la dispersión de la Unión Soviética. El nuevo libro de nuestro historiador, la sinfónica reconstrucción de la batalla cultural que da forma a nuestra visión del mundo, sugiere no dar por consumado el largo siglo XX.

Las ideas desplegadas en la mentalidad contemporánea y las fuerzas incubadas durante el prolongado siglo (1871-2021) conservan su aleccionadora virulencia y permanecen enfáticamente presentes en los dilemas y encrucijadas de nuestro ahora.

Los protagonistas que encabezan el ambicioso relato de Ruiz-Domènec son, no en balde, dos historiadores: Jacob Burckhardt y Jules Michelet. Un reconocimiento a la vocación académica desempeñada por el autor durante su prolífica carrera y un elogio al desafío intelectual y moral que supone interpre- tar el sentido solapado por el paso del tiempo.

En la década de 1870, cuando Giuseppe Verdi va ultimando la partitura de la ópera Aida que se estrenó en El Cairo, el suizo Burckhardt detecta la corriente profunda que configura los episodios más notables de la historia, el francés Michelet dibuja los lindes que ayudan a entender las mutaciones del tiempo histórico, Nietzsche atribuye al Estado el afán de dirigir el curso de la cultura, Wagner se dispone a recuperar el lado oscuro de los mitos, el levantamiento de La Comuna de París acaba con el imperio de Napoleón III, los pintores Pisarro, Manet, Degas et alter convocan la insurgencia estética del movimiento impresionista… En esta bisagra temporal sitúa Ruiz-Domènec los comienzos de nuestro largo siglo XX.

La cronología del historiador registra los parentescos, forcejeos y simetrías entre la literatura, la música, el cine, el teatro y la filosofía que emana en cada uno de los momentos vertebrales de nuestra época. El gran puzle de las ideas que nuestro autor encaja en la cartografía cultural de los hechos históricos muestra la fabulosa complejidad de un siglo atestado de inteligencia, imaginación y coraje intelectual.

El libro de los combates culturales podrá leerse también como el tratado de un método histórico: tan raro será predecir el futuro como adivinar el pasado. Pese a la penetrante indagación de los historiadores dedicados a entender la articulación de los acontecimientos subsiste entre ellos la callada sospecha de estar ante una oscura causa inabordable. Y es precisamente la incesante discusión de las mejores cabezas, culta, elegante y civilizada, la obra de los pensadores que desbrozan las imposturas del siglo, la que contribuye a descifrar la tupida trama de la Historia.

En la enciclopédica narración de Ruiz-Domènec aparecen consignados los artífices de estos 150 años y el decisivo papel que han jugado en la composición de nuestro patrimonio cultural. El lector atento podrá seguir el hilo que lo sacará del intrincado laberinto y descartar para siempre la tentación de la banalidad doctrinaria. Errico Malatesta y Guillaume Apollinaire, Schönberg y Coco Chanel, Picasso y Heidegger, Sartre y Kerouac, Salinger y Pasternak, Robbe-Grillet y Bob Dylan, Habermas y Foucault, Harari y Ratzinger, son algunos de los duelistas que se han batido en los acuciados escenarios de su tiempo.

Hace pocos días leíamos en la prensa las declaraciones del nuevo secretario general de la Otan, el político neerlandés Mark Rutte. Su petición a los países miembros de la Alianza Atlántica no se limitaba a reclamar el aumento de los presupuestos que cada país dedica a la industria armamentística, sino a crear una verdadera “mentalidad de guerra”, una especie de alarma que nos predisponga a empuñar las armas. La sorprendente proposición, que tan vivamente contrasta con la disputa de las ideas civilizadas y que tanto recuerda la retórica guerrera de los peores tiempos de nuestra historia reciente, no parece haber escandalizado a la opinión pública pero nos proporciona la ocasión de recomendar la urgente lectura del libro de Ruiz-Domènec. Al advertir el peligro de un nuevo fracaso de la Historia, incapaz de bloquear la patológica inercia del belicismo, el autor de Un duelo interminable nos invita a contribuir a la batalla cultural, a la esgrima de la inteligencia, al torneo que perfeccionará, pese a todas las dificultades, el compromiso ilustrado de la paz perpetua.

