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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El blog de Mariano José de Larra, y 7

 Los medios del siglo XXI ¿Cómo serán pues los medios de comunicación del siglo XXI? En primer lugar, partiendo de los conceptos más generales, hay que decir que ya no serán medios de comunicación de masas, tal como los había caracterizado la sociología en el siglo xx, sino de nichos, grupales o de comunidades. Tampoco se adaptan exactamente al concepto de comunicación social, más europeo e incluso católico, puesto que el individuo tiene un papel central en una nueva estructura donde no se distingue lo público de lo privado, e incluso lo íntimo de lo grupal. Son medios sociales y a la vez individuales. La transición de los viejos medios a los nuevos no puede reducirse a un cambio generacional, ni a la aparición de nuevas tecnologías, ni siquiera a una crisis devastadora que actúa como selector darwinista y elimina a los más débiles. El cambio que se está produciendo afecta a la esencia misma de lo que han sido los medios de comunicación hasta ahora, que se definían por su capacidad de abarcar a un público masivo con productos estandarizados según los patrones del capitalismo industrial tradicional; mientras que las nuevas tendencias en el consumo y ya en la producción nos indican que los medios deben adaptarse a nichos concretos y acumular las grandes cifras con las que se construyen los negocios en la agregación de productos y de marcas que satisfagan a una enorme sumas de pequeños públicos todos ellos distintos. El interés general, a cuyo servicio se hallaban los medios de comunicación clásicos, ha quedado disuelto en una suma de intereses cada vez más particulares, hasta el punto de llegar a identificarse con el individuo. No será posible ofrecer productos homogéneos y cerrados, pensados para agradar y satisfacer a una gran masa lo más amplia posible, sino extensos abanicos de temas y contenidos abiertos al público, que será el que decidirá la selección y la jerarquización y los adaptará a su gusto individual. Venimos de un mercado conducido hasta ahora por la oferta pero vamos directamente a otro radicalmente distinto, conducido por la demanda. El gusto y la elección de los consumidores, clasificable en forma de identidades de grupos y redes sociales, será el elemento determinante del contenido y de la organización de los medios. Los viejos periódicos ya habían actuado como identificadores que nos acompañaban en nuestras vidas, resultado en muchas ocasiones incluso de una cultura local, regional o incluso familiar. Las nuevas marcas de los nichos comunicativos corresponden a nuevas identidades plurales, mestizas, migrantes y cambiantes, sometidas a las reglas del mercado y del debate y la exposición al público, pero no como lo hacían las viejas identidades, en forma de destino, fatalidad o herencia que no se puede rechazar; sino como opción libre y abierta. No tendremos periódicos, al ritmo temporal marcado por la jornada diaria, sino continuos: los nombres que los han caracterizado, diario, periódico, semanario, mensual, dejarán de tener sentido para las nuevas marcas, totalmente desvinculadas de un ritmo temporal. Sus contenidos tampoco estarán determinados por el plazo de entrega, los cierres. Y ni siquiera la verificación resistirá la presión del público para conocer los datos disponibles en sus versiones más elementales, a veces en el nivel de los simples rumores. No habrá, pues, una versión de los hechos, sino sucesivas versiones perfectibles de los hechos, y una mayor necesidad de orientación, análisis, contextualización y explicación derivada de la mayor precariedad de la información. Habrá que regresar a las ideas básicas de este oficio. Sabiendo, además, que ya no es exclusivo de quienes hacen gala exclusiva de su profesionalidad, abierta ahora a todos los ciudadanos. Como habrá que regresar a las ideas básicas de la democracia y del Estado de derecho para responder a los retos de la nueva sociedad. Hay que tener en cuenta que la dimensión política, en su acepción más clásica, de la polis se ha esfumado de las cabezas de quienes han estado diseñando los nuevos usos comunicativos de estas tecnologías emergentes. Su cultura creativa es fundamentalmente empresarial, fuertemente amoldada por la cultura y las teorías meramente pragmáticas e instrumentales sobre la producción, gestión y marketing, en las que se concibe la sociedad como un mercado, al productor de medios como un fabricante y vendedor y a los ciudadanos como clientes. Todo este universo está muy lejos de los conceptos que generaron la ?esfera pública democrática? propia de nuestras democracias. Hay un choque de instancias y de conceptos. Los medios clásicos atienden a una función pública de servicio al interés general en la democracia y se someten a las reglas de juego adoptadas democráticamente por la mayoría. Forman parte del sistema de 'checks and balances', los controles y equilibrios de poderes, tienen una responsabilidad social y su función se entiende como un servicio público. Los nuevos medios se conciben como formas de comunicación privada capaces de generar negocios, sin que deban responder a ninguna otra de regla de juego más que la que improvisan sus usuarios al albur de sus gustos e intereses. Como en la época en que una tiranía impedía la publicación de opiniones libres, ahora hay que abrirse paso de nuevo pero ante una nueva tiranía, la de la confusión y la demagogia. No deberíamos hacerlo en ningún caso con prohibiciones y cortapisas, al contrario. Con la máxima libertad y con la máxima profesionalidad. Difundiendo y defendiendo los principios que han hecho grande este oficio. Prestigiándolos en vez de declararlos muertos y a punto de entierro. Utilizando todos los medios extraordinarios que tenemos en las manos para informar y opinar, para seleccionar y analizar. Para el periodista tradicional que se adentra en el mundo de los comentarios abiertos de los foros y blogs en Internet es toda una novedad esta libertad absoluta que permite a cualquier lector anónimo llegar al insulto y a la degradación más intolerable respecto a opiniones respetabilísimas. Se entiende que muchos quieran limitar esta libertad; pero no llevan razón y hay que argumentar en sentido contrario, a favor de la expresión sin otro límite que el de la incitación a la violencia. Esta libertad que reivindico frente a la censura vaticana, la codificación europea, las leyes antilibelo británicas y a los despotismos de todo pelaje rusos y asiáticos es la libertad americana, la que consagra la Primera Enmienda y sobre todo la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos y que se podría sintetizar en la idea de que ni los gobiernos ni los parlamentos deben interferir en la libre expresión de las ideas de los ciudadanos. No se trata de defender la libertad absoluta. No existe, ni puede existir; e incluso intentar obtenerla puede derivar en una idea nefasta que termine ahogando la libertad misma. No hay valores absolutos. De lo que se trata respecto a la expresión de las ideas es de jugar en el campo de la libertad, no en el de las restricciones. De oponerse por método a la idea de que una restricción pueda ser benéfica. De partir de la idea contraria, de que será la libre confrontación la que producirá mayores bienes para todos, los individuos y la sociedad. Los periodistas no podemos jugar en ningún otro campo. En algunos momentos y en algunas latitudes ha habido periodistas que han jugado a favor de la restricción. Son episodios y personajes que no han hecho honor a su oficio. En el mundo de mayor libertad y mayor acceso a la información que se está abriendo constantemente ante nuestros ojos esta moral de la libertad hay que trasladarla a los nuevos periodistas, que son tendencialmente todos los ciudadanos. Nada se adapta mejor a la cultura americana de la libertad de expresión que las nuevas tecnologías que tanta preocupación producen en Europa y en China, por razones legítimas vinculadas a los derechos de autor en el primer caso y perfectamente ilegítimas de control político e ideológico en el segundo. Los nuevos medios son auténticos abrelatas para el acceso a numerosa documentación que se ha mantenido reservada, apartada o secreta. Cuando la prensa tradicional no ha ganado la batalla del acceso a la información pública en gran número de países, España incluido, ¿cómo vamos a denigrar la aportación y la acumulación de esfuerzos desde el nuevo periodismo digital para aumentar la transparencia de nuestras sociedades? Lo que hemos vivido era muy bueno, pero lo que ahora está llegando deberá serlo más. La prensa escrita se halla en un cuello de botella, que afecta fundamentalmente al futuro de las empresas editoras. El periodismo, el oficio de periodista, va a sufrir mucho en este envite, pero debemos mirar el futuro con esperanza y resolución. ¿Sin prensa es posible la democracia? Puede convertirse en una pregunta insidiosa: sin periodismo seguro que no es posible. Ciertamente, no se puede concebir la existencia de sociedad digna de este nombre sin informaciones fiables, debidamente comprobadas; como no se pueden concebir sociedades democráticas sin un importante grado de transparencia y de libertad de acceso a las informaciones de interés público por parte de los ciudadanos. La diferencia es que no sabemos cómo se producirán estos procesos después de esta crisis y tampoco sabemos cómo serán y se financiarán las organizaciones y los profesionales dedicados a realizar esta labor. Vivirá el periodismo y vivirán los periodistas. Quizás serán menos que ahora, momentáneamente, pero volverán a ser muchos más en el futuro, hasta alcanzar potencialmente a todos los ciudadanos con derechos activos y pasivos a gozar de la libertad de expresión. No periodistas atenidos ?a sueldos y voluntades ajenas?, como decía Fígaro en su artículo ?Un periódico nuevo?, sino periodistas independientes y autosuficientes cada uno de ellos, tal como se imaginaron en los tiempos iniciales y tal como deberán ser de nuevo en su futura mutación. O tal como se veía Mariano José de Larra a sí mismo. Sólo y nada más que ?periodista por mí y ante mí?, que es la mejor definición de un bloguero. (Este texto es la séptima y última entrega que publico en el blog del artículo que aparece en el actual número de julio-agosto de la revista Claves de la Razón Práctica. Se trata de la adaptación de la conferencia pronunciada en Ávila. el 25 de mayo de 2009, dentro del ciclo ?Los medios de comunicación al servicio del siglo XXI?, con motivo de los actos del bicentenario de Mariano José de Larra).



