Javier Fernández de Castro
Tengo un amigo editor, hombre culto y refinado, que libra desde hace años una sorda batalla contra la inmoderada tendencia de su biblioteca particular a crecer sin cesar, toda vez que se ha propuesto incluir en ella únicamente las mejores ediciones de los temas y autores que más le interesan. Y que son muchos.
Quienes le conocemos sabemos que si vamos a visitarlo, en el momento de decir adiós es conveniente reservarse tiempo para revolver en el enorme cesto repleto de maravillas que ha puesto en el recibidor a disposición de quien quiera servirse: dos, tres, cinco libros, no importa tanto el número como la cantidad de peso que sea capaz de aguantar tu cada vez más castigada espalda.
La última vez que fui a verlo, justo en vísperas del confinamiento, allí estaban por ejemplo los dos tomos que Destino le dedicó en los años noventa a las obras bastante completas de Rafael Sánchez Ferlosio, ahora sustituidas por la magnífica recopilación realizada por Ignacio Echeverría en Debate (Altos estudios eclesiásticos (2015), Gastos, Disgustos y tiempo Perdido (2016) o Babel contra Babel (2016): anda que no era nadie Ferlosio inventando títulos atractivos con los que despertar las voraces apetencias de los lectores). Al levantar el Tomo II para meterlo en la mochila vi que debajo asomaba la portada de Desde el Monte Santo, de William Dalrymple, un libro unánimemente considerado como uno de los mejores relatos de viaje que se hayan escrito nunca y que incomprensiblemente casi ningún editor se decide a repetir la edición que hizo Altaïr en su día (1997). Yo me apresuré a hacerle un hueco en la mochila, dándose la feliz circunstancia de que justo debajo asomaba un ejemplar en muy buen estado de El Coloso de Marusi, de Henry Miller, en la traducción que hizo de esa joya Eduardo Gil Novales en los años cincuenta para Biblioteca Breve.
“Ya tengo parcialmente resuelto el encierro que se nos viene encima”, pensaba yo muy contento camino de casa porque estaba seguro, de que una vez abierta la veta Miller detrás volverí8an las ganas de seguir con sus otras novelas. Y en efecto: me pasó la primera vez y me ha vuelto a pasar: Miller transmite un entusiasmo contagioso y altamente saludable. Y eso que al ponerse a escribir ese libro no lo tenía nada fácil porque ni el tema en el que se iba a embarcar ni las circunstancias en que lo hizo jugaban a su favor. Cuando en 1939 Miller cedió de pronto a las reiteradas invitaciones de su amigo Lawrence Durrell para visitar Grecia venía de pasar unos años en y tenía escritas dos obras, Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1939) que en ese momento estaban prohibidas y perseguidas pero que a la vuelta de unos años iban a hacer de él un autor millonario y universal, aunque de momento seguía siendo un escritor perseguido, acusado de ser un grosero pornógrafo y a sus cincuenta años continuaba siendo tan pobre como cuando sólo era una rata de alcantarilla neoyorkina. Pero, nada más llegar a Grecia, el lector tiene el privilegio de asistir a la prodigiosa transformación que va a sufrir cuando empiecen a surtir efecto en su espíritu el sol, los baños de mar, el paisaje, los mitos y leyendas ancestrales y las conversaciones hasta las tantas con los amigos que Lawrence le va presentado a lo largo de un prolongado recorrido por Corfú, Kalami, Atenas, Corinto, Micenas, el Peloponeso o Creta. Frente a la llanura de Tebas, por ejemplo, rompe a llorar de rabia e impotencia porque apasionado, extremista y parcial como es, de pronto, es consciente de lo que la civilización occidental ha hecho de él y de la dolorosa renuncia a lo que él califica de “pesadilla de aire acondicionado” que necesitará hacer para sentir su alma al compás de esa naturaleza que poco a poco se va apoderando incluso de su prosa. Un prodigio y un privilegio.
El coloso de Marusi
Henry Miller
Traducción de Eduardo Gil Novales
Seix Barral, Biblioteca Breve