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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23 de diciembre de 2024
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Ormond el sangrante

Julia Ormond, la actriz inglesa (Surrey, 1965) de peculiar atractivo, ha reaparecido, tras décadas de enclaustramiento, en el Festival de Cine de Turín de este año para recoger un premio, dejando sorprendido al público por el cambio físico experimentado; hablan, los medios, de que ha envejecido con naturalidad lejos de la dictadura estética, hasta el punto de resultar irreconocible. Por la coincidencia en el apellido y, más aún, por las guadianescas trayectorias, recupero un relato de 1998 incluido en el libro de artista Cavernas y otros orificios que se halla en fase preliminar de edición conjunta con mi amigo pintor y escenógrafo Frederic Amat.

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Una etapa de mi vida de la que nunca he hablado es la que pasé en Santander como celador en el Hospital Marqués de Valdecilla. No digo que fueran años especialmente esplendorosos pero sí cumplieron a la perfección con el objetivo deseado: vaciarme a fondo, sentimental e ideológicamente. Además, y por eso rescato ese periodo, pude conocer a algunos personajes realmente sobresalientes de los que destacaré uno, el hombrecillo parlanchín y vivaracho que apareció la madrugada de un domingo de invierno contando a todo el que se le ponía a tiro, en especial al sufrido personal de recepción, que a él le sangraban no sólo los orificios sino que también se le cubría la piel de sangre. Preguntado que cuándo le sucedía dicho fenómeno respondió que cuando le daba la gana. Llamaron al corpulento doctor López, el internista de guardia, entraron juntos en la sala de reconocimiento, y nunca más volví a ver a tan minúsculo individuo. Estas vacaciones, en las fiestas patronales del pueblo del que soy originario, me sorprendió ver que junto a los habituales autos de choque, noria gigante y caballitos, se había instalado un barracón pintado de rojo y con aspecto de búnquer, ya que carecía de vanos excepto la taquilla y una estrecha puerta tapada con una pesada cortina. Compré un tique y entré. Daba miedo. La oscuridad casi absoluta y el aire viciado se complementaban con la música siniestra que surgía de una chirriante gramola. Me senté, apartado del resto de espectadores, todos hombres, que fumaban compulsivamente. El espectáculo fue breve. Un alfeñique, anunciado, con grandes caracteres, como ORMOND EL SANGRANTE, en pijama hospitalario, se tendió, tras despojarse de la parte superior de la prenda, sobre una cama metálica, y un tipo corpulento, ataviado de galeno, le dio a la manivela para incorporarlo de modo que pudiéramos constatar, a la luz de un foco, cómo, de repente, comenzaba a sangrar por la boca, por la nariz, por los oídos, luego por los ojos y, finalmente, por toda la superficie de piel que quedaba al descubierto.

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20 de diciembre de 2024
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Diferencia material: el verbo en sus dos polos

 

“E hizo Dios (kai epoiesen ho Theos) el hombre (ton anthropon). E imagen de  Dios ( kai eikona Theou) lo hizo (epoiesen auton), varón y fémina (arsen kai thelu) los hizo (epoiesen autous)”. Génesis 1. 27.

Evoco este pasaje fundamental de nuestra cultura, apuntando como se verá a una controversia que juega un papel importante en la escena política actual.

Empecemos por el texto. No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el denominado por Pinker "instinto de lenguaje", tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras. Y he tenido múltiples ocasiones de señalar en este foro el carácter subversivo de este nuevo instinto, que se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.

Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo hace vehículo del lenguaje, equivale a apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Apuesta de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo.  Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; sentir que la finitud inherente a los entes naturales, y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.