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21 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro corazón de las tinieblas (5)

“Lo que el hombre piense sobre la guerra no importa. La guerra permanece”, dice el juez Holden en uno de esos momentos donde deja de ser cruel para mostrarse locuaz. “Sería como preguntarle al hombre qué opina de la piedra. La guerra siempre estuvo aquí. Antes de que el hombre fuese, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo esperando a su practicante supremo. Esa es la forma en que siempre fue y será”.
    A nadie le gusta admitir que la guerra es el oficio supremo, aunque la lectura de cualquier diario serio (este es un adjetivo que usaremos cada vez más, dado que decir ‘ver un noticiero’ o ‘leer un diario’ no alcanza para definir un compromiso verdadero con lo real) es más que suficiente para separar nuestros deseos y esperanzas de la infatigable industria de la violencia. Pero nadie en sus cabales objetará la definición de Holden sobre el hombre como su “practicante supremo”. Sobre la naturaleza de esta compulsión, el juez patibulario también tiene algo para decir:
    “Si Dios tuviese la intención de intervenir en la degeneración de la humanidad, ¿no lo habría hecho ya hace rato? Los lobos purgan sus propias filas, amigo. ¿Qué otra criatura podría hacerlo? ¿Y no es la raza del hombre todavía más predatoria?”
    La mención a la prescindencia de Dios no es casual. En el universo de Blood Meridian –porque uno desea con todas las fuerzas que sea un universo otro, por pretérito o por paralelo, pero nunca el nuestro-, la violencia es consecuencia del abandono de Dios y del silencio que el hombre cree haber recibido por herencia.
    Este reclamo sordo, que se traduce en los hechos como retaliación (inútil, puro sonido y furia, pero retaliación al fin), estalla en Blood Meridian cada pocas páginas. No es casual que el juez Holden haga su irrupción abortando el sermón de un reverendo a quien acusa de impostor: lo expone con deliberación a la turba, que pasa del gesto pío a la intención linchadora sin escalas, a pesar de que nunca lo ha visto ni oído de él en su vida –por puro esprit de joie.  
    Del cielo llegan las flechas de los indígenas, masacrando a la gente que ha buscado cobijo en la iglesia devenida prisión. Un ermitaño le dice a ‘el muchacho’: “Cuando Dios hizo al hombre el diablo estaba junto a su codo”. Otro comenta al pasar: “El infierno todavía no se llenó ni siquiera a medias”. Y la imagen crística más clara y patente de la novela está encarnada no en un hombre, sino en un caballo que ha sido víctima –como la especie toda, acorde a la leyenda- de una serpiente que lo ha mordido en la nariz. “…y esta cosa estaba parada ahora en el recinto con su cabeza enormemente hinchada y grotesca como un equino fabuloso concebido para una tragedia ateniense”. Ya se trate del panteón griego o del Dios monoteísta, esta sensación de estar formando parte involuntaria de una tragedia montada por otro se repite de tanto en tanto entre los personajes. La banda de Holden cabalga “como hombres investidos por un objetivo cuyos orígenes los antecedían, como herederos sanguíneos de una orden al mismo tiempo imperativa y remota”.
    En un alto Holden se pone a contar una historia, que habla de un joven viajero y del hombre que primero lo invita a su casa y después lo mata por pura envidia. La anécdota parece haber llegado a su fin después de ese sacrificio, una Pasión sin sentido, cuando Holden la somete a una vuelta de tuerca: lo importante, dice, es que el joven viajero esperaba un hijo que nacerá condenado de antemano, dado que toda la vida “tendrá delante suyo el ídolo de una perfección a la que jamás podrá acceder. El padre muerto ha despojado al hijo de su patrimonio. Porque el hijo tiene derecho a la muerte del padre de la que es heredero, tanto más que de sus bienes”. Esa es la visión que Holden tiene de nuestra especie, que se supone hija de un padre que encarna todas las gracias y al que jamás ha podido conocer. “Está roto en presencia de un dios congelado –concluye Holden- y nunca encontrará su camino”.

