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'Paysage catalan', de Joan Miró, Museum of Modern Art
© 2024 Successió Miró

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Cuando Miró encontró a Klee

Joan Miró era surrealista antes de que Breton publicara el manifiesto surrealista que ahora cumple cien años. Era septiembre de 1923, y faltaban once meses para que el poeta francés anunciara la aparición de “los elefantes ginocéfalos y los leones alados”, “la chispa” del inconsciente y el “fulgor de las imágenes”, cuando Miró comunicaba triunfal a su amigo J.F. Ràfols: “He logrado deshacerme por completo del natural y los paisajes no tienen nada que ver con la realidad exterior”. Y en octubre: “Animales monstruosos y animales angelicales, árboles con orejas y ojos. Y payeses con barretina y escopeta y fumando en pipa. Todos los problemas pictóricos resueltos. Hay que explorar las chispas de oro de nuestra alma”.

Miró aludía a tres de las telas que había empezado a pintar aquel año. La más radical respecto a la aún noucentista La masia (1922) sería Paisaje catalán (1923-1924). La Vanguardia ha dado con el eslabón entre las dos obras, inicio de una revolución que cambiaría el arte del siglo XX. Se trata de Sie biessen an (¿Pican?), una acuarela óleo pintada por Paul Klee en 1920 y que hoy se exhibe en la Tate Gallery.

 

Las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para que no la tuviera en cuenta 'Paisaje catalán', de Joan Miró

Para Miró, el encuentro con la obra de Klee fue fundamental y, sin embargo, su relación ha sido estudiada muy poco. “Klee –reconoció– fue el encuentro decisivo de mi vida. Bajo su influencia, mi pintura se liberó de todas las ataduras terrenales. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, incluso un punto, podían ser objeto de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento”.

“Vi los primeros Klee –dijo– cerca de la Rotonde, en una pequeña galería situada en la esquina de la Rue Vavin y del Boulevard Raspail. Un alsaciano llevaba la galería. De cuando en cuando se iba de viaje y volvía con nuevos cuadros de Klee. Antes había visto ya reproducciones (…) Yo no conocí a Klee, pero me emocioné el día que Kandinski me explicó que Klee le había dicho, en la época de la Bauhaus, a propósito de mí: ‘Hay que seguir lo que hace ese muchacho’”.

¿Cuándo y qué obras pudo ver Miró? Numerosas revistas publicaban pobres reproducciones en blanco y negro de Klee. El pintor André Masson, vecino del taller parisino de Miró, dijo a la historiadora Carolyn Lanchner que en la primavera de 1922 dio a conocer a su amigo catalán un libro sobre Klee. No recordaba el título. Solo pudo recordar que se había editado en Munich, por lo que podría ser Kairun, de Wilhelm Hausenstein, o el catálogo de la galería Goltz publicado en la revista Ararat, cuyo redactor jefe era Leopold Zahn, autor de una monografía de Klee impresa en Postdam. En la revista aparece citada la acuarela Sie beisen an con el número 238. Lanchner no podía saber que en septiembre de 1924, Miró, en una carta que sigue inédita, pidió al crítico germanófilo M.A. Cassanyes que le pusiera en contacto con Hermann von Wedderkop, autor de otra antología de Klee, impresa en Leipzig.

Miró decía que el propietario de la galería Vavin-Raspail era alsaciano. En realidad era un joven suizo de 22 años, Max Eichenberger, que, reciente la Primera Guerra Mundial, había afrancesado su apellido, Max Berger, igual que su socio, otro joven de 20 años, Alfred Dabler, nacido en Orán, que utilizaba el alias Guillaume Dalbert. Los dos se aliaron con el marchante alemán Wilhelm Uhde, cuyos fondos artísticos, como los de su compatriota Daniel-Henry Kahnweiler, habían sido subastados por el Estado francés para compensar los gastos de la guerra. Uhde ayudó a que Berger celebrara la primera exposición individual de Klee en París, en octubre de 1925. Entre las 39 acuarelas expuestas, figura con el número 38 Sie beissen an, por lo que es del todo plausible que Miró la pudiera ver en 1924, cuando aún trabajaba en Tierra labrada y Paisaje catalán .

Si en Tierra labrada (la recodificación de La masia al nuevo lenguaje) hay más ecos del bestiario románico y de los animales fantásticos de Brueghel, en Paisaje catalán las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para negar que Miró no la tuviera en cuenta. En la de Klee, es un día de pesca de un padre con su hijo. En la de Miró, un día de caza, como solía hacer él con su padre en Mont-roig. Las dos tienen algo de juego infantil y de viñeta cómica en la que el punto y el signo de exclamación sobre el pez grande de Klee se convierte en el signo estilizado de la escopeta mironiana y el perdigón. ¿Qué pez habitante de lo oculto cobrarán las líneas de vida que dibuja Klee? ¿Es cierto que el mundo que alumbra el inconsciente guiado por la mano de Miró es más real que una representación realista? Dinamita pura contra el concepto de naturaleza como paisaje o de la nacionalización noucentista de la naturaleza.

Al hablar de préstamos o enseñanzas, hay que tener en cuenta que Miró seguía a rajatabla el consejo de uno de sus autores faro, Alfred Jarry, y no asimilaba influencias, sino que las deformaba, las transmutaba a la manera alquímica para salvaguardar su singularidad. Y le estimulaban desde la viñeta de un chiste hasta un poema de Rimbaud, desde una estampa de Hokusai hasta una lagartija que trepaba al techo de su cuarto. Y, como en todos los grandes creadores, hay un influjo mutuo constante: el artista joven que capta lecciones del viejo, y este, a su vez, del joven. Klee era un intelectual urbano. Miró vivió realmente la naturaleza en Mont-roig y llevó más lejos la resonancia de sus obras en el espectador.

Una ambiciosa exposición Klee-Miró haría visible sus rupturas y sus afinidades: el punto que nace y muere; la línea que camina, nada, se sumerge, se pierde, vuela y sueña; la estrella y la luna; la búsqueda del equilibrio; los pájaros y la serpiente (es decir, la espiral); la música de colores; el cosmos; las leyes gravitacionales; el magnetismo de las letras, etcétera.

