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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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La escapada

Recurrir a la memoria como vía hacia el conocimiento suele ser un recurso rico y provechoso.  Pero según y cómo puede acabar siendo lo más parecido a montar un caballo que galopa enloquecido por una pista llena de bifurcaciones que a primera vista parecen bien señalizadas ( y que por lo tanto son seguras), pero que muchas veces conducen a callejones sin salida o, lo cual es peor, a abismos en los que es fácil despeñarse.

Justamente por ello parece aconsejable  tratar la memoria con la cautela y el respeto que merece toda arma de doble filo. Me apresuro a reseñar que no creo equivocarme al afirmar que en lo relativo a manejar los recuerdos con cautela y respeto Gonzalo Hidalgo Bayal es un consumado maestro. La trama de La escapada no puede ser más sencilla: un día cualquiera, un ciudadano llamado  Gonzalo Hidalgo Bayal (nombre y apellidos del narrador en primera persona que no por casualidad coinciden con los del autor sin que ello autorice a hablar de obra autobiográfíca)  se topa con otro ciudadano al que de pronto no reconoce pero que resulta ser un compañero  que en los  ya  lejanos tiempos de estudiantes todos conocían como Foneto. Nada de grandes alegrías y efusiones por el encuentro. Respeto mutuo. Discreción. Cautela. Y curiosidad. Durante unas horas los dos antiguos compañeros de estudios, hoy jubilados ambos, pasean, hablan, visitan locales y lugares que ya frecuentaron entonces y al final se despiden, otra vez sin grandes alegrías ni efusiones. Y ni siquiera dejan constancia del convencimiento mutuo de que probablemente no volverán a verse nunca más.

De todos los sucesos que surgen a colación a lo largo de ese día que pasan juntos lo más parecido a una aventura es el relato de aquella vez que se adentraron en los barrios más miserables y deprimidos de Madrid a bordo de un seiscientos y la cosa casi se puso fea porque el coche se paró justo cuando se acercaban con aire poco amistosos unos tipos muy mal encarados y acompañados de unos perros poco amistosos. Pero ya digo que la cosa “casi” se puso fea porque en el último minuto el coche se puso en marcha y pudieron alejarse de aquellos tipos tan mal encarados como sus perros. Todo el resto de lo narrado va poco más o menos así porque Foneto no tarda en perfilarse como un ser tangible pero opaco y que  ya en sus tiempos de estudiante eligió llevar “una vida en blanco, sin molestar, sin fastidio, sin ansiedad, sin desazón”.

Para decirlo de una vez, se trata de un hombre sin atributos con el que las preguntas directas sonarían como un cañonazo, o como una intolerable intromisión en su quizá minúscula intimidad. “¿Por qué no quisiste acabar la carrera?” “¿Has estado casado?” “¿Crees que haber vivido toda tu vida atrincherado en un quiosco de prensa ha colmado las expectativas  que tenías cuando de joven parecía  que ibas a ser un filólogo  tan grande como don Ramón? “

Sin embargo el lector puede dedicarse a leer tranquilo porque esas y otras muchas cuestiones también transcendentes, y que Foneto oculta tras su aspecto anodino y opaco, acabarán siendo dilucidadas a su debido tiempo y de la forma más correcta. Revisitar el pasado, solo o en compañía, no es una simple exploración arqueológica  porque implica, casi podría decirse que especularmente, poner en cuestión el presente. Y eso es lo que hacen con suma competencia el ciudadano Gonzalo Hidalgo Bayal con la inefable ayuda del Gonzalo Hidalgo Bayal narrador,  aparte de la ayuda no solicitada del inefable Foneto. Que éste sea un objeto casi neutro permite justamente que las  dudas, sospechas o ignorancias  lanzadas sobre él no reboten distorsionadas por su propia operación de conocimiento. Según se avanza en la lectura  va quedando claro que el  verdadero sujeto de la narración es el nuevo ámbito de significación (llámelo realidad quien lo prefiera, o incluso verdad) que surge de la confrontación dialéctica presente–pasado.  Unas veces la conclusión surge de forma seca y contundente como un disparo (“dejar de tomar una decisión también es tomarla”) aunque asimismo puede dar motivo a metáforas tan brillantes como la del quiosquero reconvertido en estilita moderno o el quiosco como símbolo de lo efímero. Incluso una trayectoria sentimental tan poco envidiable como la del pobre Foneto puede dar origen a unas espléndidas reflexiones sobre el amor y sus fatigas.  Todo lo cual viene a demostrar una vez más que el buen narrador puede tener dormida en la cabeza una gran  historia y que para despertarla no necesita viajar azarosamente al otro confín del mundo. Le basta con tener un encuentro fortuito con el Foneto que el algún momento ha formado parte de la vida de todos nosotros.

 

La escapada

Gonzalo Hidaldo Bayal

Tusquets editores

 

 

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17 de octubre de 2019
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La Cruz de Monte Arruit

Enrique Meneses Puertas era un lechuguino dedicado a dilapidar concienzudamente la fortuna familiar en los casinos y los restaurantes de moda de Madrid, París o Biarritz cuando repentinamente, y sin tenerlo meditado ni estar preparado para semejante propósito, se alistó voluntariamente y como soldado raso en las fuerzas  expedicionarias españolas que luchaban en Marruecos  defendiendo la última colonia de aquél imperio en el que antaño no se ponía el sol. Su inesperada decisión causó sorpresa y hasta escándalo entre sus refinadas y ociosas amistades, primero porque estaba muy lejos de ser un aventurero preparado para sobrellevar la clase de penalidades que le aguardaban pero sobre todo porque poco antes acababa de tener lugar el Desastre de Annual (1921) y las tropas españolas allí destacadas continuaban siendo masacradas debido en gran parte a la ineptitud de sus mandos y pero también porque, encima, las operaciones se llevaban a cabo con criterios más políticos que militares.