(Continuará.)



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21 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La familia canibal

Si no han visto esa película basada en Los hombres que no amaban a las mujeres, de la serie Milenium del famoso Larson, no la miren tan sólo como una novela -un guión- que no puede dejarse desde el principio al final. Fíjense también en la cinta como en un producto sueco relacionado con asuntos familiares por los cuatro costados y que repite (actualizándolos) aquellos planteamientos inhumanos que en sus días nos servía Igmar Bergman. No se trata aquí ya de suicidios, rencores secretos entre padres e hijos, ni de inocentes separaciones matrimoniales que nos helaban el corazón. En Milenium las cosas han evolucionado y la familia se devora a sí misma a través de toda clase de procedimientos naturales o bestiales, criminales o caníbales.

La familia sueca de Milenium anuncia acaso cómo será la familia del Milenium vigente si quienes la forman se  empeñan en mantener los vínculos de la otra era. Esos vínculos se revolverán como fieras  y destrozaran, literalmente, la ya caduca concepción del padre, la madre, el hijo, la hija, la sangre, la carne y cualquier otra trasnochada (y ahora perversa) devoción en la que se afianzaba la convivencia.



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21 de julio de 2009
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Una cruz en Duchov (primera entrega)

Nota:

En octubre del presente año la editorial Atalanta publicará, por primera vez en España, una edición completa y rigurosa de las Memorias de Casanova. La traducción de Mauro Armiño es excelente y se acompaña con un extenso aparato de notas. He escrito el prólogo de este libro y lo reproduzco aquí por entregas con el permiso del editor.

 

Una cruz en Duchov (primera entrega)

La más antigua metáfora que conocemos es aquella que nos estimula a ver en todas las criaturas y fenómenos un reflejo nuestro, como si el mundo fuera un espejo y toda la creación se hubiera hecho a semejanza nuestra. Los técnicos la llaman "metáfora antropológica" y consiste en creer que todo nace, crece, se reproduce y muere, como solemos hacer los humanos. No sólo plantas y árboles, mamíferos e invertebrados, sino también las cordilleras, los volcanes, los mares y los hielos, el cosmos entero, nacerían, crecerían y acabarían muriendo como un humano cualquiera.

    La fuerza inmensa de esta metáfora influye incluso en nuestro modo de entender la historia, con imperios o naciones que pasan de un momento primitivo a la plena madurez y luego a una decadencia anunciadora de la muerte. Sin embargo todos sabemos que es tan sólo una ficción poética. Ni los imperios, ni los árboles, ni las cordilleras nacen, crecen y mueren, entre otras consideraciones porque no hay nada en el mundo natural que tenga alma, sea de árbol, de elefante o de territorio. Sólo las almas nacen y mueren; sólo los humanos tenemos alma, es decir, conciencia. Esa conciencia es propiamente conciencia de la muerte y no atormenta sino a los efímeros mortales. No hay que engañarse, lo único que muere en el cosmos son las almas.

    Bien pudiera ser que la tremenda potencia del libro que el lector tiene en sus manos obedezca a que es una de las más perfectas formas que se le ha dado a la metáfora antropológica, el nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte de un hermoso animal contada por él mismo. Casanova expone su vida como una brillante floración en uno de los más hermosos jardines del siglo XVIII, la República de Venecia; le sigue un crecimiento deslumbrante en las cortes más poderosas de Europa; viene luego una madurez robusta, aunque algo pálida, durante la cual esa viva lumbre se va achicando poco a poco; y por fin una decadencia insoportable a la que sólo la muerte puede aliviar. Muchas, innumerables han sido las vidas que se han contado según esta metáfora que solemos llamar "biográfica", es decir, que dibuja una vida biológica de nacimiento a muerte, pero posiblemente la de Casanova sea la más perfecta desde el punto de vista artístico, la de mayor riqueza constructiva y reflexiva.

