Vicente Molina Foix
Ahora ya sé que soy el vivo retrato de un delincuente que anda suelto. La trama de este ‘thriller’ vivido por mí en Madrid a lo largo del último mes se desarrolla, en dos capítulos sólo (de momento), del modo que relato a continuación. Capítulo primero. Salí de casa un sábado, a media mañana, con la -en estos tiempos que corren- benéfica intención de comprar los periódicos, dos ese día, el ABC y El País. Como hacía calor y el quiosco de prensa está a cien metros de donde vivo, he de confesar que bajé ligero de ropa, dentro de los límites de la decencia que mi edad y mi timidez me imponen: sandalias de piel vista con los dedos fuera, camisa, no muy escotada, de manga corta, y pantalones también cortos del tipo bermuda, que son los que rara vez llevo por la ciudad pero sí para andar por casa. En los bolsillos, el dinero justo de los periódicos y las llaves. Iba, he de reconocerlo igualmente, un poco ‘zombie’, cosa en mí natural hasta que me restauro, con métodos caseros, preparándome a conciencia, diariamente, el desayuno, que no puede ser -por otra parte- más recomendable: zumo de naranja exprimida a mano, ensalada de frutas, café con leche baja en calorías.
Pues bien, nada más salir de mi portal, dos policías nacionales se me acercaron muy agitados, uno de ellos a la carrera, y me dieron el alto. El bajo de la pareja, el que no había corrido, me deseó los buenos días antes de pronunciar la frase ritual: "Documentación, por favor". Documentación. La palabra se ha hecho muy amplia, y abarca campos que van desde la ofimática a la informática, pasando por las artes visuales. Pero como yo, pese a ir ese sábado en bermudas y sandalias con medio pie al desnudo, soy un hombre de mi tiempo, y mi tiempo es largo y trascurre una buena porción de años por la dictadura, enseguida supe que la documentación que me pedían esos dos guardianes del orden no era ofimática sino, por decirlo a la antigua usanza, política. El franquismo fue el reino de la documentación obligatoria, y hay todo un repertorio (debidamente documentado en libros y películas) de situaciones en las que uno era requerido taxativamente a mostrarla: en ferrocarriles y estaciones, en bares de dudosa reputación, de noche y también de día. La frase "llevar el carné en la boca" hizo fortuna en el refranero de lo siniestro.
"No la llevo", les dije a los policías poniendo mi cara menos facinerosa. "No la lleva… ¿Y no lleva usted el carné de conducir o cualquier otro documento que acredite quién es?". No lo llevaba, el primero porque no lo poseo, y el segundo porque su naturaleza filosófica no he llegado del todo, a mi edad, a dilucidarla. "Sólo voy a por el periódico. Vivo en ese portal. Si quieren ustedes subir a comprobarlo…". Ese día me dejaron ir, con una leve amonestación, pero hay, como he anunciado, un segundo capítulo en mi novela negra, que repite la situación, la pregunta, la respuesta, aunque no la vestimenta. El jueves de la semana siguiente iba de largo, con unos pantalones deportivos que me suelo poner cuando voy a nadar -mis hábitos, como ven, tienden a lo saludable- en la piscina de un gimnasio municipal próximo a mi domicilio. Hacía fresco esa tarde, e iba de manga larga, si bien (y este dato no lo revelé, por temor al escándalo, a la autoridad), debajo de los pantalones deportivos sólo llevaba un bañador. Ese capítulo, por trillado que le pueda parecer al lector, resulto el más emocionante de los dos. La carencia de mi ‘dni’, siendo grave, no era lo más grave. "¿Usted es de aquí?". "¿De Madrid? Pues realmente no, aunque llevo viviendo aquí, y en esa misma casa que ves ustedes ahí, casi treinta años. Nací en Elche." Oír Elche y no Las Barranquillas aligeró un poco la tensión (que ya empezaba a mascarse, como los carnés de antaño), pero los policías siguieron escrutándome el rostro, en particular uno de ellos, que conmigo no parecía tenerlas todas consigo. "Es que, verá, estamos buscando a alguien que es casi igual a usted, de cara. Un hombre peligroso. Un criminal extranjero". Fui reconvenido, más severamente que la primera vez, y continué mi camino al gimnasio, donde me zambullí, con mi bañador reglamentario, en las aguas olímpicas.
La historia no tiene desenlace pero sí apología. Todos queremos vivir seguros y tranquilos en nuestras ciudades, y Madrid no siempre lo pone fácil. El terrorismo, el carterismo, el tráfico (tanto el semoviente como el estupefaciente). La policía cumple una misión y seguramente la cumple bien en la mayoría de los casos. Pero desde esos dos días en que fui interpelado por mi atuendo y por mis rasgos quizá un tanto alienígenas, no he podido dejar de observar, en el metro sobre todo, que la mala pinta es asociada en esas operaciones de identificación -cada vez más frecuentes ahora- con los que parecen ser de fuera. Aunque sean de Elche.