Vaya por delante que lejos de ser una obra con elevadas miras literarias  se trata de un texto de denuncia (o por mejor decir, de apasionada denuncia) y muchas veces el afán por dar cuenta de lo que allí vio se pone por delante de las reglas literarias y estilísticas al uso. A pesar de lo cual se lee con fruición porque ofrece un testimonio de primera mano de uno de los episodios más bochornosos  y cruentos  de una país al que aún le faltaba por vivir una terrible Guerra Civil.

De entrada es muy llamativa la descripción del estilo de vida de los chicos ricos en los años Veinte: automóviles de lujo, pisos suntuosos, criados, fiestas anegadas en champán hasta la madrugada, algún chute ocasional y mucho baile y mujerío. Las marquesas y las duquesas estaban en su salsa pero en ocasiones (“Hija, por Dios, qué lata”), no podían asistir a alguno de los mejores bailes de la temporada por culpa de otros compromisos previos.

En el curso de unos pocos días ese lujo y disipación se van a trocar por comidas en malas condiciones, agua podrida, camastros repletos de chinches y enfrentamientos contra un enemigo que luchaba por liberar de intrusos su territorio y recurría a  las peores atrocidades para amedrentar al adversario. Y Enrique Meneses  no pasa por alto uno solo de los terrores y miedos de unas tropas que veían multiplicados sus sufrimientos por la incompetencia de los mandos y el ciego egoísmo de unos políticos más ocupados en sus respectivas carreras que en el resultado final de una contienda que parecían dar por perdida.

A pesar de que la literatura relativa a las actuaciones de España en Marruecos es relativamente abundante, está claro que para las autoridades, y en especial para las franquistas, no era un episodio que les gustase airear. Al fin y al cabo, cualquier crítica al Ejército fue un tema tabú durante más de cuarenta años y el propio Francisco Franco, el caudillo invicto, fue uno de los generales directamente implicados en el desastre africano. Su devoción por las tropas nativas que tuvo un día tuvo bajo su mando podía verse reflejado en la vistosa Guarda Mora que le protegió de sus enemigos hasta mucho después de la independencia del Sahara.

Mientras se reponía en hospitales  de la Península de la grave herida en la cabeza sufrida en el curso de la desastrosa batalla por el Monte Arruit, Enrique Meneses dejó constancia por escrito de lo ocurrido durante sus meses de servicio primero en los Húsares de Pavía y el Regimiento de la Princesa y luego en los  famosos Regulares de Melilla, un cuerpo integrado en principio por soldados nativos que podían ser apoyados por españoles encuadrados en el escuadrón de caballería que poseía dicho regimiento. 

Al ya mencionado desinterés por las bellas letras por parte del autor  se une la dificultad de un lenguaje muy de acorde con la época pero decididamente anticuado para el gusto del lector actual. No obstante, la frescura del material narrativo, las vívidas descripciones de los olores, sonidos, miedos y heroísmos son más fuertes que cualquier expresión anticuada o excesiva (sobre todo en lo relativo a los sentimientos patrióticos) pero ello no permite olvidar los magníficos retratos de compañeros y amigos o pasajes tan vigorosos como una carga del escuadrón de caballería de los Regulares, con sus pequeños caballos árabes a galope tendido y ellos en pie sobre los estribos disparando contra el enemigo (pág. 115 de la presente edición).

Una vez repuesto, Enrique Meneses aún tendría tiempo de colaborar en Hollywood con Charly Chaplin, Rodolfo Valentino y demás celebridades de la época, ejercer de corresponsal en España del New York Herald Tribune, refundar la revista de Rubén Darío Cosmópolis o dirigir en París la agencia Prensa Mundial (favorable a la República, por supuesto) hecho que le valió en 1944 una condena a muerte bajo la acusación de haber ejercido cargos políticos. Su hijo, Enrique Meneses Miniaty (muerto en 2013) fue un escritor, reportero y fotógrafo mundialmente conocido.

La Cruz de Monte Arruit

Enrique Meneses Puertas  

Ediciones del Viento

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26 de septiembre de 2019
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El ángel del olvido

 

 

 

Carintia es un estado federado (bundesland) situado en el sur de Austria. Posee una importante minoría eslovena. Como ocurre con gran parte de las naciones de la gran Península de los Balcanes, la histortia de Carintia es larga, compleja y no exenta de violencia. Con la anexión de Austria por parte de Alemania en 1938, acto de guerra consumado con el beneplácito de gran parte de las autoridades y la población austríaca, se abrió para Carintia un periodo particularmente doloroso y difícil porque en la lucha contra el invasor jugó un papel muy importante el movimiento partisano decisivamente apoyado por las fuerzas comunistas de Eslovenia que al término de la II Guerra Mundial se hicieron con el poder tanto en la propia Eslovenia como en la serie de naciones integradas en la entonces recién creada Yugoslavia.

Al igual que ocurría al mismo tiempo en la Francia ocupada, cada acción bélica o de sabotaje llevada a cabo por los partisanos provocaba una brutal represión dirigida sobre todo contra la población civil y en especial contra las familias de los presuntos autores del hecho. Esa represión daba motivo a una escalada de represalias no menos cruentas y que provocaban castigos aun peores perpetrados por agentes de la Gestapo con ayuda de la policía local.