    Siendo una metáfora, la incógnita primera es la de su veracidad. ¿Es cierto todo lo que Casanova cuenta en su pretendida autobiografía? La pregunta es estéril. Si sólo hubiera narrado "la verdad", el libro conocido como "Histoire de ma vie" creo que carecería de interés literario, aunque bien podría haber sido un gran documento para historiadores y sociólogos. Lo asombroso es que en su estado real, "Histoire de ma vie" es, además de un documento de singular importancia sobre la vida europea en el siglo XVIII, también una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza, y excita tanto la lujuria como el raciocinio (Nota 1).

    Al arte de Casanova se lo debemos, y ese arte consiste propiamente en haber construido un personaje indudablemente amable, simpático, inteligente, vigoroso, sagaz, curioso por la ciencia de su tiempo, de ideas perfectamente modernas, con una energía sobrehumana para resolver problemas prácticos, en fin, un galán absoluto. Aunque también un sinvergüenza, un estafador, un timador, un mentiroso, un vanidoso, un aprovechado. Nada oculta Casanova, o bien, si se prefiere, lo que oculta salta a la vista del lector perspicaz. Como en toda obra de arte moderna, son las sombras lo que construyen la parte luminosa del héroe.

    Para conseguir semejante tour de force es preciso advertir sobre una peculiaridad casi detectivesca del manuscrito, cuya enrevesada historia dejamos para un apéndice técnico. Está de sobras documentado que Casanova quería escribir su vida desde que nace hasta 1797, y tal es el título original. Sin embargo la historia se interrumpe con chocante brusquedad en 1774. Ello es debido a que el final de Casanova, los terribles años de su vejez (y no son pocos), habrían precisado otra narración distinta y aún opuesta. Una cosa es exponer sin pudor la decadencia de la edad, cuando Casanova es expulsado de todas las cortes europeas y no tiene dónde caerse muerto, pero aún está entero. Y otra cosa es contar cómo cayó muerto, en efecto, durante veintitrés espantosos años en un infierno apartado del mundo, consumido a fuego lento, muerto en vida. Ese final no es galante, no es dieciochesco, habría precisado el talento de un escritor moderno, un Dostoievsky, por ejemplo, ebrio de metafísica, o un Thomas Bernhard ebrio de resentimiento, para ser narrado. Casanova, sin embargo, no es un moderno sino un clásico, y carece de órgano para la desolación, el resentimiento, la melancolía o la metafísica romántica. Su muerte, según le dicta su conciencia, no le importa a nadie, o a nadie debería importar. Por lo tanto, queda fuera de l'histoire de ma vie.

    La interrupción del relato en 1774 elimina oportunamente la parte insoportable de la metáfora, el borde abismal de la vida: su insignificancia, el enigma de nuestra mortalidad. Nosotros, lectores modernos, estamos obligados a preguntarnos: ¿De qué le habrán servido esos magníficos años juveniles, cuando Casanova saltaba de cama en cama, de corte en corte, se paseaba cubierto de diamantes y se permitía recibir cumplidos de Federico de Prusia y de Catalina de Rusia, si al cabo hubo de soportar más de veinte años en  estado de piltrafa humana? Por fortuna, Casanova no era un escritor moderno y ni se le ocurrió que ese pudiera ser asunto para dar a leer al público educado, de manera que su historia es una exaltación de la potencia biológica en estado puro y tan sólo una insinuación de que ese poder es transitorio. Como inspirado por Nietzsche, el veneciano bailó una última furlana sobre su propia tumba, mientras admiraba los brillos y resplandores del tiempo pasado.

    El gran héroe atemporal, Aquiles, moría joven por la envidia de los dioses. Casanova, que ya no podía creer en ninguna divinidad, sustituye la mano de los dioses por su propia pluma y decapita al ser que ha creado cuando todavía sus brillos no se han apagado por completo. De ese modo consigue algo que Proust replantearía de un modo radical (y moderno) un siglo más tarde: que el esplendor sólo permanece vivo en el arte literario y que hay que escribir contra el presente, contra el fracaso del instante, en busca de un tiempo irremisiblemente perdido, si uno quiere mantener en este mundo el precioso tiempo pasado, aquel en el que era posible decir: "Detente instante, ¡eres tan hermoso!".  No con otra intención escribe Casanova su Histoire de ma vie, para que su esplendorosa juventud no se vea vencida y humillada por la calumniosa vejez, para que la ironía filosófica no ría rencorosa desde una esquina del libro esperando su momento y afilando la guadaña.

***

 

(1)- La documentación que aporta Casanova sobre la vida europea del XVIII es gigantesca. Uno de sus últimos biógrafos (Alain Buisine) ha censado las ciudades en las que vivió el tiempo suficiente como para tener aventuras o experiencias notables: Venecia, Padua, Corfú, Constantinopla, Ancona, Roma, Nápoles, Dresde, Praga, Viena, Lyon, París, Milán, Mantua, Cesena, Bolonia, Parma, Vicenza, Ginebra, París, Dunkerke, Ámsterdam, La Haya, Munich, Colonia, Bonn, Stuttgart, Estrasburgo, Zurich, Baden, Berna, Basilea, Lausana, Aix-les-Bains, Grenoble, Aviñón, Marsella, Metz, Antibes, Génova, Livorno, Florencia, Turín, Londres, Riga, Mitau, San Petersburgo, Moscú, Berlin, Wesel, Dresde, Leipzig, Ludwigsburg, Colonia, Aix-la-Chapelle, Augsbourg, Madrid, Toledo, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Montpellier, Nimes, Aix-en-Provence, Marsella, Praga, Spa, Varsovia, Niza, Pisa, Siena, Roma, Sorrento, Trieste, Gorice, y Duchov. Esto sin contar los múltiples regresos a París, Bolonia o Venecia. Es algo inaudito en su tiempo, cuando viajar era peligroso y quebraba la salud del más brioso. Por ejemplo, Diderot murió en esas fechas como consecuencia de un viaje a Rusia. Hay que contar, además, con la magnífica capacidad de Casanova para divertirse en los más diversos ambientes, desde las cortes de los grandes monarcas a la amable atenciñon de una cocinera de posada, de modo que tenemos el retablo completo de todas las clases sociales de la Europa dieciochesca.

