Francisco Ferrer Lerín
Soy un tipo sobrevenido, quiero decir que mis actos suceden de forma no dispuesta, que no programo, que soy casual. Mi amigo, el profesor de la Universidad de Valencia José Luis Falcó Gens, me invita a dar una conferencia en la Facultad de Filología, acepto a la primera, y me embarco en un viaje que sé tumultuoso y largo, pero que afronto con la alegría de la novedad y del azaroso riesgo. En el tren, llegando a la estación de Teruel, oigo hablar a dos mujeres estentóreas que ensalzan las virtudes de determinados productos de determinado supermercado; destacan una leche desnatada llamada “Cabra voladora”; un nombre que me impresiona vivamente hasta el punto que constituirá el sujeto de mi relato “Marcas y éxitos”, aún de condición inédita.
Ya en Valencia, el taxista que me traslada de la estación de Renfe al Colegio Mayor Rector Peset inicia una rápida e incisiva conversación preguntando si soy docente y cuál es mi especialidad; interrogatorio que zanjo eligiendo, entre mis muchos empleos, el de menor compromiso político, empleo, que resulta, en la mayoría de los casos, el más atractivo a mis interlocutores: soy ornitólogo de campo, oteo el horizonte, descubro aves, y las observo. El taxista se lanza entonces a enumerar sus experiencias pajariles, enumeración que por suerte termina al llegar al destino; de lo contrario, estas narraciones siempre acaban alejándose de la ornitología de campo para aproximarse a la ornitología de laboratorio, o lo que es lo mismo, a la taxidermia. Sin embargo, en este caso, obtengo un dato valioso, el taxista me habla de unos pájaros no muy pequeños, que se ven con el buen tiempo, que vuelan muy rápido, que gritan girando en torno al campanario de una iglesia próxima. Tomo nota; podría tratarse, si es que no son vencejos, de los hoy muy raros y amenazados cernícalos primilla (Falco naumanni).
A la mañana siguiente me recoge José Luis Falcó (su apellido es un obvio anticipo de los gozosos acontecimientos que sucederán ese día) y le propongo dar una vuelta por el barrio, ir caminando hasta la iglesia de la que me habló el taxista parlanchín. Está muy cerca. Nos sentamos en la terraza de una cafetería que queda frente a la iglesia, frente a su campanario. La iglesia es la de San Nicolás de Bari, conocida como la Capilla Sixtina valenciana por las espectaculares pinturas barrocas de su presbiterio, pero yo no estoy aquí para contemplar el interior de la nave sino para contemplar el exterior del campanario, para atisbar cualquier movimiento alado que delate la presencia de las nerviosas aves de rapiña. Y es Falcó quien las descubre; yo andaba mojando un fartón en la espesa y fría horchata cuando le oí decir, casi gritando: ‘¡Lerín, Lerín, mira eso, deben de ser los cernícalos!’. Y lo eran.
Comimos en la calle, en el pequeño restaurante de la esquina, en una mesita pegada a la puerta de entrada y que permitía disponer de una completa visión del campanario y de un generoso pedazo del cielo circundante. Parecía que solo había una pareja nidificante de cernícalos, veíamos un solo ejemplar entrar y salir de un mechinal y, alguna vez, a la pareja, realizar junta cortos vuelos. Empecé a dudar de si la identificación era correcta; los cernícalos primilla eran gregarios y que sólo hubiera una pareja daba que pensar si no se trataría de cernícalo vulgar (Falco tinnunculus), que no criaba en grupo y que resultaba indistinguible de su congénere a esta distancia y sin el auxilio de prismáticos. Así estábamos, cuando se aproximó un hombrecillo poco lustroso, sin mirarnos a la cara, extremadamente tímido, susurrando que no había podido evitar oír nuestros comentarios y que él, como canónigo de esta iglesia, conocía muchas cosas de la misma y en particular del campanario, ¡y del aire que lo rodeaba!
El señor canónigo, Vicente Salas Ventura, se sentó con nosotros para tomarse un café y, también, un par de copitas de anís La Castellana. Él quería contar algo que consideraba en extremo importante, pero no era hombre de grandes velocidades, por lo que fue en el momento en que José Luis miró el reloj y me indicó que debíamos ir ya hacia la Universidad cuando el canónigo dio un brinco, un minúsculo brinco, y nos preguntó si volveríamos luego, o mañana. Intrigados le preguntamos si es que quería mostrarnos algo, y dijo que bueno, que le gustaría contarnos algo de carácter muy científico, que seguro nos iba a interesar. Quedamos para cenar (él no cenaba nunca, apuntó, pero se acercaría a tomar un café), y nos despedimos.
A las diez estábamos cenando. Se apuntaron Begoña Pozo y Carmen Monteagudo, dos profesoras amigas de José Luis Falcó. Y a eso de las once el canónigo Ventura salió del interior del restaurante donde, escondido, debió de esperar a que la cena terminara y, tembloroso, quizá por la apabullante presencia física de las dos señoras, se sentó previas presentaciones. Ventura emitía en estos casos unos sonidos, que podrían transcribirse como ‘glut glut’, al tiempo que se pasaba las manos por la cara en un movimiento que recordaba el del limpiaparabrisas de un coche moderno. Pero empezó a hablar y, aunque no cesó en las emisiones sonoras y en el movimiento de las manos, fue desgranando con precisión un hecho que, según aseguró, nunca había narrado. Era este:
‘Existe un punto, en el éter, situado a siete metros en sentido Norte de la veleta del campanario, que no ha sido alterado. Ese punto es, en realidad, una esfera, de veinte centímetros de radio, compuesta por aire luminoso, ya que los cuerpos emplumados e impuros de las aves voladoras y la sarna de los murciélagos nunca lo han hollado. De noche es posible ver resplandecer la esfera, suspendida en la nada.’
Respiró hondo. Emitió una poderosa serie de alaridos ‘glut glut’ (y quizá ‘truc truc’). Se removió en la silla de plástico. Y se entristeció de golpe, al tiempo que sentenciaba: ‘las luminarias, los focos, las farolas, impiden distinguir tan sutil destello’. Begoña Pozo, mujer aguerrida, propuso cortar la luz, fundir los plomos, apedrear las lámparas. Carmen Monteagudo, más prudente, dijo conocer a un empleado de la compañía eléctrica, y se ofreció para sobornarlo o seducirlo. El apagón, por una u otra vía, se programó para el viernes. Pero yo ya estaba de regreso. No me atreví a llamarles. Ni ellos tampoco.
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Publicado en GRANTA en español, nueva época, nº 9, 2018