De todo ello habla la presente novela. El aspecto más destacable de la misma es el cuidado que pone la narradora en el transcurso del largo, desconcertante y muchas veces difícil proceso de conocimiento por parte de una niña que no vivió los peores y más traumáticos sucesos ocurridos durante la guerra, pero de los que poco a poco, y según crezca, se irá haciendo consciente, siendo cada vez más capaz de asumir como propio el entramado de odios, resentimientos y afán de venganza que todavía condicionan a los habitantes de Eisenkappel-Vellach, la aldea natal de una autora que no oculta en ningún momento que está utilizando su propia biografía como material literario.

Instintivamente, y porque intuye que sus padres están todavía demasiado condicionados por el pasado, la niña se pone del lado de la abuela, una verdadera fuerza de la naturaleza que si fue capaz de sobrevivir a las miserias y horrores de la guerra ahora, en plena posguerra, continúa mostrándose muy por encima de las circunstancias.

Poco a poco, y según vaya creciendo, la narradora irá conociendo la actuación y el grado de implicación de sus familiares y vecinos en unos hechos cuyo recuerdo todavía les tortura y condiciona sus vidas.

Como todo testimonio de primera mano, El ágel del olivido (una entidad celestial a la que acuden los habitantes de Eisenkappel igual que en otras latitudes se venera al Cristo de la buena muerte) aporta una visión personal y emocionada de uno de los muchos rincones olvidados de la Europa actual.

Maja Haderlap

El ángel del olvido

Traducción de José Aníbal Campos

Periférica

 

 

 

 

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18 de septiembre de 2019
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Frontera

A la mayoría de nosotros la palabra “frontera” nos evoca una barrera física (por ejemplo una alambrada) que parte nítidamente en dos un territorio que muchas veces era uno solo…hasta que alguien tuvo la ocurrencia de dividirlo. El paradigma podría ser ese aborrecible Muro de Berlín que Donald Trump parece querer emular  ahora para impedir la llegada de sus aborrecidos hispanos. Pero frontera  también puede referirse a un territorio inmenso, de límites físicos imprecisos  y abierto a los cuatro vientos, razón por la cual está expuesto a la irrupción de toda clase de pueblos, culturas e ideologías que pugnarán por imponerse a las demás,  generalmente por la fuerza del arma.

                En el caso de Europa su frontera oriental (Asia) es una gigantesca franja que va de Siberia al Mediterráneo y cuya delimitación ha costado incontables y ancestrales conflictos bélicos, con el agravante de que ni siquiera han podido fijarse todavía sus límites de forma estable. La zona norte de esa inmensa frontera, es decir Rusia y los territorios que integraban la extinta Unión Soviética nos resultan menos conocidos debido a la lejanía y a la proverbial renuencia de las autoridades soviéticas a dar noticia de sus conflictos internos, aunque si alguno de ellos ha salido a la luz pública (pongo el caso de Chechenia, sin ir más lejos)  las noticias que llegan desde allí suelen ser atroces.

Tradicionalmente, los conflictos ocurridos en la zona sur de la frontera euroasiática han tenido como epicentro los Balcanes y sus vecinos más inmediatos: Bulgaria por el norte y Grecia y Turquía al sur. La autora de Frontera, Kapka Kassabova nació en la esquina de Bulgaria donde confluyen también Grecia y Turquía, ocupando esos tres países un territorio conocido en la Antigüedad como Tracia. En 1989, cuando debido a la caída del Muro de Berlín se desmoronaron las URSS y el entramado de países que formaban el llamado Telón de Acero, los padres de Kapka Kassabova aprovecharon para emigrar a Nueva Zelanada, aunque más adelante ella se trasladaría a Escocia. Al cumplir los 30 años Kapka Kassabova decidió que había llegado el momento de regresar al escenario de su infancia y aprovechar la actual libertad de desplazamiento para conocer las zonas situadas al otro lado de las fronteras con Grecia y Turquía y que tantas vidas y sinsabores les había costado a quienes trataron de traspasar clandestinamente  esas  barreras.

El presente libro es el resultado de los vagabundeos de la autora por aquellos parajes. Casi sin proponérselo, pues más que un ensayo histórico formal es el recuento de incontables horas pasadas en cafés, posadas, carreteras que no llevaban a ninguna parte o incursiones por bosques impenetrables, la autora recrea en las conversaciones con unos y otros los paisajes y las vidas de  cuantos le van saliendo al paso. Y el recuento es alucinante porque sus interlocutores (taberneros, pastores, guardias fronterizos, poetas o viajantes de comercio),   tienen casi todos una característica común: son como  náufragos que han quedado varados en pueblos deshabitados debido a la descabellada política étnica  llevada a cabo por las autoridades de los tres países vecinos. A veces eran antiguos pueblos búlgaros que por aquello de la redefinición de fronteras pasaron a pertenecer a Turquía y fueron obligados por las autoridades de su nuevo país a regresar a su origen, con el agravante de que al no acomodarse en su nuevo asentamiento porque los consideraban turcos, al tratar de volver a sus casas se encontraban que éstas habían sido ocupadas por “griegos” de origen búlgaro también expulsados de sus hogares. Pero como  los  intercambios forzosos de unos territorios a otros ha sido una práctica habitual, el resultado es que la autora nunca sabe lo que va a encontrar a uno u otro lado de las fronteras, aunque casi todos tienen otra característica común: suelen aferrarse a su lengua y sus tradiciones y creen fervorosamente en los mitos y supersticiones de sus ancestros porque parece como si tales señas de identidad fuesen la única certeza que les cabe en una vida sin esperanza de mejora y que transcurre al límite de la miseria. Incluso se encuentra con una pareja acomodada y propietaria de una buena casa  que tienen en venta porque sueñan con poder instalarse algún día en Marbella. Es alucinante la capacidad del ser humano para infligir dolor y asumir las consecuencias de sus desmanes.

