Javier Fernández de Castro
Salvo en el caso de Tom Ripley, sin duda alguna el personaje más complejo, inquietante y moralmente reprobable de cuantos pululan por la treintena larga de obras que alcanzó a escribir Patricia Highsmith, sus protagonistas habituales son personas sencillas y que llevan unas existencias normales, o al menos sin grandes sobresaltos, pero que de pronto, sin causa aparente, se ven inmersos en una suerte de pesadilla que les obliga a mentir, engañar e incluso a matar para ponerse a salvo. Y eso es lo que le ocurre sin ir más lejos a Guy Haynes, un tenista de cierta proyección que por entablar una conversación aparentemente anodina en el mismo tren que utiliza diariamente para ir y volver de sus entrenos, se verá atrapado en una maquinación urdida por una mente diabólica y que a punto está de destruirlo. Y sí, hablo de Extraños en un tren, la primera novela de la Highsmith en alcanzar reconocimiento internacional gracias a la extraordinaria adaptación cinematográfica de Alfred Hitchcok con guión de Raymond Chandler.
No pretendo decir que el suizo Peter Stamm sea un imitador de Patricia Highsmith en lo relativo a la utilización del horror en una existencia tranquila, porque tanto la técnica como los universos narrativos de ambos no admiten comparación, pero tampoco se le puede negar que en las seis o siete novelas que lleva escritas Peter Stamm se las ha arreglado para introducir con gran eficacia una dimensión casi metafísica de la vacuidad de la existencia en lo que en principio es una historia de amor como tantas. Y me refiero sin ir más lejos a lo que les ocurre a Thomas y Astrid, un matrimonio suizo joven y bien situado, padres de dos niños y que acaban de pasar unas agradables vacaciones en España. Mientras comparten un vino a última hora de la tarde en el jardín ella entra en casa para ver qué le ocurre al niño y Thomas, sin apurar siquiera su vaso, sale por la cancela trasera y echa a andar monte a través. Ni el calzado ni la vestimenta son los más adecuados, pues apenas si lleva una navaja de bolsillo y una tarjeta de crédito, y tampoco hay una razón que justifique la huida (una mala relación, problemas económicos, terceras personas) y tampoco cabe esperar justificaciones psicológicas ni de ningún otro orden por parte del autor. Sencillamente, las cosas ocurren y ya está: ella seguirá con su rutina habitual (terminar de deshacer las maletas, meter la ropa sucia en la lavadora, guardar el resto en los armarios) mientras que él se verá obligado a romper ventanas de chalets y roulottes en busca de snacks y chocolate con los que alimentarse, o improvisar refugios para protegerse de la intemperie. Todo lo cual ocurre con una naturalidad que acaba por darle la razón a quien tuvo la feliz ocurrencia de definir el universo narrativo de Peter Stamm como “la dulce indiferencia del mundo”. A quién se le ocurre que uno mismo pueda ser el centro del universo y la única razón de la existencia: podrías no haber nacido o haber muerto por el camino y el universo seguiría adelante sin ti porque, como decía el título de aquella novela de Ciro Alegría que todo buen escritor quisiera tener en su haber, el mundo es ancho y ajeno y no necesita de nadie. Ella, Astrid, recorrerá sola todo el camino que le restaba por vivir dando vagamente por descontado que Thomas reaparecerá en cualquier momento, mientras que Thomas no acaba de quedar claro si vive una vida feliz ejerciendo oficios que no le comprometen y manteniendo alguna esporádica relación sentimental, o si ha muerto en algún momento porque en el fondo qué importa si al final vuelve a casa o no: y esa es la dimensión metafísica a la que me refería más arriba: el avatar de los Thomas y Astrid de este mundo es irrelevante porque la historia de amor que les atribuye el autor podría ser exactamente la contraria y el relato, en su feliz indiferencia, no se vería afectado.
Monte a través
Peter Stamm
Trducción de José Aníbal Campos
Acantilado