Y vuelvo al texto del Génesis que ponía en exergo a fin de puntualizar algo que tantas veces ha sido olvidado o relegado, a saber, la intrínseca polaridad que supone el hecho de que el lenguaje haya surgido desde la animalidad, o en la metáfora bíblica que la palabra se haya encarnado. En el origen contenido único de Dios, el Verbo decide tener contrapunto de sí mismo en la naturaleza y en la vida. Y a fin de reconocerse en esta alteridad, proyecta su propia imagen en los dos polos del hombre, haciendo que varón y fémina sean asimismo Verbo (“varón y fémina -arsen kai thelu- los hizo”) Y ya que tantas veces la interpretación de la Biblia recurrió al aristotelismo de forma abusiva, me permitiré respecto a este texto evocar una distinción fundamental establecida por el Estagirita.

La diferencia específica en el seno del género de los animales permite diferenciar a un ser humano de un chimpancé. Pero ¿qué es lo que permite diferenciar a Sócrates de Calias, es decir, a un individuo de otro individuo, en el seno de la especie humana? Obviamente esta diferencia no es específica, no es una diferencia formal y en consecuencia no es cabalmente inteligible, puesto que la intelección es para Aristóteles precisamente la especificación. Mas entonces, ¿por qué no confundimos a Sócrates con   Calias? Pues por la percepción de una diferencia material (por oposición a formal), la cual está sometida a arbitraria variación.

Nótese que esta concepción de la diferencia entre individuos no está muy alejada de lo que se podría sostener desde la genética actual. Hay partes del ADN que no codifican proteínas y que tienen la característica de la iteración. Sean dos Individuos I1 e I2.  Un importante rasgo diferencial entre ellos es que, si comparamos las secuencias repetitivas que se dan en uno y otro, encontramos puntos de coincidencia, pero en ningún caso encontramos identidad. La inmensa variabilidad en el seno de este ADN repetitivo sería una de las causas de que un individuo sea diferenciable de cualquier otro por una suerte de marca digital genética. Estas secuencias repetitivas no parece que reporten para el individuo ventaja alguna desde el punto de vista de la selección. Su única utilidad aparente (como la diferencia material aristotélica) es la de ofrecer un criterio para aproximarse a la captación de ese límite del conocimiento que constituye para Aristóteles el individuo. Pues bien:

La diferencia material aristotélica concierne principalmente a la distinción entre individuos, pero no exclusivamente. Así cuando no confundimos al ser humano Marco Antonio con el ser humano Cleopatra, en razón de que el primero es varón y la segunda fémina, estamos asimismo estableciendo una diferencia puramente material. Ahora bien, la diferencia eidética, la diferencia formal o específica, es la que para el Estagirita tiene no sólo importancia epistemológica sino dignidad ontológica.  En consecuencia, en el seno general de la animalidad la diferencia entre macho y hembra sería poco relevante, pues lo que cuenta es la cualidad que especifica, que hace una especie frente a otras especies. La cosa es sin duda problemática tratándose de la animalidad en general, donde las variables esenciales son de orden biológico, pero tratándose de la especie humana lo secundario de la polaridad se incrementa por el hecho de que, en este caso, macho y hembra no son polos de una especie entre otras, sino polos de la única especie en la que se da esa emergencia que supuso el Verbo.

Si en lugar de las palabras que cierran el anterior párrafo, decimos “la única especie en la que proyectó el Verbo” se evidencia que el relato bíblico es simplemente una portentosa metáfora de la excepcionalidad de nuestra condición.  Y un apunte al que aludía al principio: la concepción de la diferencia varón -fémina como meramente material quita peso a la actual disputa entre los que defienden una concepción de la feminidad en la que cuenta mucho la disparidad genética y los que la relativizan.