 

Frontera

Kapka Kassabova

Traducción de Cristina Lizarbe

Arma/enia.

                 

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3 de agosto de 2019
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La canción de la llanura

Si me pidieran que definiera esta novela con una sola palabra seguro que elegiría “sencillez”. Y si tan ociosa petición me pillara en un día particularmente obtuso, precisaría: “difícil sencillez”. Y conste que ocurren cosas tremendas. Ahí está esa madre tan ocupada en cuidarse  la depresión que no solo ha dejado de hacer caso a su marido y a sus dos hijos de ocho y nueve años sino que al final los abandona sin despedirse apenas ni dejar una simple pista acerca de un posible regreso. “Dadme un beso”, les dice. “¿Vendréis a visitarme algún día?”. También  está  Victoria Roudideaux, una adolescente que por no hacer caso de las advertencias maternas  y no tomar las precauciones debidas, se queda embarazada y la madre la pone en la calle sin más. “No puedes hacerme esto, mamá”, dice ella. Pero sí, de pronto se encuentra en  la calle con dieciséis años, todavía en el instituto (es decir, sin un duro) y con un responsable de su gravidez que no quiere saber nada de responsabilidades y hasta pone en duda su posible paternidad.  Más cosas tremendas: los niños, Iker y Bobby, presencian una degradante escena en la que otra adolescente es obligada por su novio a hacer el amor con su mejor amigo “porque yo se lo había prometido y no me vas a dejar mal ahora”. Haber sido testigos de tal humillación les cuesta ser dolorosamente humillados a su vez por el ofensor y su amigo, castigo que les es infligido  para que vean lo que puede pasarles si van contando cosas por ahí.  Más adelante presenciarán una espeluznante (y muy detallada) autopsia al caballo de uno de ellos, muerto en circunstancias bastante dramáticas.

Todo ello se cuenta con la ya mencionada sencillez, aunque también cabría hablar de naturalidad. Son simples episodios cotidianos que no perturban la anodina existencia de una minúscula localidad del condado de Holt, en Colorado.  Cosas que pasan, contadas además en secuencias muy breves (los capítulos  raras veces sobrepasan las dos páginas) y que parecen compuestas a base de frases muy cortas y sin más  elementos  ni adornos técnicos  que el recurso al  sujeto, verbo y predicado  repetidos  hasta el final. Claro que no por casualidad el título original de la novela es Plainsong, es decir, canto llano o gregoriano,   una composición de la liturgia cristiana monofónica y sin acompañamiento musical.

Lo curioso es que, en contra de cuanto pueda parecer, Kent Haruf se las apaña estupendamente para transmitir las emociones y los encontrados sentimientos de los personajes (abandono, dolor, miedo, frustración, desamparo, etc) sin necesidad de recurrir a la tragedia ni el tremendismo.  En parte ello se debe a la existencia de otros personajes que, con la misma sencillez, se encargan de contrarrestar las puntas de brutalidad y desgarro que se van sucediendo. Y ahí está sin ir más lejos  Maggie Jones, una madura profesora del instituto, compañera del padre de Iker y Bobby y (por alguna razón se adivina desde el primer encuentro entre ambos) su futura compañera sentimental. A esa mujer, por otra parte perfectamente sensata, se le ocurre la idea de recurrir a los  hermanos McPheron, dos  ganaderos solterones y entrañablemente huraños, para que se hagan cargo de la embarazada adolescente  “sólo hasta que tenga el niño”. La reconversión de ese par de patosos y gruñones  ganaderos en los abnegados protectores de una parturienta primeriza es de una ternura ejemplar.  Cuando la chica se queja a la maestra de que los dos hermanos no hablan nunca, ni con ella ni entre sí, la maestra les aborda en un supermercado y les dice  que hagan el favor de comportarse y tratar a su protegida como es debido. Y los hermanos, compungidos, deciden enmendar su error y le dan un curso completo del comportamiento de los precios de los productos agrícolas en el mercado. La escena es genial.

Quienes se enganchen con la difícil sencillez de esta novela están de enhorabuena porque en realidad forma parte de una trilogía que bien podría ser tomada como ejemplo de hasta qué punto es posible practicar el buenismo (o se prefiere, no ser solamente un  cronista de lo peor y más abyecto del comportamiento humano) sin caer en la cursilería.

 

La canción de la llanura

Kent Haruf

Traducción de Agustín Vergara

Literatura Random House

 

 

 

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19 de julio de 2019
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Zuleijá abre los ojos

Todo cuanto se narra en esta novela es tan desgarrado y brutal, y resulta  tan ajeno a la experiencia vital del lector medio que incluso la descripción de cómo se tomaba un baño en la Rusia campesina del siglo pasado resulta una experiencia fascinante. Claro que las condiciones ambientes eran extremas porque en una isba tanto la letrina como la caseta de baños (muy similar a la actual sauna nórdica) se encontraban fuera de la casa, lo cual, teniendo en cuenta que las temperaturas podían alcanzar bastantes grados por debajo del cero, imponía la obligación de empezar por limpiar la nieve que cubría el sendero entre la casa y el baño; allí había que encender el fuego para calentar la estancia y el agua, hecho lo cual se podían efectuar la abluciones: la descripción de las prendas que era necesario vestir para no morir congelado durante el traslado desde la casa es otro ejercicio de estilo casi surrealista.