 

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21 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Luna

Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la Luna que fue para nosotros portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino ?A Capital?, más tarde reunidas en un libro bajo el título ?De este mundo y del otro?. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos texto y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: ?No perdamos nosotros la tierra, que todavía será la única manera de no perder la luna?. En la segunda crónica, que di en llamar ?Un salto en el tiempo?, imaginando la tierra futura como la luna es ahora, comencé escribiendo que ?Todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ficción científica técnicamente primario. Los propios movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura?. Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la tierra, no ésta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la tierra futura, una tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La tierra morirá, será lo que la luna es hoy, decía para terminar. Al menos que no sea para lo que nos quede el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, ya hoy, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena. El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.



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21 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El blog de Mariano José de Larra, 6

 La pérdida de la confianza La crisis actual es en gran parte producto de la pérdida de confianza de los ciudadanos en sus dirigentes. No únicamente sus dirigentes políticos, elegidos en las urnas, sino sobre todo e incluso principalmente sus dirigentes no electos: empresarios, líderes de opinión, ejecutivos de las empresas y, sobre todo, los periodistas, identificados cada vez más con la élite y con la clase dirigente, incapaces de resguardar su imagen y de evitar la identificación con los poderosos. Los periodistas formamos parte de la elite del poder, a diferencia de lo que sucedía hace unas décadas, cuando nuestra imagen era todo lo contrario y éramos los tábanos del poder.

Esta crisis, vista desde la prensa, se debe también a la pérdida de credibilidad, al caudal de confianza de los lectores perdido en estos últimos años sobre cuyas causas no voy a extenderme porque requeriría tanto espacio como el que ya he empleado ahora. De ahí que mi lectura profesional de este momento de tanta agitación conduzca a renovar los códigos de las mejores prácticas que se conocen en el oficio y que son los que lo han elevado a sus mejores momentos, al igual que su trasgresión y relajamiento es lo que le ha llevado, entre otras cosas, al estado actual de decaimiento y falta de orientación sobre su futuro. Pero hay a la vez una cuestión factual, más constatación que explicación: la crisis del periodismo se produce en el mismo momento en que cae su valor tanto para las empresas como para los usuarios. Estos últimos porque consideran que es una mercancía gratuita a la que todos tienen derecho y aquéllos porque su tendencia natural a la hora de enfrentarse con la crisis es disminuir la inversión en contenidos. En la etapa anterior, cuando la crisis de la prensa estaba camuflada bajo la potente actuación de los departamentos de marketing, las empresas ya habían empezado a perder su fe en el periodismo, pero todavía no se manifestaba con la actual virulencia. La pérdida de fe de las viejas empresas en los periodistas se ha renovado con las nuevas empresas tecnológicas, igualmente descreídas respecto a los periodistas y a sus dichosos contenidos. El sueño de la redacción sin periodistas se ha hecho ya realidad con los agregadores y buscadores que actúan como portales adaptados además a los gustos de cada uno de los lectores. La relación comercial y comunicativa se concibe nítida y con rentas maximizadas, sin mediaciones inútiles. Pero estos agregadores de noticias son de una calidad ínfima por el escaso nivel de comprobación de las noticias y por la ausencia de selecciones, jerarquizaciones y análisis. Esta situación favorece directamente a las nuevas empresas tecnológicas que centran su valor en la atracción del mayor número de usuarios posibles actuando como buscadores y agregadores. Y lleva al exterminio de las empresas de medios tradicionales. La iniciativa en el sector de medios no está ahora en manos de estas viejas empresas en ningún país del mundo; son, por el contrario, las empresas tecnológicas, de origen absolutamente ajeno a los medios, las que cuentan con planes que inciden en la transformación del panorama mediático. El modelo más perfecto y exitoso es Google, que se ha convertido en un monopolio tecnológico y publicitario cuyo crecimiento imparable actúa como depredador de los medios tradicionales en sus dos vertientes: les roba los contenidos y la publicidad y les obliga a someterse a su dictadura para participar en sus retornos publicitarios. Las dificultades de los medios tradicionales para rentabilizar sus contenidos en Internet parecen insalvables: todavía no se sabe cómo podría organizarse un sistema de micropagos eficaces que financie el reporterismo de calidad. La creación de fundaciones o sociedades sin ánimo de lucro para que se hagan cargo de los periódicos es una de las teorías ahora en circulación, sobre todo en Estados Unidos. Pero esta salida plantea el peligro que ofrece todo periodismo subvencionado, como sucede con la eventualidad de que se quiera salir de la crisis con ayudas públicas. Pero la alternativa es muy clara y se corresponde perfectamente a la salida de la crisis. Hay que dar valor de nuevo a los contenidos de calidad. Sin asignar un precio a los activos que definen nuestro negocio desaparece cualquier posibilidad de beneficio y de gratificación por los contenidos a sus creadores. El público debe terminar pagando por las noticias, los reportajes y los artículos originales. Tiene explicación que la gratuidad abarque la información en bruto a disposición de todos. Pero el periodismo original, los análisis, la creación periodística y literaria en su más amplia acepción, deben encontrar una forma de financiación. Y hasta que no suceda seguirá la acción devastadora de la crisis. Estamos ciertamente a un paso de un mundo sin nosotros (los periodistas). Empecemos a imaginarlo. Sin noticias ni reportajes. Todo publicidad y propaganda. Todo rumor e intoxicación. Próximo en cierta forma a lo que hemos sufrido los últimos ocho años con Bush y sus neocons, que inventaron las armas de destrucción masiva para atacar Irak, intentaron convencernos de que se puede torturar legalmente y creyeron que su imperio era tan fuerte como para inventar la realidad. Recordemos un ya famoso principio de los tiempos de su hegemonía, los años de Bush, enunciado por uno de sus consejeros, probablemente Karl Rove, y recogido por el periodista Ron Suskind en su libro 'El precio de la lealtad': ?Ahora somos un imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras vosotros estudiáis esa realidad, de forma racional, nosotros actuamos de nuevo creando otras realidades, que también podéis estudiar, y así es como son las cosas. Somos protagonistas de la historia, y vosotros, todos vosotros, os quedaréis ahí estudiando lo que nosotros hagamos?. Afortunadamente esta experiencia ha terminado, y ha terminado mal para los ?creadores de nuevas realidades?, que también hemos conocido en España. Los periodistas, a pesar de todo, nos hemos recuperado de este episodio y hemos podido salir del agujero negro neocon. Pero la experiencia debe servirnos para mantener la guardia alta ante lo que nos espera. Los nuevos medios que tenemos ya en nuestras manos tienen muchas ventajas y atractivos: permiten una mayor transparencia, se acercan a la utopía de terminar con la división del trabajo entre emisores y receptores, permiten la intervención inmediata y de urgencia, rompen la jerarquía institucional, subvierten el orden establecido; pero a la vez facilitan la manipulación demagógica, la relación directa entre un jefe y la plebe, la mezcla de géneros, no distinguen entre lo real y lo imaginado, lo veraz y lo verosímil, y son emborronadores de la verdad porque arrancan del rumor del zoco y de la calle y con mucha frecuencia no son capaces de salir de ellos. El bloguero francés Loic Le Meur tiene un lema en su blog muy claro, en la línea de twitter y facebook: los medios tradicionales mandan mensajes, los nuevos empiezan conversaciones. Si esto nos conduce a organizar un periodismo conversacional, hay que decir que se trata de un género o de una actividad todavía en mantillas, en la que está todo por hacer. La conversación democrática, basada en un uso extensivo e intensivo de las nuevas tecnologías, ha sido también una de las ideas centrales en la victoria de Obama y en su concepto de la acción política, aunque hay que notar que se trata de un concepto ambiguo, con el atractivo de la democracia participativa y deliberativa, pero que puede derivar también fácilmente hacia una falsa conversación todavía más jerárquica entre el jefe y la masa. (Este texto es la sexta entrega que publico en el blog del artículo que aparece en el actual número de julio-agosto de la revista Claves de la Razón Práctica. Se trata de la adaptación de la conferencia pronunciada en Ávila. el 25 de mayo de 2009, dentro del ciclo ?Los medios de comunicación al servicio del siglo XXI?, con motivo de los actos del bicentenario de Mariano José de Larra).



