Javier Fernández de Castro
Un día, allá por la época en que Krushev se echó atrás en su propósito de dotar a Cuba de misiles con cabeza nuclear, George Falconer se despierta en su casa de Santa Mónica y procede al doloroso proceso de tomar conciencia de sí mismo y su circunstancia. Es inglés y está en su mediana edad, da clases de literatura en una universidad de Los Ángeles y no hace mucho ha perdido a su pareja en un accidente de automóvil. Ese despertar le abre las puertas a un día más, indistinguible respecto a los que vienen transcurriendo desde que recibió la brutal noticia de la muerte de Jim. Poco a poco, durante el despertar, irá tomando conciencia de lo que le espera a lo largo de ese día, y de los días que vendrán más adelante. Con una prosa sencilla y sutil, a ratos ácida y casi rabiosa pero atemperada por un sentido del humor elegante aunque casi igual de ácido y rabioso, Isherwood le plantea a su personaje la necesidad de aceptar al mundo en derredor e incorporarse a él sin negar la tragedia que está siendo su vida desde la desaparición de su compañero y, al mismo tiempo, luchar con todas sus fuerzas contra el papel de viudo que le va a imponer el mismo mundo que se propone aceptar. La descripción de su vecindario, sentado en la taza del water, es un prodigio de sutileza, contención y virulencia. Las casas, los coches, los niños, las esposas y sus esposos: nada se escapa a la mirada de quien observa todo ello a través de la ventana del baño. Son algo más convencionales, quizá porque le afectan menos íntimamente, sus reflexiones durante el traslado en automóvil hasta la universidad, pero la tensión emocional sube de nuevo durante la clase y el trato con los alumnos. Después viene la visita a una conocida ingresada en un hospital (otro prodigio de observación y empatía), una sesión en el gimnasio, el paso obligado por el supermercado y la buena obra del día: Charlotte, una vieja amiga y compatriota (extraordinariamente interpretada por Julianne Moore en la película del Tom Ford) le ha llamado a primera hora proponiéndole cenar juntos y él se la ha quitado de encima sin demasiadas contemplaciones y ahora, porque lamenta su conducta matutina (al fin y al cabo ella llamó cuando él estaba en pleno proceso de hacer las paces con el mundo y aún no lo había conseguido), la llama para enmendar su rechazo inicial. Inmoderado consumo de alcohol. Fantástica recreación de la relación entre una mujer madura y sola y un homosexual necesitado de calor humano pero no a cualquier precio. Afecto y recelos. Aproximación y rechazo resueltos mediante el recurso salvador a una copa de más. Y en contra de lo que preconizaría la sensatez, en lugar de irse a la cama George todavía se pasa por un bar de copas donde tendrá lugar otra magistral recreación, esta vez por el encuentro con Kenneth, uno de sus más destacados alumnos. Más copas y nuevo divagar por un campo de minas, primero porque deben superar el peligro implícito en la prohibida relación profesor – alumno, y después porque Kenneth posee el atractivo de un cuerpo joven y el abismo de encontrarse en plena búsqueda de sí mismo y qué mejor guía para explorar los extremos oscuros del alma que un maestro.
Pero George, incluso repleto de alcohol como un odre, es demasiado lúcido para amilanarse en los campos de minas y ya de nuevo en la cama, se lo plantea sin rodeos:
“¿Y si Kenny se ha asustado? ¿Y si no vuelve?
Que no vuelva. George no lo necesita, ni a él ni a ninguno de esos chicos. No busca un hijo.
¿Y si Charlotte regresa a Inglaterra?
Puede pasar sin ella si es preciso. No necesita una hermana.
¿Volverá George a Inglaterra?
No. Se quedará aquí.
¿Por Jim?
No. Ahora Jim pertenece al pasado. […] George se aferra a su recuerdo. Teme olvidarle. Jim le da sentido a mi vida, dice. Pero tendrá que pasar página si quiere seguir viviendo. Jim es la muerte”.
Y hasta aquí hemos llegado. Jim es la muerte y habrá que pasar página para seguir viviendo. A esas alturas, George ronca en la cama. Y nos adentramos en la última recreación, esta vez encarnada en unas pozas que hay al pie de unos acantilados. Cada una de esas pozas es un milagro individualizado y rebosante de vida, aunque al subir la marea quedan unificadas en la oscuridad que también cubre a George y a todo aquel que duerme en las aguas de otro océano, de la conciencia que no pertenece a nadie en particular y que sin embargo abarca a todo el mundo y todas las cosas, pasadas, presentes y futuras y se extiende sin interrupción, hasta el firmamento. Son palabras textuales de Isherwood al describir cómo para George, que ha dejado de roncar, las luces se apagan y se hace la oscuridad total.
Un hombre soltero
Christopher Isherwood
Traducción de María Belmonte
Acantilado