Y en general pasa un poco lo mismo con el resto de una narración centrada en Zuleijá, la esposa tártara que va a sufrir un inmisericorde proceso de reeducación moral resumido en el título bajo el eufemismo de “abrir los ojos”. Visto desde fuera, las condiciones de vida de una mujer perteneciente a una etnia minoritaria  y considera inferior eran tan miserables y cercanas a la esclavitud (un marido ruso brutal y maltratador, una suegra viperina y sin más ocupación en la vida que martirizar a su nuera y un régimen de trabajo doméstico que empezaba al amanecer y no terminaba hasta bien entrada la noche) que no podían ser peores si por aquellas cosas de la vida era acusada de ser una kulak y deportada a Siberia junto con otros miles de terratenientes y campesinos ricos que además de ser desposeídos de sus bienes eran hacinados en vagones de transporte de ganado y enviados a remotos campos de trabajo para su reeducación. Pero sí, resulta que en esta vida siempre  se puede ir a peor.

Aunque de religión musulmana, con todas las cargas que esa fe impone a la mujer, en el inicio de la narración Zuleijá vive con intensidad las  creencias heredadas de sus antepasados tártaros, en especial la convivencia con espíritus como el basu kapka iyase, encargado de evitar que los malos espíritus traspasen los límites del pueblo y  al que se puede comprar con golosinas para que interceda ante el zirat iyase, el guardián del cementerio. Pese a los duros castigos que puede costarle su acto, Zukleijá comete la osadía de robar alimentos en casa de su marido para comprar al guardián y asegurarse el bienestar de sus cuatro hijas, muertas al poco de nacer y enterradas en ese cementerio. Y tiene un gesto que resulta enternecedor porque una vez ante sus tumbas se ocupa de cubrirlas bien de nieve para que las niñas “descansen abrigadas y en paz hasta la llegada de la primavera”. 

Cabe imaginar lo doloroso que le va a resultar el proceso que se inicia cuando, volviendo del bosque  en compañía de su  esposo, éste resulta muerto a manos de Ignatov, el jefe del destacamento gubernamental encargado de requisar los bienes de los campesino ricos y agrupar a estos y sus familias en la cárcel de Kazán, capital de la república tártara, para su posterior traslado a un destino desconocido. Zuleijá, fue entregada a su esposo cuando tenía 15 años y como no ha salido nunca de su aldea no alcanza ni a imaginar que pueda haber otra vida más allá de su horizonte doméstico. Le avergüenza ser vista en la calle con la cabeza descubierta, jamás ha mirado directamente a los ojos a un hombre y por nada del mundo se dejaría palpar el vientre por una mano masculina incluso si se tratara de un ginecólogo. Y sin embargo, de la  noche a la mañana se va a encontrar encerrada en un vagón atestado y en el que habrá de hacer sus necesidades a la vista de todos levantando la tapa de una trampilla que da sobre la vía. Eso entre otras muchas vicisitudes  que van a forjar como a martillazos el proceso de apertura de Zuleijá a la realidad del mundo exterior y, sobre todo al conocimiento de sí misma, especialmente cuando debe reconocer por qué tazón toda ella se hace miel (así lo describe la autora,  Guzel Yájina), cuando se encuentra a solas con Ignatov, sí, el hombre que mató a sangre fría a su esposo.

Un aspecto muy de agradecer, es que pese al tono despiadado y bestial que predomina en la narración (y cómo podría ser de otro modo si se están describiendo las  peores purgas de Stalin)  Gucel Yájina, la joven autora, no olvida que está hablando de personas, es decir seres capaces de las peores atrocidades y también de conservar sentimientos que los ennoblecen: generosidad, compasión, empatía o cariño, aunque es innecesario señalar que todo ello se prodiga más entre las víctimas que entre  los verdugos.

Otro aspecto impagable de esta novela es que ocasionalmente la autora deja la narración en manos de personajes tan logrados  como el profesor Wolf Karlovich Leibe, un eminente maestro y cirujano al que la naturaleza le ha borrado piadosamente la consciencia y por lo tanto no se ha enterado de que la Revolución le ha despojado de todos sus cargos, honores y bienes y que de milagro no ha sido fusilado porque las autoridades soviéticas le consideran un espía alemán. Para culminar su acto de bondad, la naturaleza no le ha privado también de su saber y su actividad como médico será una bendición para los deportados cuando él también sea enviado a  Siberia. Zuleijá abre los ojos enlaza con naturalidad con la gran tradición de la novelística rusa, pero con unos toques de modernidad muy positivos.

 

Zuleijá abre los ojos

Guzel Yájina

Traducción de Jorge Ferrer

Editorial Acantilado    

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6 de julio de 2019
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Leyendas de otoño

Las fotografías de sus últimos años (murió en 2016) muestran a tipo tuerto, desdentado y con el cabello y la barba ralos pero encrespados. Podría ser un viejo guerrero vikingo con el rostro tallado a espadazos. Nadie diría que bajo ese aspecto se escondía un delicado poeta con 14 poemarios en su haber, que leía a Machado en castellano y podía poner en boca de uno de sus más trágicos personajes unos versos de  Lorca que suenan a epitafio: “Quiero dormir el sueño de las manzanas, alejarme del tumulto de los cementerios”. Además se veía a sí mismo como un personaje de Bolaño, “siempre excitado por cosas inapropiadas”.