La palabra surrealista la había inventado Apollinaire para alentar, en plena guerra mundial, un “espíritu nuevo”. Fue en un texto sobre Parade, de los ballets rusos de Diáguilev, con tema de Cocteau, música de Satie, decorados de Picasso y coreografía de Massine. La primera vez que apareció la palabra en España ( superrealismo) fue el 10 de noviembre de 1917, sin la firma de Apollinaire, en el programa de Parade en el Liceu. Desde entonces, se llamaba surrealista a cuantos preconizaban ese ambiguo “espíritu nuevo” hasta que Breton impuso su doctrina en 1924.

Cuando en 1920 Miró visitó por primera vez París, quedó tan impactado que estuvo meses sin poder empuñar un pincel. La pintura –dijo– le volvió al fin “como vuelve el llanto a un crío” y quiso cerrar su anterior etapa e iniciar la nueva con La masía, una obra resumen en la que, efectivamente, estuvo nueve meses trabajando, un parto, un renacimiento. En el centro de la tela colocó una extraña figura que no guarda relación con las otras: un niño rana en cuclillas, ídolo o juguete, que un afamado crítico de Time confundió con un caganer, cuando en realidad es el primer personaje surrealista de Miró.

El niño rana dejó de estar en cuclillas, se alzó y, según se aprecia en los dibujos preparatorios de Paisaje catalán que se conservan en la Fundació Miró de Barcelona, se metamorfoseó en el esquemático cazador con barretina que orina y fuma en pipa y que en una mano sostiene una escopeta, y en otra, un conejo. Ahí están el avión Toulouse-Rabat que cruzaba el cielo de Mont-roig, una barca con la bandera española, un ojo volador, un sol araña, un algarrobo y una raspa de sardina liebre camaleón sobre un fondo monocromático ocre. El nacimiento de un mundo.

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29 de noviembre de 2024

Desbordamiento del Turia en 1957. JAIME PATO (EFE)

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Ver llover en Valencia

 

El niño entró en su casa al volver del colegio y notó algo raro: sus padres se pasaban nerviosos el teléfono de bakelita negra colgado en el pasillo, el padre más excitado que la madre, y los dos alzando la voz, casi chillando en su lengua común que los hijos entendíamos pero no hablábamos casi nunca, más allá de un saludo o una frase hecha. Esa lengua común era el valenciano, y las llamadas “por conferencia”, como se decía entonces, quedaban principalmente reservadas para la familia, en nuestro caso toda ella afincada –excepto nosotros- en Valencia, la capital, y en algún otro pueblo grande del sur de la provincia, también llamada por los más nostálgicos el “Reino de Valencia”. Mi padre, que mostraba a veces un temperamento bromista, me decía, cuando se impacientaba por alguna trastada infantil, que yo, valenciano por parte de padre y madre, era el primer alicantino en llevar apellidos nord-valencianos, “con todo lo que eso significa”, que yo, con tan corta edad y tan poco mundo, no sabía naturalmente lo que significaba. Pero no me callaba ante papá: “¡licitano, yo soy ilicitano!”, ya que ese participio insólito tenía a mis oídos un glamour prehistórico.

Hoy no podemos reír fácilmente con esas inocentes chanzas territoriales. Las tierras  valencianas, murcianas, alicantinas, tan hermosas y cálidas, tan fértiles, han sido gravemente heridas, y es preciso buscar de modo urgente y duradero cómo sanarlas, y cómo reanimarlas. Esta debería ser la última riada que se cuela impunemente en nuestros hogares, la última gota fría que se lleva nuestros medios de transporte como si fueran barcos de papel, hasta el naufragio final. La última vez que se nos obligue de manera macabra a usar una falsa palabra de siglas tan fea como lo es DANA.  Y sobre todo debería ser esta la última vez que el agua no encuentre resistencia en la tierra firme de tantas ramblas que, al descargar en los campos y calles su anhelado líquido, lo convierte al contrario en mortífera carga.

Sin embargo hace pocos días una amiga de mi misma edad que ya no vive en Valencia me contó sus recuerdos  (¿sus sueños?) de la primera gran riada del Turia, la de 1957. Ella no volvió de su colegio de monjas aquel día en el que mis padres llamaban ansiosamente a nuestros familiares. Mi amiga estaba a resguardo en el centro de la capital, viendo caer la lluvia desde su ventana, ya que su madre, muy previsora, la buscó anticipadamente en el colegio donde ella estudiaba interna, y por así decirlo la rescató de las aguas que también cayeron a mansalva, aunque con menos saña y menos víctimas mortales que en esta dolorosísima ocasión de noviembre del 2024.

Mi escena inicial de agitado costumbrismo familiar con teléfono de pared incluido tuvo una fecha precisa, la del 14 de octubre del año 1957, que yo recuerdo bien, al igual que mi amiga, y no por ser ambos prodigiosamente memoriosos. Fecha de destrucción que exigió con el tiempo eliminar el ameno cauce fluvial vivo en el centro, convirtiéndolo en un parquecillo de aires futuristas, y esculturas grandiosas, no todas desproporcionadas. La segunda pérdida la sufrimos mi amiga y yo en la intimidad o el egoísmo: no tendríamos fiesta de cumpleaños compartida cuatro días después de tal tragedia.

Y es que cuando las voces a ambos lados de la línea telefónica se fueron mitigando pude enterarme en Alicante de lo que había pasado y estaba aún pasando en Valencia agitando tan gravemente a mis padres: ese mismo día, 14 de octubre, el río Turia se había desbordado por la lluvia caída, arrasando el cauce del río, por lo general poco agresivo y hasta bonachón, tal como lo recuerdo. El resto está en los libros: ochenta y una personas perecieron, y los daños causado fueron cuantiosos. Y así tras alguna duda una comisión oficial nombrada por el gobierno de Franco tomó la decisión de desviar el curso fluvial, sacándolo fuera de la capital, que perdía el encanto de las ciudades navegables con patos y aun bañistas, pero garantizaba a cambio la salvación de los niños incautos y los paseantes

El agua ejerce un embrujo sobre nosotros que yo no equiparo con ninguna otra fuerza de la naturaleza. Pero su belleza también depende del misterio de lo que oculta y de lo que puede desencadenar fulgurantemente.

