Aunque Helen Oyeyemi es en sí misma una adelantada capaz de escribir a los 18 años una novela que de inmediato la puso a la cabeza de los novelistas británicos de su generación, por suerte para ella entonces era demasiado joven para que le afectase aquel recurso universal que consistió en calificar de “experimental” toda escritura que no se atuviese a las reglas de juego establecidas. Pero como la manía de clasificar sigue intacta, ahora ronda sobre ella el peligro de ser despachada como una suerte de actualizadora, o moderna versionadora de viejos cuentos infantiles universales. Novelas como El señor Fox (2013) y Boy, Snow, Bird (2016), que tenían como referentes más obvios y cercanos a Barbazul y Blancanieves, respectivamente, la pusieron al borde del encasillamiento.
Pero a Helen Oyeyemi no parece fácil pillarla en falso. Lo que no es tuyo no es tuyo es su séptimo libro y ya ha dado suficientes muestras de su capacidad de inventiva como para andar ahora dando explicaciones o inventando excusas. Durante la promoción de su última novela, Gingerbread (2019), una periodista insistió en ver determinadas alusiones simbólicas en el título pero de inmediato fue llamada a capítulo sin contemplaciones: ”Me alegra que a usted le sugiera todas esas cosas, pero Gingerbread es pan de jengibre, sin más”. En otras ocasiones ha dejado muy claro que a ella lo que de verdad le interesa es escribir historias que dan paso a otras historias sin que el orden narrativo dentro de las mismas, o su jerarquía, o la coherencia, deban imponer siempre su propia lógica.
En el presente libro Helen Oyeyemi ha dado un salto adelante tan importante en su desarrollo como narradora que parece como si hubiera encontrado la clave (o esa llave que va saltando de un relato a otro sin que se llegue a dilucidar bien cuál es su función en cada caso) con la que abrirse al futuro. Para no seguir dando más vueltas en el aire y dejar claro de qué estamos hablando, pongo como ejemplo el relato titulado “¿Tu sangre es tan roja como esta?”. La cosa empieza como una declaración de amor: “Tú siempre decías, Mirna Semiónova, que no estábamos hechas la una para la otra”. A partir de ese arranque la cosa se complica, como cabe suponer, pero es debido a la aparición de un hermano al que la voz narradora idolatra aunque tiene la virtud de que nada de lo que se diga lo va a retener más allá de cinco o diez minutos. Casi sin solución de continuidad, resulta que la protagonista sólo hablaba hasta entonces con ese hermano desmemoriado y con una fantasma (bastante alarmista, por cierto), pero en una fiesta a la que asiste conoce a la Mirna Semiónova que de entrada parece ir a ser el motivo central del desarrollo narrativo pero que pasa de inmediato a segundo plano debido a la prueba de aptitud que la narradora debe pasar para ingresar en una escuela de marionetas, un examen al que se presenta con un títere de guante de piel marrón dotado de un maletín negro y peinado con raya en medio y al que le compra un sombrero de copa porque le hace sentirse más cómoda. Poco antes de empezar la prueba ella entabla conversación con una chica muy guapa cuya marioneta es una pieza de ajedrez de porcelana, “una reina color ciruela con una corona como único rasgo distintivo y una ligera ondulación que indicaba la existencia de caderas y pecho”. Y la marioneta plantea de inmediato la pregunta clave: “¿Tu sangre es tan roja como esta?”.
Y ahí es justamente donde quería llegar yo: el gran poder narrativo de Helen Oyeyemi reside en su capacidad para que el lector admita con toda naturalidad un diálogo patafísico entre un títere que es una pieza de ajedrez y otro que es un guante de piel marrón y peinado con raya en medio, con el agravante de que, sin que nada lo justifique, justo antes de la audición a la aspirante le cambian su títere por otro de latón que resulta llamarse Gepetta, quien no tardará en pasar a ser su mejor amiga.
Sé que esta enumeración de pequeños y vertiginosos desconciertos (y conste que me he callado muchos otros) puede inducir a pensar que los relatos de Helen Oyeyemi son simples pasatiempos o excusas para exhibir sus notables recursos creativos. Pero no hay tal. Ella es nacida en Nigeria de padres nativos pero criada en Londres, y aunque por desgracia carezco de la más mínima moción acerca de la cultura yoruba, no parece creíble que los mitos, creencias e incluso las modulaciones propias de la narración oral no estén detrás de algunas de las peculiaridades que personalizan la prosa de esta autora. Pero es que, además, quien conozca otras de sus narraciones sabe que entre las aparentes frivolidades y diversiones (se nota que se divierte horrores desarrollando historias y de ahí su capacidad para transmitir su propio entusiasmo) resuena una voz profundamente femenina, la voz de todas las mujeres que viven de cerca el racismo, los malos tratos, la exclusión social y cultural por un simple matiz de la piel, las difíciles y muchas veces mágicas relaciones de unas madres con sus hijas, o la soledad del transgénero.
Es decir que resulta positivo para el lector dejarse de prejuicios y gozar de los relatos tal y como se le ofrecen, pero sería una gran pérdida para él que mientras tanto no vaya prestando atención a esa otra voz misteriosa y transversal que le da un sentido general a la trabajada narrativa de Oyeyemi, capaz de transformar en cuestión de unas pocas líneas a un odioso padre maltratador y bestial en una madre brutalmente violada y que ha decidido transformarse en su verdugo. Pero todo ello, insisto, dotado de un tono lúdico muy de agradecer.
Lo que no es tuyo no es tuvo
Helen Oyeyemi
Traducción, María Belmonte
Acantilado