Y un segundo apunte relativo a la traducción misma del texto bíblico.  El término sustantivo  hombre designa en nuestra lengua  a la vez al ser humano (como homo  en latín) y al varón (como vir en latín), siendo el contexto el que muestra el sentido en cada caso.  Tal sustantivo posee en nuestra lengua sinónimos, pero obviamente los sinónimos no son siempre absolutos, ni siempre intercambiables. En ciertos casos hombre puede ser susttuido por personaser, o cualquiera de los  términos sinónimos que ofrece la RAE. Pero en otros casos tal sustitución simplemente distorsiona la idea que se trata de expresar. Si en razón del carácter no inclusivo de la segunda designación se renunciara al uso de “hombre” para designar la humanidad, estaríamos simplemente debilitando el universo potencial de la significación.

 

 

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19 de diciembre de 2024

'Un brazo muerto del río' de Mikolaj Grynberg ( Acantilado, 2024)

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Mikolaj Grynberg: los profundos silencios y las heridas indelebles de la Polonia judía

¿Qué ha quedado de la cultura judía en Polonia? Es más, ¿cuántos judíos residen todavía allí? ¿Y los que se quedaron o regresaron, así como sus hijos (se calcula que la comunidad judía asciende hoy a unas decenas de miles de miembros), qué vida llevan? ¿Cuál es su relación con el resto de los polacos? ¿Cómo les afecta el fantasma del Holocausto y el antisemitismo latente? ¿Prima el silencio? ¿La reconciliación? ¿La suspicacia? ¿Y qué opina la diáspora de ellos, de los judíos polacos, y de Polonia?

Son treinta y una viñetas, separadas por evocadoras fotografías en blanco y negro, las que Mikolaj Grynberg (Varsovia, 1966) construye a modo de micromonólogos dirigidos a un entrevistador fuera de campo -pista tras pista acabamos por entender que es el propio Grynberg-, y tratan de dar respuesta a estos interrogantes, a partir de historias concretas, centradas, sobre todo, en la segunda generación nacida durante la guerra o después.

La capilaridad del trauma

Testimonio a testimonio (aunque estamos ante una obra de ficción, podría considerarse una síntesis de los tres volúmenes documentales previos del autor, con entrevistas a supervivientes y sus descendientes) se va perfilando la cultura judía polaca contemporánea, sus heridas indelebles, sus profundos silencios: "¿Te das cuenta de que vives en un brazo muerto del río? El caudal ha ido haciendo meandros, un brazo ha quedado aislado y se ha ido secando. ¿Lo ves? ¿O quizás no quieras verlo?".

Se sabe cuándo empiezan las guerras, pero no cuándo acaban. Sus consecuencias desbordan a la generación que las vivieron, más todavía cuando van ligadas a un genocidio. Grynberg nos muestra la capilaridad del trauma: padres que ocultan su experiencia a sus hijos, o que esconden su identidad judía a su entorno -se siente como una maldición que no se quiere traspasar a los vástagos-, o que no cuentan lo que les ocurrió a los abuelos, generando así un misterio que los nietos sienten como una carga insoportable a pesar de todo.

Antisemitismo actual

"Muchos sobrevivieron para dar su testimonio; yo, para guardar silencio", dice una viejecita de Lódz. No solo quedan dañadas las relaciones intrafamiliares -hijos que descubren en la edad adulta, por ejemplo, que sus verdaderos padres murieron en los campos-, sino que también se exponen ciertos odios entre judíos por no haber sabido reaccionar a tiempo, o defenderse, así como la doble estigmatización si se es judío de origen alemán, además.

Y de mar de fondo: esos comentarios y actitudes antisemitas que emergen entre los polacos no judíos, tanto en la época soviética -"de otro modo nos habríamos convertido en una colonia de Israel"- o ahora: "Dígame, ¿por qué tienen ustedes los judíos esa manía de embrollarlo todo?", leemos en el primer monólogo.

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17 de diciembre de 2024
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Un asunto de familia

 

Desde los tiempos de la independencia las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la ilustración; y se articulaba el estado democrático en base a la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar constitución de Estados Unidos votada en 1787 en la convención de Filadelfia.