Hubo un tiempo que yo he conocido en el que se salía en procesión y se rezaba a los santos para que lloviera. El santo en cuestión o las vírgenes requeridas no siempre ejercían su mediación húmeda a gusto de todos. Hoy se piden ministros, lo cual es un avance, en mi opinión, pues ya recordó Shakespeare en un famoso monólogo femenino que  “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo /a lo que está debajo. Su bendición es doble: bendice al que la da y al que la obtiene. ”

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27 de noviembre de 2024
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Confucio (2)

Confucio no ha sido un pensador correctamente estudiado en el siglo XX, pero eso está cambiando, y el poder lo vuelve a considerar un maestro. Su descrédito lo decretó el marxismo chino, que decidió aniquilarlo desde el primer momento quizá porque en el marxismo de Mao había mucho confucionismo, más del que quisiera el mismo Mao, y quizá también porque era muy fácil convertir a Confucio, pensador de los tiempos heroicos, en legitimador de una sociedad feudal y aristocrática.

Por eso hasta en las historias de China de la época posmaoísta se refieren a él como a un filósofo de antepasados “nobles y esclavistas”, que a pesar de su buena fe defendía una sociedad al servicio de “la nobleza esclavista”. Es obvio que todas las antiguas noblezas eran esclavistas, insistir en ello es querer introducir en el tejido de la historia toneladas de ideología, y es también caer en ese anacronismo, tan común en nuestro tiempo, de juzgar los hechos del pasado con la moral del presente.

Pero dejando al margen esas intromisiones de la moral marxista en la visión de la antigua nobleza, hasta en esas historias oficiales y oficialistas reconocen que en la enseñanza de Confucio se reflejaba la intención de ennoblecer a la plebe, animándola a intervenir en política, por eso muchos de sus discípulos eran plebeyos.

Se suele oponer habitualmente el confucionismo al taoísmo, ¿con razón? Como elemento peculiar, el taoísmo lo basó todo el la dialéctica binaria y en el principio de contradicción, pero tanto la lógica binaria como el principio de contradicción son también utilizados por Confucio, amante de las paradojas. La prueba de que Confucio utilizaba la contradicción en su sistema se detecta en una sentencia suya que dice:

A quien haya mostrado una de las caras del problema, si no sabe deducir las otras tres caras, le borraré sin miramientos de entre mis alumnos.”

Lo que evidencia que exigía ver un problema desde cuatro ángulos opuestos cuyos enfoques había que sintetizar en uno solo. Operación que recuerda las enseñanzas de los sofistas.

Como pedagogo Confucio prefirió ser “el que trasmite, no el que crea; el que ama y tiene fe en los antiguos”. Actitud que en este caso lo aproxima a San Isidoro y su proyecto etimológico y de restauración del pasado, en una época en que imperaba el olvido y la aniquilación sistemática de la memoria.

Era un enamorado de la antigüedad, como Platón había sido un enamorado de la antigüedad homérica de la que le separaban cuatro siglos, pero ese amor por la antigüedad tenía ya las características del amor hacia el pasado que puede sentir un historiador, y como los historiadores Confucio pensaba que “debíamos estudiar la antigüedad para comprender el tiempo presente”.

La obra de Confucio, como desenterrador del pasado, fue ejemplar, y en lugar de convertirse él mismo en un cronista, narrado cuando había leído y oído desde un punto de vista más o menos personal, prefirió, como señala Tsui Chi, compilar documentos históricos y poético auténticos. Dicho de otra manera: se comportaba como un estudioso de la literatura que en lugar de juzgar la literatura de la Edad Media se encargara de recopilar sus mejores textos poéticos, jurídicos, prácticos, científicos, así como un catálogo de sus costumbres y ceremonias sociales. Desde esa perspectiva hemos de juzgar sus grandes textos: El célebre Yijing o Libro de las Mutaciones, el Canon de la Historia, el Libro de las Odas, el Libro de los Ritos, y los Anales de primavera y otoño Confucio no opina, Confucio deja que hablen los documentos, y nos permite a la vez hablar con ellos. No quiere darnos una visión personal del pasado (y que por ser personal podría derivar hacia actitudes tendenciosas), prefiere que juzguemos nosotros mismos el pasado atendiendo a las palabras que empleaban en el pasado y a las costumbres que eran comunes en el pasado.

Tanto el confucionismo como el taoísmo fueron filosofías de la prudencia, una prudencia que parecía necesaria en tiempos de una imprudencia tan generalizada, jalonada de continuos derramamientos de la sangre que dibujaban una panorama en el que desaparecía por doquier el tabú de matar y la vida humana se devaluaba hasta límites de pesadilla.

Nos referimos al terrible período de los Reinos Combatientes (479 a. de J.C.-221 a. de J.C.) del que surgieron, como urgente y a la vez asentada oposición a la barbarie, el confucionismo y el taoísmo. Fueron tiempos en que, si nos atenemos a las crónicas de la época, la vida sólo era “agitación y oscuridad”. Los antiguos rituales de cohesión sólo eran caricaturas del pasado, y todos los estados feudales que rodeaban la capital imperial crecían cada vez más, como enormes sanguijuelas alimentándose ya del corazón del imperio Tcheu. Un periodo gobernado por los señores de la guerra que habían olvidado todas las normas del espíritu caballeresco, dominados únicamente por la pasión por el poder.

Es en esa tesitura en la que hay que ubicar la importancia que Confucio dio a los ritos, y que luego ha servido como arma arrojadiza contra él, pues ha sido siempre mal interpretada, y hasta los que defienden a Confucio no perciben la clave de por qué insistió tanto en los ritos. Y es que más que pretender reglamentar de nuevo la conducta de los chinos con el objeto de poner los cimientos formales y morales un nuevo imperio, poderoso, ordenado y cívico, lo que quería era crear elementos de cohesión, que muchas veces podían ser de carácter ritual. Para entenderlo basta con que nos situémonos en el territorio de la antropología y nos preguntemos qué es exactamente un rito. Y bien, un rito es siempre una ceremonia que sirve para conexionar. Esto es antropológicamente observable en todas las culturas: todo rito es una ceremonia de cohesión, por eso las culturas poco cohesionadas carecen casi de ritos: de ceremonias de cohesión que no sólo son verificables en la especie humana.

En una época de desconexión generalizada, de barbarie y de olvido de todo el saber del pasado, ¿no era necesario insistir en la importancia de las ceremonias de cohesión? ¿No era necesario tomarse en serio la formación de los individuos, inculcándoles valores como el respeto, las buenas maneras, la suavidad en el trato, la buena educación en suma? ¿No era acaso totalmente necesario? ¿Y ahora no lo es?

