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Chinguiz Aitmátov: ecos del pasado llegados desde las estepas

Por 22 de noviembre de 2024 Sin comentarios

'Más de un siglo se alarga el día' de Chinguiz Aitmátov (Automática, 2024)

Marta Rebón

 

En las vastas extensiones desérticas de Sary-Ozeki, conocidas como «las tierras medias de las estepas amarillas», conviven camellos, ferrocarriles y naves espaciales. Chinguiz Aitmátov (Sheker, Kirguistán, 1928-Núremberg, 2008) fusionó tradición y progreso en su primera novela, ambientada en Kazajistán. La obra, que cae en algunos excesos típicos de un debut, no peca de falta de audacia: varias líneas argumentales exploran las contradicciones y malestares de finales de los años 70 en la periferia de la Unión Soviética, en las que se entrelazan leyendas y mitos de Asia Central. No es de extrañar, pues, que Aitmátov haya sido comparado con los autores del realismo mágico latinoamericano.

En el día al que se alude en el título (Más de un siglo se alarga el día, un verso tomado de Borís Pasternak) se relatan los esfuerzos de un ferroviario, Ediguéi Buranny, por cumplir el último deseo de su amigo del alma, Qazanghap, de recibir sepultura en el cementerio de Ana-Beit. Esto servirá de pretexto para echar cuentas del pasado y sus consecuencias: el trauma de la colectivización, el nacionalismo estalinista, la amarga repatriación de los prisioneros de guerra soviéticos y la carrera armamentística.

Sin embargo, no podrá satisfacer las últimas voluntades de su amigo, ya que el cementerio ha quedado dentro del perímetro de un cosmódromo. En paralelo, la novela incluye las aventuras espaciales de unos cosmonautas que descubren una civilización que parece haber alcanzado la utopía que se prometió en la Tierra. En 1990, sin la censura soviética, se pudo recuperar una larga sección de la obra, «La nube blanca de Gengis Kan», una parábola que proyecta los horrores del imperio mongol sobre el soviético. Seis años después, añadió todavía un capítulo final de corte filosófico. A través de sus tres partes, el lector construye complejos vínculos asociativos.

La barbarie soviética
La potente imaginería y el lenguaje alegórico de Aitmátov, que como hijo de un «enemigo del pueblo» no pudo estudiar literatura en Moscú hasta la muerte de Stalin, se ejemplifican en una leyenda de su autoría, la de la historia detrás de las tierras donde se ubica el cementerio Ana-Beit, muy conocida y usada como metáfora sociológica en el mundo de habla rusa.

Aitmátov, consciente de que el proyecto soviético estaba condenado al fracaso por su incapacidad para enfrentar sus peores crímenes -una actitud que persiste en la Rusia del siglo XXI-, describe la tortura infligida por una tribu nómada («la especie más cruel de barbarie») a los guerreros capturados. Los mankurt (así se llaman), convertidos en esclavos sin voluntad ni memoria después de que los tengan por días expuestos al sol, con la cabeza constreñida en piel de camello que, al secarse, les estrechaba el cráneo («como una nuez con tenazas»), son peleles amnésicos a los que se denigraba con las peores labores y condiciones de vida.

Profeta a su pesar
La piel se ceñía con un aro («obruch» en ruso, primer título barajado para la obra, que luego se cambió por el verso de Pasternak para su publicación en revista y, más tarde, por presión de la censura, a «El apeadero Buranny» para el formato libro) que deviene un símbolo que reaparece metafóricamente en otros pasajes: el alambre de espino que rodea el cosmódromo, el muro que divide las superpotencias en la Guerra Fría y la barrera que impide el contacto con la vida extraterrestre.

La figura del mankurt se lee como una advertencia a las etnias no rusas de no perder sus raíces y su cultura, y a la sociedad en general de priorizar los derechos humanos sobre la obsoleta «lucha de clases» del partido único, que se cobró tantas vidas. También es una denuncia de la destrucción de la naturaleza.

El poema de Pasternak, «Días únicos» (1950), del cual Aitmátov tomó el título, continúa con el verso: «y no se acaba el abrazo», un abrazo opresivo que aún hoy atenaza a una sociedad sumisa, incapaz de asumir su responsabilidad individual, como el personaje Zholaman, que escucha la verdad «como el chirrido de los saltamontes en la hierba». Por esta razón, el escritor y crítico Dmitri Bíkov, declarado «agente extranjero» en 2022, afirmó que Aitmátov se reveló con esta obra, sin pretenderlo, en profeta malgré lui.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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