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20 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Verano del 69 y Luna

 

 

 

Me acuerdo más de las chicas que de la Luna. Ese gran paso de la humanidad, la conquista de ese lugar tan incómodo, la pelea por el espacio, la salida del cohete, la llegada de los felices americanos, la derrota de los soviéticos, las narraciones cursis, las poéticas, las emocionadas. Los nombres de los astronautas, el papel de las centrales españolas...Me pareció mejor Tintin y su viaje. Y me quedé fascinado con el viaje de Verne. Será que entonces las chicas no ocupaban tanto espacio como en ese verano de mis dieciséis, caminando a los diecisiete. Para mí la otra cara de la Luna, incluso la cara "A" estaba en la boca de laguna chica y si acaso, también estaba en viajar a París.

Ese era mi viaje espacial. Ir a París, besar en los puentes del Sena, comprar discos, robar libros.

Me gustaba, me gusta mirar a la luna. Pero no pensando en la ciencia, los cohetes espaciales, la ciencia y sus avances. Mirar a la luna como la mira un tonto. Como la mira un enamorado. Quizá como la mira tan cercana un campesino de Segovia. Mirar a la luna incomprensiblemente inmensa como la que vi. una noche desde la cala de Ampurias. Deseando mirar la luna gallega dentro de unos días. Hoy la miro desde La Magdalena. Y en compañía de amigos. Incluso de un poeta. Siempre hay que tener un poeta de cabecera. O mejor dos, para que no me llamen sectario. Hoy quizá cante "sapo cancionero". O mejor "luna, lunera" en versión de Mina. Sí, eso será lo mejor.

 

Los que quieran conocer las emociones de un adolescente español en los días de Julio que el hombre llegó a la luna, que lean "El viento de la Luna". Una novela de Antonio Muñoz Molina, la última publicada por Seix Barral. Lo importante tampoco era la conquista de la Luna. Lo importante era decir adiós a algunas cosas. Soltar la mano del padre. También era importante la llegada de la televisión. Pero eso es otra historia.



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20 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Contra el espejismo

 

Apunte urgente para un nuevo tratado de historia y antropología: en lugar de considerar el presente como la conclusión del pasado, modificar la perspectiva lineal que domina el relato historiográfico y concebir un modelo de desarrollo en espiral.

Los acontecimientos no se extinguen para dar paso a sus consecuencias ni los efectos son la eclosión renovadora del pasado, tan solo reproducen un formato institucional fundado al principio de los tiempos.

Definir el caso español y obtener las pruebas que confirman la continuidad de los episodios institucionales de la nación: reinados godos, taifas musulmanas, reinos feudales y autonomías. La fuerza de esta pregnancia histórica, que ata al país a una espiral ciega, no puede ser impugnada por la fuerza de la voluntad.

En España no puede existir la Política, tan solo la identidad.

