Sergio Ramírez
Un cura norteamericano que había bajado esa mañana de un barco en el puerto de Corinto para conocer León y estaba ya en la calle auxiliando a los heridos, detuvo a Fernando en su locura. Alguien me gritó al verme asomado al balcón que llamara a una ambulancia, y como la empleada me informaron que no había teléfono en el restaurante, bajé a la calle para ayudar a transportar a los heridos al hospital a como fuera. Empezamos entonces a forzar las puertas de los vehículos estacionados, y cuando ya alguien estaba al volante del taxi más a mano quisimos entre varios a levantar a uno de los caídos.
El cuerpo estaba de espaldas pero reconocí a Erick Ramírez, mi compañero de banca, a quien habían rapado el pelo en la ceremonia de novatos, igual que a mí. Venía del pueblo de El Viejo y tenia diecisiete años, como yo. En su espalda se abría un orificio no más grande que el ojal de una camisa, del que no manaba sangre. "No te aflijás que te vamos a llevar al hospital", le dije al oído, pero cuando lo alzamos descubrí que tenía desflorado el pecho en un gran boquete. Fueron cuatro los muertos, y más de sesenta heridos.
Lo llevamos al hospital en el taxi, y en la morgue estaban ya sobre las losas de azulejos los otros tres cadáveres. Empezaron a ser desnudados para lavarlos después con una manguera, y entonces desviscerarlos y zurcirlos porque debían viajar lejos, hacia sus pueblos natales, de donde habían llegado también de la mano de sus padres, tenderos, agricultores, empleados públicos, peritos mercantiles, abogados.
Nunca más olvidé el olor a formalina de la morgue. Ese olor me enseña siempre que en mi vida los recuerdos de la adolescencia son los mismos recuerdos de la muerte, y nunca hallo otra cosa en que poner los ojos. Pasé a verme a partir de entonces como un sobreviviente, y mis compromisos para siempre los adquirí esa tarde en que el paisaje cambió para siempre.
Aquel día de hace medio siglo es el más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otro mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.