                Era además un escritor furioso (una veintena de novelas y relatos llevan su firma) y solía mantener sonadas trifulcas con los editores por su negativa a permitir que los dichosos correctores modificaran sus textos. Y eso que los dichosos correctores a veces tenían motivos de sobra para enarbolar el lápiz rojo porque Jim Harrison apenas corregía sus escritos. Aseguraba que sus relatos eran una especie de sublimación de su propia experiencia y que por formar parte de su vida no necesitaba que nadie le dijese cómo debía contarla.

                Nació en Michigan en 1937 y su padre, un ingeniero agrícola, le hubiese pagado los estudios en cualquier universidad igual que lo hizo con sus hermanos, salvo que a diferencia de éstos, que llegaron a ocupar altos cargos docentes, Jim prefirió con apenas veinte años trasladarse a Nueva York para desarrollar la que iba a ser la pasión tranquila de su vida: la poesía. Su otra pasión, mucho más turbulenta, la ejerció en forma de relatos publicados en los medios más prestigiosos del momento: The New YorkerEsquireRolling StonePlayboy o The New York Times Magazine. Con el tiempo se trasladó a Los Angeles y su colaboración con Hollywood le valió la amistad de gente como Orson Wells y Sean Connery, aunque su relación más decisiva fue Jack Nicholson, ya que éste le adelantó treinta mil dólares para que escribiera tres relatos susceptibles de ser llevados al cine y que el lector tiene la oportunidad de leer en este volumen. El primero de los relatos fue Venganza y lo terminó en diez días. El segundo, Leyendas de otoño, le costó dos semanas más, en tanto que el tercero, El hombre que renunció a su nombre, le costó más trabajo y encima nunca llegó a ser pasado al cine. Leyendas de otoño, en cambio, se filmó en 1995 con Brad Pitt y Anthony Hopkins en los papeles estelares  y aunque el propio Harrison colaboró en el guión, la película se estrenó  bajo el título de Leyendas de pasión.  En cualquier caso fue un bombazo de taquilla tan sustancioso que permitió a Jim Harrison dar rienda suelta a sus restantes pasiones: comer y beber inmoderadamente, fumar como un carretero y vivir inmerso en la naturaleza: se sentía tan en contacto con esta que no veía contradicción entre su afición a observar pájaros  y cazarlos, aunque si alguien le ponía alguna objeción alegaba que los cazaba para cocinarlos y comerlos en compañía de sus invitados. Disfrutaba tanto de la buena mesa que incluso escribió un libro de cocina.   

            Cuando gracias a sus libros pudo elegir su lugar de residencia, siempre buscó  ranchos diseminados por lugares como Montana, Nuevo México o Arizona, aunque también visitaba Francia con frecuencia (bajo la influencia de Rimbaud) y España, y más concretamente  la Sevilla en la que le gustaba rastrear  las raíces de Machado y Lorca.

            Igual que en su quehacer mezclaba sin problemas  la elaboración de delicados poemas con el relato de situaciones de una dureza extrema (y basta echarle una ojeada a Venganza para ver lo que quiero decir) en los propios  relatos se alternan con naturalidad  situaciones y sentimientos  delicados con gestos de una dureza que deja al lector sin aliento.  También es un buen ejemplo de lo que digo su novela Dalva, publicada por Errata Naturae en 2018. Hay páginas, o series de páginas, a lo largo de las cuales uno cree estar escuchando como música de fondo una de las canciones de Bruce Springstein en las que este evoca la América dura, violenta y desarraigada pero también sana, vigorosa y que todavía no ha terminado de asentar las fronteras.  Nunca aceptó la ayuda de máquinas para escribir (salvo que se pueda considerar que la estilográfica es una máquina) y se le nota: el ritmo de la prosa es acompasado y sereno y no cuesta nada imaginarlo con un par de perros a sus pies y buscar inspiración paseando la mirada por el desierto en marcado en la ventana de alguno de los cobertizos que elegía para escribir.

 

Leyendas de otoño

Jim Harrison

Traducción de Luis Alvear

Erra Naturae  

      

 

 

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21 de junio de 2019
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Mañana tendremos otros nombres

Dar noticia de una ruptura sentimental, o narrar la crónica de un desamor, nunca  ha sido una  tarea fácil, ni tampoco  grata. Sin ir más lejos,  y sólo  por un legítimo deseo de llegar al fondo de tan doloroso desgarro,  se puede terminar oficiando de forense,  y conste que en el texto se alude sin rodeos a tan escasamente apetecible posibilidad: “[…] quizá toda historia de amor termina siendo una investigación, o mejor, una autopsia”.

Consciente de la posibilidad de caer en ese o en cualquiera de los otros muchos peligros que aquejan y afean al género (autocompasión, despecho y afán de venganza, el malo es el otro, ahora resulta que no sé a quién he amado la mitad de mi vida, etc.etc.) Patricio Pron se ha valido con muy notable acierto de unos recursos narrativos que no son en absoluto habituales y que pueden desorientar al lector, aunque ello ocurre únicamente hasta que  se  entienden las reglas de juego. Que resultan ser fascinantes porque le han permitido ir mucho más allá de un simple y desgraciado caso particular.

De entrada, las dos voces encargadas de llevar el peso de la narración son Él y Ella, es decir, nada que ver con aquellos personajes a los que el autor se encargaba de proporcionar cuanto antes unos rasgos físicos y un comportamiento moral  que permitían la inmediata identificación del lector, solidarizándose con unos y rechazando a otros  como ocurre en la vida misma. Tal despersonalización choca al principio  porque, encima, cuando empiezan a entrar en juego los demás personajes  ninguno de ellos recibe más rasgo identificador que la inicial (D., E., A., M., Bg. J., F.). Y lo mismo pasa con los padres de todos ellos, que son solo eso, padres innombrados, o con los jefes del despacho de arquitectos  en el que trabaja Ella, y a los que en todo caso se les da el tratamiento de jefe principal, jefe menos jefe, etc.