Deshacer con estas notas el espejismo que entusiasma a los ciudadanos y a su clase política



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20 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obras completas III

[vc_row type="in_container" full_screen_row_position="middle" column_margin="default" column_direction="default" column_direction_tablet="default" column_direction_phone="default" scene_position="center" text_color="dark" text_align="left" row_border_radius="none" row_border_radius_applies="bg" overflow="visible" overlay_strength="0.3" gradient_direction="left_to_right" shape_divider_position="bottom" bg_image_animation="none"][vc_column column_padding="no-extra-padding" column_padding_tablet="inherit" column_padding_phone="inherit" column_padding_position="all" column_element_direction_desktop="default" column_element_spacing="default" desktop_text_alignment="default" tablet_text_alignment="default" phone_text_alignment="default" background_color_opacity="1" background_hover_color_opacity="1" column_backdrop_filter="none" column_shadow="none" column_border_radius="none" column_link_target="_self" column_position="default" gradient_direction="left_to_right" overlay_strength="0.3" width="1/1" tablet_width_inherit="default" animation_type="default" bg_image_animation="none" border_type="simple" column_border_width="none" column_border_style="solid"][vc_column_text css="" text_direction="default"]Casi coincidiendo con el centenario de su nacimiento se publica el Tercer Tomo de las Obras Completas de Juan Carlos Onetti. Sin duda, el más laborioso y meritorio de los tres. Los dos primeros, dedicados a sus novelas, resultaron relativamente fáciles de editar. En cambio este tercero, en el que se recogen todos los cuentos y artículos, así como una inclasificable colección de escritos reunidos en un apartado genéricamente titulado Miscelánea, tiene todo el aspecto de haber sido un auténtico tour de force para los responsables del volumen.

Ni siquiera el apartado dedicado a los cuentos ha resultado fácil. Como no podía ser menos, mientras los desarrollaba Onetti se fajaba por cualquiera de sus escritos hasta perder el resuello. En cambio, una vez terminados se desentendía de ellos hasta el extremo de considerar "detestable" la tarea de corregir las pruebas, fijar los textos, ponerles fecha y, en definitiva, hacer labores de edición. Como bien dice Mario Vargas Llosa en el libro que le dedicó, para Onetti escribir era una aventura y la corrección de pruebas puede ser todo lo necesaria y meritoria que se quiera, pero no responde ni de refilón a la idea que generalmente se tiene de una aventura.

El problema es que como consecuencia de ello las primeras ediciones se hicieron con más entusiasmo que medios, mientras que en las últimas, por ejemplo el volumen de Cuentos Completos que publicó Alfaguara en 1994 y reeditó en 2005, se tomaron algunas decisiones bienintencionadas (como sustituir los americanismos por términos que resultasen más familiares al lector español) pero que en cambio pueden resultar chocantes para el lector latinoamericano.  Es posible que en la presente edición también se hayan tomado algunas decisiones discutibles, pero en conjunto resulta impecable en lo relativo al cuidado, la ordenación y fijación de los textos. Y al final hay unas Notas que no sólo dan noticias del lugar y la fecha de su aparición sino que muchas veces van acompañadas de acotaciones y comentarios del propio Onetti o de alguien muy próximo a él. Lo cual es un verdadero tesoro para los lectores que, además de acérrimos, sean capaces de hacer una creación con esta visión de conjunto que ofrece la presente recopilación.

Algo similar puede decirse del apartado dedicado a los artículos. En este caso ni siquiera  los más acérrimos disponían de una fuente fiable a la que acudir, pues se trata de una labor ingente, fruto de toda una vida de trabajo, pero dispersa, tanto geográficamente (América y España) como por la variedad de publicaciones en las que aparecieron originalmente dichos artículos.  También aquí se han añadido unas notas que serán una ayuda indispensable para los buenos lectores. Muchos de ellos, y no digamos los escritos agrupados en la Miscelánea, son muy personales y a medida que se avanza en su lectura va surgiendo un Onetti que es y no es el que creíamos haber llegado a conocer a través de sus novelas. Ello confirma una  vez más esa característica tan común a los grandes escritores, es decir, la elaboración del material biográfico y aún cotidiano para elevarlo a la categoría de ficción. O si se prefiere, de Gran ficción. En esos artículos y misceláneas aparecen numerosos temas y situaciones que luego han formado parte del material narrativo de sus novelas. La posibilidad de verlo "en crudo", por así decirlo, y luego elaborado, es un verdadero privilegio. Pero ya digo que es indispensable ser un lector creativo y capaz de reflexionar mientras se lee. Que no es sencillo.

Los responsables de esta edición de las Obras Completas de  Juan Carlos Onetti han sido, de una parte, Ignacio Echevarría, coordinador de todo el proyecto.  Hortensia Campanella, que ha ejercido las funciones de editora, y Pablo Rocca, autor de un muy documentado y completo prólogo y responsable del "hallazgo" de numerosos textos que andaban si no perdidos al menos muy dispersos y olvidados. Pero todos ellos han contado con la colaboración indispensable de Dorotea Muhr, familiarmente conocida como Dolly Onetti, la  compañera de este durante los últimos cuarenta años de su vida. Aunque, casi mejor que hablar de "colaboración" sería más justo calificar su aportación de conspiración, tanto en lo relativo a las facilidades de acceso a los archivos del escritor como por la puesta de sus  conocimientos a la servicio de los responsables de la edición. Los cuales reconocen que queda aún por investigar e inventariar un aspecto fundamental en la vida de un escritor y que es su faceta epistolar. A diferencia de tantos otros grandes hombres, poseedores de una conciencia tan clara de su posteridad que han tenido la precaución de guardar una copia de las cartas que escribieron a lo largo de su vida (cómo se podría, si no, leer la misiva del gran hombre junto a la respuesta de su corresponsal) Onetti ejercitó el arte epistolar con tanta asiduidad como descuido, por lo que el héroe que decida encargarse de editar su correspondencia le espera una labor hercúlea. Pero de momento el lector de Onetti tiene entretenimiento para rato.