Y mientras el confucionismo iba extendiendo sus tentáculos por China, fundamentalmente debido a la labor docente del maestro, que en algunos períodos llego a ser un maestro errante, también se iba extendiendo el taoísmo, otra vía de oposición a la barbarie de carácter más naturalista que el confucionismo, que le daba poca importancia a los ritos, mas no hay que olvidar que con el tiempo también el taoísmo se lleno de ceremonias de cohesión y de fórmulas inmodificables en su expresión, si bien podían interpretarse de varias maneas.

Obviamente, la vía de Confucio era más voluntariosa. Exigía participar de verdad en el tejido social, y de muchos de sus textos se deduce que Confucio creía, como Aristóteles, que el hombre es un ser social. La vida de Confucio es la prueba de que en todo momento encarnó esa creencia. Fue un hombre tremendamente social, como Sócrates, y como el filósofo griego comía moderadamente pero podía beber mucho, aunque nunca se emborrachaba, si nos fiamos de lo que más tarde dijeron sus discípulos.

Como muchos maestros de su época y de otras culturas, la vida de Confucio estuvo presidida por la paradoja, y resulta que su obra más personal, y que más atañe a su persona, no la escribió él: lo hicieron sus discípulos. No escribir sobre su propia vida fue también el proceder de Sócrates, que dejó ese papel para Jenofonte y Platón. Algo semejante ocurrió con Buda, Jesucristo y Mahoma.

Supongo que es una actitud basada en el poder del discurso verbal, en la capacidad de dejar grabado en las cabezas de los que escuchan lo que estás diciendo. Digamos que se trata de maestros que no necesitan escribir porque su pensamiento queda grabado en las cabezas de los que han escuchado. En lugar de escribir sobre un papel, escriben sobre el cerebro de los demás, y confían que cuando mueran, sus discípulos sólo tendrán que ponerse a escribir lo que recuerdan, y toda la doctrina del maestro surgirá entera, como si estuviese resucitando de entre los muertos.

Con Confucio ocurrió eso, y especialmente con Las analectas, redactadas por sus discípulos directos, y donde podemos asistir, de una forma discontinua y relampagueante, a muchos momentos de la vida de Confucio y, sobre todo, a muchas reflexiones y conclusiones derivadas de esos momentos. Por ejemplo:

Avanzaba rápido, como alado…”

No comía alimentos en mal estado…”

Cuando había mucha carne sólo comía la necesaria para el arroz. Sólo con el vino no tenía medida, pero nunca se emborrachaba.”

Si el príncipe le enviaba un animal vivo lo ponía a pastar.”

En la cama se tendía como si fuese un cadáver. No quería modales formales en su casa.”

Cambiaba de expresión si de repente sonaba un trueno o soplaba súbitamente una ráfaga de viento.”

Belleza: lo que asciende, planea y luego regresa al nido.”

Las sentencias citadas están recogidas de lugares diferentes del libro, y en ellas el lector puede observar que todo cabe en la vida de Confucio y de todo se habla de forma alegre, desenvuelta y desordenada. De pronto vemos al maestro comiendo, de pronto recibiendo un regalo, de pronto lo vemos caminando, de pronto escuchamos una de sus definiciones de la belleza, de una naturalidad emocionante.

¿Y ya sólo por eso no tendríamos que estar agradecidos a este pensador de hace dos milenios y medio que, tras el ostracismo al que le sometió el maoísmo y sus secuelas, vuelve a estar presente en China y fuera de ella?

Muchos de los momentos de las Analectas tienen algo de diálogos platónicos de la primera época, y se observa el sistema de preguntas y respuestas que caracterizó a toda la filosofía antigua, tanto oriental como occidental. Las analectas comienzan con dos preguntas, y las preguntas se van a ir sucediendo a lo largo de la obra. Elegimos algunas: “¿Cómo puede un hombre ocultar sus verdaderas inclinaciones?” “¿Quieres una definición del conocimiento?” “¿Qué significa sacrificio?” “¿De qué sirven las ingeniosidades verbales?” “¿Para qué necesitas la conversación brillante?”, y así sucesivamente. Al igual que Platón, Confucio pretendió una redefinición del mundo, y como vivió en un período rabiosamente aristocrático, su filosofía tiene en cuenta el poder de la nobleza y su capacidad para cohesionar hombres y lugares. No podía ser de otra manera. Pero dignifica considerablemente la naturaleza humana y por primera vez en China vemos en él un intento claro y sereno de nivelación laica al postular que los hombres son iguales por naturaleza y sólo se diferencian por lo que aprenden, que sería lo mismo que decir que sólo se diferencian por todo lo que les injerta la cultura en la que nacen y viven.

También encontramos en las Analectas numerosos y zigzagueantes retratos del maestro. El más hermoso, concebido para desbaratar los tópicos que los taoístas hacían circular acerca de Confucio, lo define así:

Era tan entusiasta, tan intenso, que se olvidaba de comer, y tan feliz que ignoraba sus problemas y no se enteraba del paso del tiempo”.

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25 de noviembre de 2024
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“Querellas que lo destruyan”

 

Retomo una metáfora aquí ya empleada: intentar superar situaciones que son expresión de un estado de cosas y una relación de fuerzas, sin atacarse a estas últimas, es como intentar mover o destruir la superficie de la mesa sin el esfuerzo necesario para desplazar la mesa (ejemplo superar aquella parte de la degradación del entorno natural debida a la actividad humana, sin focalizar las fuerzas en los poderes del mundo que constituyen la matriz de tal actividad) Y como este proyecto es vano, como la superficie sólo se desplaza- o destruye- con la mesa misma, el mantenerlo como ideario equivale a nulidad de actuación más o menos amenizada con burbujas.

Cuando cada pueblo del mundo puede sentir que “a desollarte vivo vienen lobos y águilas”, depredadores que proclaman ya sin ambages su intención, desde Colombia hasta Francia o España, la energía de los propios amenazados es canalizada hacia ficticios enemigos (cazadores rurales que viven de esta práctica- no ociosos deportistas urbanos- espectadores de ciertos festejos populares, o simplemente consumidores que no se hallan en condiciones sociales de asumir normativas estrictas en materia de bienestar animal, erigida casi en equivalente del entero ecologismo), lo cual permite difuminar la impotencia ante quien representa el verdadero problema.