Si se tratase de una película podría decirse que toda ella ha sido rodada en planos medios, esto es, sin panorámicas que permiten una visión comprensiva y conjunta de la escena pero  también sin los primeros planos de los que se valen los directores  para resaltar un aspecto fundamental de la narración. Tampoco hay flash-backs (y los que hay son meros apuntes referidos al pasado), tampoco hay recurso al plano y contraplano ni  a todo el resto de triquiñuelas cinematográficas que permiten acelerar o retardar la acción o crear ilusiones  engañosas, así como tampoco hay apenas saltos  temporales o bifurcaciones elípticas. En absoluto. El flujo narrativo se mantiene inalterable mientras las cosas pasan porque tenían que pasar: al principio de conocerse El y Ella se van a vivir juntos porque así tenía que ser, y al cabo de unos años se separan porque quién se opone a la fatalidad. En algún momento Ella dice: “[…] nunca elegimos, solo vivimos en lo que es, lo  que no es existe sólo como idea, y como toda idea no puede ser habitada. Permanece a la espera, mientras uno cree que decide algo”.

Ese mundo de ideas no habitadas, y por lo tanto ese mundo deshabitado y a la espera de tomar una decisión, se complementa con otras  muchas intuiciones que suelen apuntarse siempre a  modo de tentativa. Por ejemplo: “[Él] siempre había pensado en la identidad como un punto de llegada, nunca como uno de partida”. Y de ahí, lógicamente,  que mañana vayamos a tener otros nombres, y unas vidas determinadas por el momento de la llegada y nunca al partir.

Porque, en definitiva, lo que Patricio Pron va construyendo con la tenacidad del tallador que esculpe lo que quizá acabará siendo el Mausoleo de Halicarnaso, es una clase de cotidianidad que  les resultará totalmente ajena e incomprensible a quienes se estén acercando al final de su trayectoria vital (viejos). A los propios protagonistas les pasa un poco  lo mismo porque también ellos están en plena exploración, pero si el lector ya veterano  cree de pronto reconocer una propuesta — por ejemplo si se trata de resolver los sempiternos problemas de la vida en pareja con el conocido y nunca exitoso recurso a lo que ahora los cursis de los reality show llaman “poliamor”— de inmediato se sentirá excluido al ver que lo que se pretende es “optimizar” la relación con la “adquisición” de un tercer actor. Lo mismo ocurre con la (casi siempre calamitosa) búsqueda de pareja acudiendo a los medios sociales, o las relaciones interpersonales mediante mensajes con los que se rompe un noviazgo, se propone una vida en común o se anuncia un cambia de piso o trabajo, expresado todo ello en tiradas de no más de 120 palabras. Entremezclados en un flujo narrativo que surge como un poderoso chorro continuo,  van apareciendo rasgos superestructurales  (las leyes del mercado, las imposiciones de la genética, las corrientes sociales, la precariedad laboral, etc) que conforman  y determinan unas vidas inmersas en la vieja pelea entre el deseo y la realidad. Y si dar noticia de un desamor nunca ha sido fácil ni grato, crear  a su alrededor un ámbito de significación inteligible (lo que la crítica de antes llamaba un universo narrativo) es una ambición  hercúlea que Patricio Pron ha resuelto con  brillantez y acierto porque, por encima de  todo, su novela es una apasionante tentativa encontrar un lenguaje capaz de dar cuenta de una realidad exterior que se está conformando ahora, o para decirlo más directamente, cómo dar noticia de que está surgiendo un mundo nuevo y que no puede ser reflejado mediante las técnicas narrativas de antes. Nada menos.   

 

Mañana tendremos otros nombres

Patricio Pron

Premio Alfaguara de novela 2019

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La luna.Símbolo de transformación

 

Quienes sientan la necesidad de saberlo ABSOLUTAMENTE TODO acerca de la Luna están de suerte porque la editorial Atalanta acaba de publicar un monumental trabajo de Jules Cashford en el que la autora explora exhaustivamente los mitos, símbolos e imágenes poéticas (centenares de imágenes poéticas) acerca de la Luna, recurriendo entre otras fuentes a la historia, la antropología, la mitología o la imaginación para llevar a cabo un estudio de las ideas desde el Paleolítico hasta la actualidad. Nada menos.

Basta con echar una ojeada al índice de los capítulos, profusamente ilustrados, para hacerse una idea del alcance y el discurrir de los objetivos de la autora: La Luna y los ritmos de la vida, la Luna y las aguas, la Luna y la gran red de la vidas, la Luna y el Sol, la Luna y la fertilidad, la Luna y el destino, La Luna negra y la muerte, la Luna nueva y el renacimiento, etc. 