La constitución de Nicaragua no se apartaba de este modelo, afianzado tras el triunfo de la revolución liberal de 1893, y aunque a lo largo del siglo veinte hubo varias constituciones, la separación de poderes persistió invariable, aún bajo la dictadura de la familia Somoza, que se cuidaba de las apariencias legales, aunque lo controlaran todo en un solo puño, ministros, diputados y jueces.

Es la constitución que yo estudié en la escuela de derecho, letra muerta en su mayor parte, y si alguien no conociera la realidad que el país vivía, con un “hombre fuerte” a la cabeza, como en la prensa de Estados Unidos se llamaba entonces a los dictadores, habría tomado fácilmente Nicaragua por un país democrático, con plenas garantías ciudadanas, libertades públicas aseguradas, elecciones libres y alternancia en el poder.

La mano del legislador, por mucho que fuera animada por los hilos del titiritero desde arriba, se movía sobre el papel con elegancia de estilo, y se atenía a las formas. Ahora se acaba de aprobar una reforma a la constitución tan vasta, que equivale a una nueva, donde no solo se ha roto toda contención del lenguaje para dar paso a una retórica disonante y exaltada del peor gusto, sino que el estado mismo pasa a ser un verdadero esperpento, sin maquillajes ni escondrijos.

Al menos, podrá decirse que, fuera las máscaras y caretas, el régimen pasa a mostrarse como verdaderamente es, cerrándose toda brecha entre apariencia y realidad. La torpeza del lenguaje constitucional responde a la torpeza del estado que describe.

Los poderes independientes del estado desaparecen y hay una sola entidad suprema, la presidencia de la república, de la que dependen los “órganos” legislativo, judicial y electoral. ¿Para qué andarse con falsas apariencias?, parece decirnos el amanuense disfrazado de legislador. Ahora la constitución misma proclama que los magistrados y jueces son nombrados por la presidencia, de la cual, entonces, dependerán las sentencias y fallos judiciales; y como el órgano legislativo también depende de la presidencia, a la asamblea de diputados sólo le toca pasar leyes a voluntad de la presidencia. ¿Y las elecciones?  El “órgano” electoral depende de la presidencia, y, por tanto, la presidencia tiene la última palabra en el recuento de los votos. Mayor claridad, ni los cielos en un día de verano.

De la presidencia depende el ejército, y depende la policía. Y los gobiernos municipales. Y todo lo demás. No hay resquicio; “la presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense”.

Otra novedad: “la presidencia”, entidad autárquica y suprema, colocada por encima de toda falibilidad, tiene carácter bicéfalo, compuesta por un copresidente y una copresidenta, ambos con iguales poderes. Una constitución, como se ve, hecha a la medida. Pero se queda un pequeño paso atrás, y no se establecen (por el momento) los nombres y apellidos de la pareja de copresidentes, tal como la constitución de Haití de 1964 declaraba presidente vitalicio al doctor François Duvalier “a fin de asegurar los logros y la permanencia de la Revolución Duvalier en nombre de la unidad nacional”.

Pero se da por supuesto que ya se sabe de qué pareja se trata, y sobra por lo tanto agregar tanto detalle. No hay otra pareja. El legislador, incensario en mano, la declara pareja vitalicia, y no se preocupa de responder al enigma de qué pasará en el futuro a falta de esta pareja. Sólo responde que, si uno de los dos falta, el otro se queda con todo.

Una constitución matrimonial, por primera vez en la historia de América Latina, que presupone la avenencia de la pareja que manda por partida doble. Ya sabemos que el sastre obsecuente ha cortado la constitución a la medida de la pareja, según la pareja misma se lo ha ordenado.  No se puede imaginar a ninguna otra sentada en el doble trono.

Todo trono es hereditario, y pasa de padres a hijos. Pero, la zalamería pudorosa del legislador no ha contemplado la sucesión dinástica, y ya quedará para una nueva constitución resolver la manera en que el poder habrá de transmitirse por derecho de sangre. A lo mejor hasta se les ocurre establecer de una vez por todas una monarquía revolucionaria, antioligárquica y antimperialista.

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16 de diciembre de 2024
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El Boomeran(g)
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