Surge inevitablemente la idea de que se trata de una suerte de renuncia encubierta, expresión de un nihilismo respecto a las potencialidades del ser humano. Renuncia a actitudes de las que la memoria popular da testimonio: memoria de resistencia por fidelidad a imperativos éticos mas también memoria de lucidez ante el fracaso, y de apuesta porque este fuera pasajero, al menos en lo social (pues en lo individual la dignidad pasa sólo por la asunción de la tragedia, el desgarro que supone la polaridad entre biología y lenguaje). Memoria, en suma, de momentos de lucha animada por la idea de una emancipación efectiva de la especie humana, combate al cual se opone el empantanamiento en falsas querellas. De nuevo el texto de “Timón de Atenas” de Shakespeare por Marx evocado.

“...Dios visible. Que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias y las obligas a que se abracen; tú, que sabes hablar todas las lenguas. Para todos los designios. ¡Oh tú, piedra de toque de los corazones, piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela y por la virtud que en ti reside, haz que surjan en su seno querellas que lo destruyan, a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo!”.

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25 de noviembre de 2024
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25 de noviembre de 2024

'Más de un siglo se alarga el día' de Chinguiz Aitmátov (Automática, 2024)

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Chinguiz Aitmátov: ecos del pasado llegados desde las estepas

 

En las vastas extensiones desérticas de Sary-Ozeki, conocidas como "las tierras medias de las estepas amarillas", conviven camellos, ferrocarriles y naves espaciales. Chinguiz Aitmátov (Sheker, Kirguistán, 1928-Núremberg, 2008) fusionó tradición y progreso en su primera novela, ambientada en Kazajistán. La obra, que cae en algunos excesos típicos de un debut, no peca de falta de audacia: varias líneas argumentales exploran las contradicciones y malestares de finales de los años 70 en la periferia de la Unión Soviética, en las que se entrelazan leyendas y mitos de Asia Central. No es de extrañar, pues, que Aitmátov haya sido comparado con los autores del realismo mágico latinoamericano.

En el día al que se alude en el título (Más de un siglo se alarga el día, un verso tomado de Borís Pasternak) se relatan los esfuerzos de un ferroviario, Ediguéi Buranny, por cumplir el último deseo de su amigo del alma, Qazanghap, de recibir sepultura en el cementerio de Ana-Beit. Esto servirá de pretexto para echar cuentas del pasado y sus consecuencias: el trauma de la colectivización, el nacionalismo estalinista, la amarga repatriación de los prisioneros de guerra soviéticos y la carrera armamentística.

Sin embargo, no podrá satisfacer las últimas voluntades de su amigo, ya que el cementerio ha quedado dentro del perímetro de un cosmódromo. En paralelo, la novela incluye las aventuras espaciales de unos cosmonautas que descubren una civilización que parece haber alcanzado la utopía que se prometió en la Tierra. En 1990, sin la censura soviética, se pudo recuperar una larga sección de la obra, "La nube blanca de Gengis Kan", una parábola que proyecta los horrores del imperio mongol sobre el soviético. Seis años después, añadió todavía un capítulo final de corte filosófico. A través de sus tres partes, el lector construye complejos vínculos asociativos.

La barbarie soviética La potente imaginería y el lenguaje alegórico de Aitmátov, que como hijo de un "enemigo del pueblo" no pudo estudiar literatura en Moscú hasta la muerte de Stalin, se ejemplifican en una leyenda de su autoría, la de la historia detrás de las tierras donde se ubica el cementerio Ana-Beit, muy conocida y usada como metáfora sociológica en el mundo de habla rusa.

Aitmátov, consciente de que el proyecto soviético estaba condenado al fracaso por su incapacidad para enfrentar sus peores crímenes -una actitud que persiste en la Rusia del siglo XXI-, describe la tortura infligida por una tribu nómada ("la especie más cruel de barbarie") a los guerreros capturados. Los mankurt (así se llaman), convertidos en esclavos sin voluntad ni memoria después de que los tengan por días expuestos al sol, con la cabeza constreñida en piel de camello que, al secarse, les estrechaba el cráneo ("como una nuez con tenazas"), son peleles amnésicos a los que se denigraba con las peores labores y condiciones de vida.

Profeta a su pesar La piel se ceñía con un aro ("obruch" en ruso, primer título barajado para la obra, que luego se cambió por el verso de Pasternak para su publicación en revista y, más tarde, por presión de la censura, a "El apeadero Buranny" para el formato libro) que deviene un símbolo que reaparece metafóricamente en otros pasajes: el alambre de espino que rodea el cosmódromo, el muro que divide las superpotencias en la Guerra Fría y la barrera que impide el contacto con la vida extraterrestre.

La figura del mankurt se lee como una advertencia a las etnias no rusas de no perder sus raíces y su cultura, y a la sociedad en general de priorizar los derechos humanos sobre la obsoleta "lucha de clases" del partido único, que se cobró tantas vidas. También es una denuncia de la destrucción de la naturaleza.

El poema de Pasternak, "Días únicos" (1950), del cual Aitmátov tomó el título, continúa con el verso: "y no se acaba el abrazo", un abrazo opresivo que aún hoy atenaza a una sociedad sumisa, incapaz de asumir su responsabilidad individual, como el personaje Zholaman, que escucha la verdad "como el chirrido de los saltamontes en la hierba". Por esta razón, el escritor y crítico Dmitri Bíkov, declarado "agente extranjero" en 2022, afirmó que Aitmátov se reveló con esta obra, sin pretenderlo, en profeta malgré lui.

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22 de noviembre de 2024

Cernícalo primilla

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Una luz

 

Soy un tipo sobrevenido, quiero decir que mis actos suceden de forma no dispuesta, que no programo, que soy casual. Mi amigo, el profesor de la Universidad de Valencia José Luis Falcó Gens, me invita a dar una conferencia en la Facultad de Filología, acepto a la primera, y me embarco en un viaje que sé tumultuoso y largo, pero que afronto con la alegría de la novedad y del azaroso riesgo. En el tren, llegando a  la estación de Teruel, oigo hablar a dos mujeres estentóreas que ensalzan las virtudes de determinados productos de determinado supermercado; destacan una leche desnatada llamada “Cabra voladora”; un nombre que me impresiona vivamente hasta el punto que constituirá el sujeto de mi relato “Marcas y éxitos”, aún de condición inédita.