Obras completas III

Juan Carlos Onetti

Galaxia Gutenberg

 

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20 de julio de 2009
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El hijo del guantero

En el mes de mayo de 1597, a la edad de treinta y tres años, William Shakespeare compró una casa en el centro de su pueblo, Stratford-upon-Avon. Se llamaba New Place y era una de las viviendas más grandes y vistosas de la localidad, marcando esa compra, al menos ante sus vecinos, un notable ascenso en la posición social del hijo de guantero John Shakespeare. New Place ya no existe, y en este caso no vamos a culpar a la especulación inmobiliaria; fue un propietario posterior de la mansión, el reverendo Francis Gastrell, quien la derribó en el último tercio del siglo XVIII, cansado de tener que salir a todas horas a la puerta para ahuyentar a los curiosos que querían ver el entorno en que vivió el genio y llevarse de recuerdo alguna hoja de la morera que, según el folklore, habría plantado el mismísimo Cisne del Avon.

     El episodio lo relata Peter Ackroyd en ‘Shakespeare. La biografía' (Edhasa) un libro bien escrito (y bien traducido), bien documentado y muy recomendable para los que deseen tener en un solo volumen (grueso como éste lo es, a la fuerza) todos los datos, todos los perfiles, incluso los borrosos, todas las incidencias y, como añadido muy de agradecer, un comentario de la mayoría de las obras de Shakespeare, que Ackroyd lleva a cabo con finura y un eficaz filtrado de la descomunal manufactura editorial que desde hace siglos se amontona sobre el dramaturgo, sin dejar ninguna tecla erudita por tocar. Doy un ejemplo: pocos días después de leer esta biografía, pasó por mis manos ‘Cooking with Shakespeare', un libro de dos aplicados gastrónomos y -por qué no decirlo- cocineros que, después de examinar el papel de la comida en la sociedad isabelina, dan las recetas de más de 180 platos que Shakespeare menciona o Shakespeare pudo comer, a unos precios (los autores se molestan en enumerarlos) que desafían cualquier imaginación, por inflacionista que sea.

     Ackroyd pertenece a una especie literaria que sólo crece, creo yo, en las Islas Británicas. Graduado en Cambridge, ‘fellow' de Yale, excelente periodista cultural (en The Spectator y en The Times), sólido escritor y hombre de amplia cultura (que llega, en la faceta de crítico, no sólo al cine sino a la televisión, que ya es llegar), ha cultivado sobre todo una que llamaríamos doble militancia en el terreno de la biografía. Gracias a esa duplicidad, y con la disciplina inglesa que uno espera de hombre tan educado, Ackroyd sabe ser fantasioso en las novelas sobre personas reales (leí con gran placer en su día ‘El último testamento de Oscar Wilde' y ‘Chattterton'), y concienzudo en la biografía pura, que inició con una muy justamente premiada sobre T.S. Eliot y ahora, después de pasar por Blake y Dickens, culmina con ésta del Bardo. Entre tantas vidas imaginadas y reales, también tuvo tiempo de biografiar espléndidamente su ciudad natal, Londres, en un libro que, sin embargo, disgustó por su meridiana objetividad a no pocos londinenses.

    Partiendo de una amplia base bibliográfica secundaria que comprende los títulos capitales sobre Shakespeare (desde los canónicos de Chambers y Schoenbaum a los más recientes y estimulantes de Gary Taylor y Stephen Greenblatt), Ackroyd desarrolla una línea narrativa en la que la profusión documental no le recorta el poder de vivificación, limitado, como debe ser, en torno al protagonista de la biografía, escurridizo, opaco, ambiguo y -en su prematuro silencio literario- sometido a las conjeturas. El debatido catolicismo de su familia, su afición a la caza y sus tempranos estudios de pronunciación, su etapa como maestro, su llegada a la capital del reino, son reflejados cuidadosamente, destacando Ackroyd en el retrato de trasfondos, lugares y conjuntos sociales: la campiña inglesa, el Londres tabernario y prostibulario, las compañías de actores, las prácticas escénicas, la morfología de los teatros donde el joven Will hace carrera; hay también en el libro semblanzas muy bien pintadas de algunos de los mayores histriones de la época, como el cómico Kempe o el ‘todoterreno' dramático Richard Burbage, el primer Lear, Otelo y Hamlet, en esta última actuando al lado del propio autor, que habría encarnado el personaje del fantasmal padre del príncipe. Pero tampoco desdeña la leyenda, que acompaña a Shakespeare como a todos los seres amados esquivos. Ackroyd recoge y cuenta con gracia la que atribuye el arranque de su carrera teatral al trabajo de palafrenero ‘free lance' (aparcador de monturas, diríamos hoy para ser mejor entendidos), en el que el aún entonces muchacho habría despertado curiosidad por el modo en que sujetaba las bridas de los caballos de ciertos caballeros que pronto pasaron a ser sus mecenas.

     Ackroyd plasma después los progresos de Shakespeare, tanto artísticos como de gestión, en las compañías de los Lord Chamberlain´s Men y, a la muerte de la reina y el acceso al trono del más favorable Jacobo, los King´s Men; sus amistades masculinas, algunas posiblemente amorosas; sus esporádicos retornos a Stratford, donde vivía la esposa Anne con los hijos; y, cuando el substrato vital no da para más, lo suple con comentarios de los principales textos. Son especialmente originales el del ‘descentrado' Hamlet (capítulo 71) y el que, en el capítulo 46, analiza la peculiaridad ‘shakesperiana' de comenzar ‘in media res', como si los actores ya llevasen un rato representando y el público fuera invitado a sumarse a una historia en desarrollo.

    La muerte está descrita con viveza, dentro de la incertidumbre: ¿sífilis, "perlesía del escribiente" (que afectaba a los que pasan mucho tiempo escribiendo), fiebre tifoidea? El más grande autor de todos los tiempos murió a los 52 años, legó a su mujer su "segunda mejor cama", y, pese a su éxito en vida, fue, hasta que pasó casi un siglo, menospreciado. Quizá, después de todo, tenía razón Emerson al decir que "Shakespeare es el único biógrafo de Shakespeare".

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20 de julio de 2009
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El Boomeran(g)
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