Ya en Valencia, el taxista que me traslada de la estación de Renfe al Colegio Mayor Rector Peset inicia una rápida e incisiva conversación preguntando si soy docente y cuál es mi especialidad; interrogatorio que zanjo eligiendo, entre mis muchos empleos, el de menor compromiso político, empleo, que resulta, en la mayoría de los casos, el más atractivo a mis interlocutores: soy ornitólogo de campo, oteo el horizonte, descubro aves, y las observo. El taxista se lanza entonces a enumerar sus experiencias pajariles, enumeración que por suerte termina al llegar al destino; de lo contrario, estas narraciones siempre acaban alejándose de la ornitología de campo para aproximarse a la ornitología de laboratorio, o lo que es lo mismo, a la taxidermia. Sin embargo, en este caso, obtengo un dato valioso, el taxista me habla de unos pájaros no muy pequeños, que se ven con el buen tiempo, que vuelan muy rápido, que gritan girando en torno al campanario de una iglesia próxima. Tomo nota; podría tratarse, si es que no son vencejos, de los hoy muy raros y amenazados cernícalos primilla (Falco naumanni).

A la mañana siguiente me recoge José Luis Falcó (su apellido es un obvio anticipo de los gozosos acontecimientos que sucederán ese día) y le propongo dar una vuelta por el barrio, ir caminando hasta la iglesia de la que me habló el taxista parlanchín. Está muy cerca. Nos sentamos en la terraza de una cafetería que queda frente a la iglesia, frente a su campanario. La iglesia es la de San Nicolás de Bari, conocida como la Capilla Sixtina valenciana por las espectaculares pinturas barrocas de su presbiterio, pero yo no estoy aquí para contemplar el interior de la nave sino para contemplar el exterior del campanario, para atisbar cualquier movimiento alado que delate la presencia de las nerviosas aves de rapiña. Y es Falcó quien las descubre; yo andaba mojando un fartón en la espesa y fría horchata cuando le oí decir, casi gritando: ‘¡Lerín, Lerín, mira eso, deben de ser los cernícalos!’. Y lo eran.

Comimos en la calle, en el pequeño restaurante de la esquina, en una mesita pegada a la puerta de entrada y que permitía disponer de una completa visión del campanario y de un generoso pedazo del cielo circundante. Parecía que solo había una pareja nidificante de cernícalos, veíamos un solo ejemplar entrar y salir de un mechinal y, alguna vez, a la pareja, realizar junta cortos vuelos. Empecé a dudar de si la identificación era correcta; los cernícalos primilla eran gregarios y que sólo hubiera una pareja daba que pensar si no se trataría de cernícalo vulgar (Falco tinnunculus), que no criaba en grupo y que resultaba indistinguible de su congénere a esta distancia y sin el auxilio de prismáticos. Así estábamos, cuando se aproximó un hombrecillo poco lustroso, sin mirarnos a la cara, extremadamente tímido, susurrando que no había podido evitar oír nuestros comentarios y que él, como canónigo de esta iglesia, conocía muchas cosas de la misma y en particular del campanario, ¡y del aire que lo rodeaba!

El señor canónigo, Vicente Salas Ventura, se sentó con nosotros para tomarse un café y, también, un par de copitas de anís La Castellana. Él quería contar algo que consideraba en extremo importante, pero no era hombre de grandes velocidades, por lo que fue en el momento en que José Luis miró el reloj y me indicó que debíamos ir ya hacia la Universidad cuando el canónigo dio un brinco, un minúsculo brinco, y nos preguntó si volveríamos luego, o mañana. Intrigados le preguntamos si es que quería mostrarnos algo, y dijo que bueno, que le gustaría contarnos algo de carácter muy científico, que seguro nos iba a interesar. Quedamos para cenar (él no cenaba nunca, apuntó, pero se acercaría a tomar un café), y nos despedimos.

A las diez estábamos cenando. Se apuntaron Begoña Pozo y Carmen Monteagudo, dos profesoras amigas de José Luis Falcó. Y a eso de las once el canónigo Ventura salió del interior del restaurante donde, escondido, debió de esperar a que la cena terminara y, tembloroso, quizá por la apabullante presencia física de las dos señoras, se sentó previas presentaciones. Ventura emitía en estos casos unos sonidos, que podrían transcribirse como ‘glut glut’, al tiempo que se pasaba las manos por la cara en un movimiento que recordaba el del limpiaparabrisas de un coche moderno. Pero empezó a hablar y, aunque no cesó en las emisiones sonoras y en el movimiento de las manos, fue desgranando con precisión un hecho que, según aseguró, nunca había narrado. Era este:

‘Existe un punto, en el éter, situado a siete metros en sentido Norte de la veleta del campanario, que no ha sido alterado. Ese punto es, en realidad, una esfera, de veinte centímetros de radio, compuesta por aire luminoso, ya que los cuerpos emplumados e impuros de las aves voladoras y la sarna de los murciélagos nunca lo han hollado. De noche es posible ver resplandecer la esfera, suspendida en la nada.’

Respiró hondo. Emitió una poderosa serie de alaridos ‘glut glut’ (y quizá ‘truc truc’). Se removió en la silla de plástico. Y se entristeció de golpe, al tiempo que sentenciaba: ‘las luminarias, los focos, las farolas, impiden distinguir tan sutil destello’. Begoña Pozo, mujer aguerrida, propuso cortar la luz, fundir los plomos, apedrear las lámparas. Carmen Monteagudo, más prudente, dijo conocer a un empleado de la compañía eléctrica, y se ofreció para sobornarlo o seducirlo. El apagón, por una u otra vía, se programó para el viernes. Pero yo ya estaba de regreso. No me atreví a llamarles. Ni ellos tampoco.

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Publicado en GRANTA en español, nueva época, nº 9, 2018

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21 de noviembre de 2024
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Riadas y barrancadas

 

El any de les barrancades / me s’emportà la barraca; / no plores més Maravilla, / que amb quatre palos n’hi ha una altra. No hay mejor resumen del carácter valenciano frente a las adversidades que esta cancioncilla popular de Albal que recuperó en su día el grupo Alimara. Fíjese el lector en el uso del término “barrancada”. Aquí no hay río ni riuàs. Es otra la memoria sobre la que se compone la pieza folk.

El recuerdo de mi generación es el posterior a la riuà, marcada con aquellas señales que indicaban hasta donde llegó el agua en las inundaciones del Turia en octubre de 1957, sobre todo en el centro histórico y en el barrio del Carmen. Allí haría fortuna un restaurante típico de paellas bajo el nombre de La Riuà, hasta su traslado a la calle del Mar. La expresión “hasta aquí llegó la riuà” se incorporó incluso al acervo común de la gente.

Para entonces los valencianos ya habíamos contribuido con los sellos de 0,25 céntimos de peseta para ayudar a financiar las obras del Plan Sur. Solo los más viejos del lugar conocían que tres grandes prohombres valencianos perdieron sus cargos por reclamar al Estado la puesta en marcha de aquel plan. Al alcalde Tomás Trénor; al presidente del Ateneo, Joaquín Maldonado; y al director de Las Provincias, Martín Domínguez, se les obligó a dimitir. Paradojas de la política, fue el nuevo alcalde, el falangista Adolfo Rincón, quien sortearía los impedimentos del MOPU gobernado por Silva Muñoz para llegar hasta Franco y agilizar el proyecto.

Pasaron veinticinco años hasta la pantanà de Tous, en el otoño de 1982, cuando el río que los árabes bautizaron como “devastador”, el Xuqr, se desató con arrebato tras recibir el diluvio universal desde el macizo del Caroig. Hubo nuevas riadas en la cuenca del Júcar en el 83 y hasta el 87. La Generalitat Valenciana, a través de su directora de Urbanismo, Blanca Blanquer, redactaría unas Normas de Coordinación del Área Metropolitana de Valencia con múltiples mapas delimitando zonas inundables.

Los planes hidráulicos para contener riadas y barrancadas se generalizaron desde entonces. La Universidad Politécnica ha doctorado varias generaciones de los mejores ingenieros del país, expertos en hidrología; la de Valencia, a brillantes geógrafos y botánicos. Todos habían leído las crónicas del ilustrado Cavanilles de finales del siglo XVIII. Su descripción del barranco que en el llano de Quart circulaba junto a la venta del Poyo es revelador. Los planes se suceden.

En 2003 se aprueba un plan concreto frente a las inundaciones, el Patricova, que se revisa diez años después y cuya filosofía se incorpora en 2014 a la nueva ley de ordenación del Territorio, Urbanismo y Paisaje de la Comunidad Valenciana que textualmente señala: “Se ubicarán espacios libres de edificación junto al dominio público hidráulico, a lo largo de toda su extensión y en las zonas con elevada peligrosidad por inundaciones”. En 2004, la Confederación Hidrográfica del Júcar proyectaba una presa en Cheste, aguas arriba del barranco que no se llevó a cabo. La conexión del Poyo con el Plan Sur no se hizo porque atravesaba un cementerio.

Tampoco hace falta conocer estos registros históricos tan recientes. Desde el Pleistoceno que llueve de modo irregular pero intensamente en el litoral a levante de la Península Ibérica. Y ello porque el mar Mediterráneo es más cálido y salino que el océano Atlántico, un contraste que facilita los otoños borrascosos. Además, nuestra línea costera resulta ser una franja estrecha, una superficie de aluvión, separada de la meseta por montañas. Del Ebro al Segura, y más allá, a norte y sur, ese litoral es una sucesión continua de albuferas y marjales, alimentados por cuencas de ríos furiosos, barrancos, ramblas, rieras o torrentes. Los nombres de muchos hitos geográficos dan cuenta de la civilización talásica levantina.

La huerta de Valencia, todas las huertas de las planas valencianas, son fruto de los sedimentos de los impetuosos cursos de agua. De haber sido más extensas las riberas y planas de tierra, Valencia tal vez hubiera dado vida a algún tipo de imperio durante la Antigüedad como así ocurrió en el delta nilótico en Egipto o en las marismas de Mesopotamia. El primer símbolo conocido de la ciudad de Valencia es un sello con el grabado de un promontorio sobre agua: tal vez una referencia a la plaza de la Virgen y el Tosalt, donde se funda la Valentia romana entre dos brazos del río Turia.

De hecho, las riadas valencianas están más que documentadas desde la Edad Media. Son muy claras, por ejemplo, las conclusiones de los trabajos geoarqueológicos llevados a cabo por Karl Butzer, Ismael Miralles y Joan Mateu en Alzira durante 1980 y que estos días me remitía Josep Vicent Lerma. En la llanura inundable del Júcar hubo riadas constantes, pero hasta el año 1000 las lluvias eran más frecuentes, aunque de menor intensidad. Es a partir de esa época, durante el periodo de las Taifas, cuando se deforesta aguas arriba, en las cuencas vertientes, y se reducen los espacios naturales inundables ante una demografía expansiva. Entre 1300 y 1923 se registran más de 80 años con inundaciones notables: una cada 8 años. Y cada 34 años son importantes en Alzira y Carcaixent. Cada siglo una es violenta. Casi siempre en octubre y noviembre. Todo ello sin tomar en consideración anomalías climáticas que, en la actualidad, agravan la recurrencia de tales circunstancias.

Riadas y barrancadas. Volvamos al principio. Esta cultura de las inundaciones agresivas junto a los periodos de prosperidad gracias a la fertilidad de una tierra que cosecha el cuerno de la abundancia, parece haber forjado la epigenética valenciana, una idea de renacer continuo, de vivir al día, quemando cada primavera lo inservible. La cancioncilla de Albal bien lo remarca: no llores que con cuatro palos volvemos a construir la barraca. Una antropología que sirve para explicar a una sociedad agraria y laboriosa, pero que difícilmente tiene validez en la era industrial. Y que, desde luego, resulta insensata en un mundo de servicios e interconexiones especializadas como el actual.

Así como Venecia se construyó hábilmente en una laguna sobre pilotes de madera para huir de las invasiones bárbaras o, de modo más reciente, los holandeses domaron el Mar del Norte o los proyectos del New Deal norteamericano sirvieron para regular los desbordamientos del poderoso río Colorado, a los valencianos el futuro nos aboca a cohabitar con el agua desde el sentido común, la memoria y la tecnología. De la mano de fuertes inversiones y una inteligente planificación sostenible.

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19 de noviembre de 2024

Claudio Cataño es Aureliano Buendía en 'Cien años de soledad' (Netflix, 2024)

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Cien años de soledad, en vivo y a todo color

 

He asistido en Casa de América al pase del primer capítulo de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, la serie que Netflix estrenará el 11 de diciembre de este año. No pretendo juzgar en base a una muestra el todo de este ambicioso proyecto cinematográfico −la mayor superproducción que se ha filmado nunca en América Latina− sino hacer algunas consideraciones sobre las distancias, a veces tan insalvables, que hay entre un libro y una película.

Una vieja boutade cuenta que unas cabras comen en un baldío películas, desde luego que las cabras comen de todo, y una le pregunta a la otra: “¿qué te parece?” A lo que la interpelada contesta: “estaba mejor el libro”.  Para el espectador que ha leído el libro, siempre estará mejor el libro, y es a partir de este prejuicio que la versión en la pantalla de una obra literaria debe abrirse paso.

Y sobre todo en el caso de Cien años de soledad. Quien se sienta en la butaca puede no haber leído el libro, y, motivado, sale después a buscarlo para comparar. Pero esta es una novela que desde su publicación en 1967 fue leída con avidez y asombro por todo el mundo, porque desbordó los círculos habituales de lectores de libros literarios para pasar a las barberías, siguió siendo devorada por sucesivas generaciones de lectores cultos y profanos, en español y en todos los idiomas del mundo, y se mantiene en los programas escolares.

No hay entonces espectadores desprevenidos para este libro. Todos tienen en la cabeza sus propias imágenes de los personajes, y de la secuencia de la acción y de sus escenarios, y por tanto, cada quien ha filmado su propia película. Necesariamente habrá de comparar, de cara a la pantalla, la versión que la superproducción le ofrece, con la que tiene en su memoria.

Porque el milagro de la literatura consiste en una transferencia de imágenes, de la cabeza de quien las concibe, a quien las descifra a través de la lectura, para construir, a su vez, su propia imagen en su propia cabeza; y esa operación se hace a través del vehículo de las palabras. Nunca hay dos imágenes iguales, porque la imaginación es múltiple y nunca reclama fidelidades entre el autor y los lectores; y como tampoco hay un solo lector, habrá tantas imágenes como lectores.

Por tanto, toda obra literaria es una construcción verbal, y las imágenes en un libro están hechas a base de palabras. Y Cien años de soledad, más allá del membrete de realismo mágico, es una de las más espléndidas construcciones verbales de nuestro idioma.

El cine es, en cambio, una construcción hecha en base a imágenes, y la narración que corresponde a las imágenes nunca podrá ser sustituida por las palabras, digamos la voz de un narrador en off, porque esta clase de auxilio viene a ser una especie de rescate de las imágenes, cuando no funcionan. Otra cosa son los diálogos, que cuando en un libro son decisivos por eficaces, pasan íntegros al guion.

Pero aquí hay otra dificultad que Cien años de soledad presenta al guionista: en el libro no hay diálogos. Cuando un personaje habla lo hace con una frase muy rotunda, terminante, y entonces los diálogos hay que inventarlos, lo cual viene a ser un desafío mayúsculo: ponerse a la par del autor.

En una escena del primer capítulo que vimos, la voz en off nos está contando que en los años de fundación de Macondo “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”, mientras un niño desnudo, José Arcadio Buendía, recibe unas frutas de una vecina para que los lleve a Ursula Iguarán, su madre. Sabemos que son corozos por una mención de la vecina, o de la madre; pero es el momento en que las cosas no tenían nombre, con lo que se impone aquí es el silencio. La palabra la tiene la imagen, si aún no hay palabras.

Por el diálogo que siguió a la proyección nos enteramos de que la voz en off que narra es la de Aureliano Babilonia, el último de los Buendía; pero son las palabras de García Márquez, una interposición textual de la novela que fuerza a las imágenes a convertirse en una ilustración de la narración; dificultad agregada, porque la voz literal del autor se vuelve un pie de amigo que no deja a las imágenes hablar por sí solas.

El primero en desconfiar de que sus novelas pudieran ser eficaces en el cine fue el propio García Márquez, que vio como no cuajaban los buenos intentos con las versiones filmadas de otros libros suyos, y temía que la tentativa con Cien años de soledad no curara su escepticismo.

Es muy temprano saberlo con esta serie antes de terminar de ver los 16 capítulos de que consta, y ojalá, como se nos anunció al final del pase, cada uno de ellos sea mejor que el otro.

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18 de noviembre de 2024

'Sin relato' de Lola López Mondéjar (Anagrama, 2024)

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Síndrome del pensamiento cero

 

¿Cuántos adolescentes sufren un malestar sin nombre? Una especie de vaciado que estimula la sensación de acercarse a la nada. Una mezcla de abatimiento, tristeza y desmotivación que apenas logran explicar, pues no han desarrollado la capacidad para enhebrar una historia y se limitan a recoger un puñado de anécdotas, la mayoría sacadas del móvil. Huérfanos de los grandes relatos que antaño explicaban la existencia, así como de aquellos modelos que nos ayudaron a proyectar nuestra propia identidad, apenas logran refle­xionar sobre sí mismos, inca­pa­ces ­­de descifrar el vapor de su intimidad.

Acumulamos hoy infinidad de textos e imágenes y nos infoxicamos con opiniones contundentes que a menudo se desvanecen al instante. En cambio, se elimina la filosofía, llave para abrir todo conocimiento, de los programas académicos. Los tutoriales y la autoayuda han sustituido a las enseñanzas de Marco Aurelio, Montaigne o Kant al tiempo que los porqués de la existencia se adormecen con vanas gratificaciones instantáneas. Pasatiempos insulsos que dejan una sensación de existencia desnutrida, pero enganchan.

Escribo estas líneas sumergida en la fascinante lectura de Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, de Lola López Mondéjar, el último premio Anagrama de ensayo. En sus páginas hallo claves precisas que explican ese malestar contemporáneo que va asociado a la renuncia al saber. La autora afirma que uno de los modelos actuales, mal que nos pese, es la ignorancia. “Donald Trump –afirma– sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia”. López Mondéjar ahonda en la negación de atreverse a pensar y sostiene que no es propiamente la cultura digital la que impide a los jóvenes conectar con su yo, sino la superficialidad de lo virtual.

Y es que, a pesar de la actual sobredosis de autoficción, hemos entregado las claves de nuestro relato al big data, como si no fuéramos ya más que algoritmos en lugar de los restos de ¿la última civilización humana?­

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15 de noviembre de 2024
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