El título completo de la obra, La Luna. Símbolo de transformación, es otra muestra de que Jules Cashford no se ha limitado a realizar un trabajo enciclopédico, pues su intención es dar respuesta a lo que estos relatos e imágenes ponen de manifiesto acerca de la consciencia humana y su capacidad de evolución.  Al principio de todo, cuando la principal fuente de conocimiento para el homo sapiens era la observación del medio natural en el que estaba inmerso, lo primero que llamó su atención fueron la constante y cambiante sucesión de los fenómenos que afectaban a la Naturaleza y por lo tanto a su vida: el cielo y la tierra, la noche y el día o el ritmo de la aparición y desaparición de los astros celestes. La autora sostiene que lo sorprendente, sobre todo desde el punto de vista de una cultura solar como es la nuestra desde la adopción generalizada de la agricultura hace ahora más de tres mil años, es que fuese la luna y no el sol el principal foco de las ideas y prácticas sagradas una vez que estas asumieron un alcance cosmológico. Para dar respuesta a las grandes preguntas que el ser humano se ha planteado a si mismo desde sus orígenes, el primer objeto de observación y estudio fue la luna, con sus salidas y ocasos aparentemente caprichosos, sus ritmos de crecimiento y disminución o  el mismo hecho de desaparecer del todo para reaparecer unos días más tarde. Gracias a ella, según la autora, el hombre primitivo pudo concebir algo tan abstracto como es el tiempo o el concepto de ciclo, y ahí se inició el desarrollo del pensamiento deductivo y  racional, siempre visualizado mediante el recurso al lenguaje simbólico.

 El problema, que la combativa Jules Cashford cuestiona una y otra vez, es que el pensamiento simbólico no sólo fue anterior al discurrir racional y al lenguaje discursivo actual sino que encima era indiscernible del sentimiento religioso y los primeros intentos de explicaciones científicas. Lo cual hace que el pensamiento simbólico sea rechazado tachándolo de fantasioso y carente del respaldo de “lo real”. Para Jules Cashford ese rechazo es empobrecedor porque el discurso simbólico no es  dialéctico sino integrador, y en lugar de atomizar el conocimiento creando compartimentos estancos que muchas veces sólo se afirman negando a sus contrarios, crea imágenes inteligibles, evocadoras y capaces de seguir expresando allí donde los restantes discursos guardan silencio.

Albert Einstein, poseedor de un discurso inclusivo que iba mucho más allá de la teoría de la relatividad, planteó el problema de la tendencia exclusivista y disgregadora actual de la siguiente forma: ”El poder desencadenado por la bomba atómica lo ha cambiado todo salvo nuestra forma de pensar. Por eso nos encaminamos hacia catástrofes sin precedentes”. Por decirlo como Jules Cashford lo repite en cierto modo a lo largo de su libro, el ser humano tiene actualmente la misma necesidad de dar respuestas que tenían sus ancestros más lejanos. Ellos carecían de lenguaje y se lo inventaron a base de transformar su pensamiento como queda reflejado en este libro. Todo hace suponer, por decirlo como lo hace Einstein, que se impone un cambio en la  forma de pensar y que si no se cuestiona el rechazo tan radical a lo simbólico nos aguardan catástrofes sin precedentes.

Por fortuna, y aunque sea de forma puntual, algo parece estar cambiando. Porque, sin ir más lejos, cuando ese científico de la NASA que acciona todos los días los mandos que le permiten manejar el vehículo que él mismo contribuyó a que llegar sano y salvo al lejano Marte, al prever los peligros que suponen para sus aparatos viajando por el espacio la existencia de los misteriosos agujeros negros, ¿no está en pleno  lenguaje simbólico (por no llamarlo directamente poético) cuando los define como “horizontes de acontecimientos absolutos”? Seguro de Jules Cashford lo tomaría de inmediato por uno de los suyos.

La Luna. Símbolo de transformación.

Jules Cashford

Traducción de Francisco López Martín

Atalanta

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20 de febrero de 2019
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Comedia

 

Sería pretencioso tratar de decir algo coherente, y no digamos original, acerca de la obra cumbre de Dante obviando el hecho de que casi con toda seguridad ya habrá sido dicho antes, y encima con mayor propiedad, por cualquiera de los infinitos estudios que le han sido dedicados a lo largo de los más de setecientos años transcurridos desde su publicación. Incluso un crítico tan prestigioso como Harold Bloom se limitó a decir muchas y muy elogiosas generalidades y sólo al final, amparándose en su inmensa autoridad se descolgó  acusando a Beatriz de “ gruñona” y de haber provocado en Dante un amor definido por Borges como “desgraciado y supersticioso”. E insiste: “está claro que Dante se habría enamorado de Matilde [su guía durante la travesía del Purgatorio] si la transfigurada Beatriz, madre regañona e imagen del deseo, no lo estuviese esperando en el canto siguiente”.  Matilde, por el contrario, “graciosa y bella”, era la “misteriosa epítome de una joven enamorada”.

                En cambio sí es pertinente hablar de la excelente traducción de José María Micó y de la no menos excelente edición de Acantilado.  Catedrático de Literatura en la Universidad Pompeu Fabra, poeta, filólogo, traductor y músico (quien sienta curiosidad puede verle en YouTube interpretando sus propias canciones en compañía de Marta, su mujer)  a José María Micó le ha costado cuatro años terminar su versión de la Comedia. De entrada llama la atención la radical desaparición del apelativo a la divinidad de la obra, una ocurrencia de Boccaccio que luego fue universalmente adoptada por todos. Además de devolverle el título original, Micó respetó los tercetos de endecasílabos (la famosa terza rima inventada por Dante) pero en cambio renunció a la rima porque, como él mismo dice, “al verter el texto en verso rimado te obligas a un registro especial, a forzar el sentido y la sintaxis”. Ángel Crespo en 1975, y J.M. Sagarra en catalán (1953) recurrieron a la rima en sus respectivas traducciones y recibieron muchos elogios por ello, pero no es menos cierto que en ocasiones los textos de ambos resultan casi ininteligibles.

                Hay que tener en cuenta, hablando de ininteligibilidad, que si bien Shakespeare se inventó  o dio significación nueva a numerosas palabras, el idioma al que recurrió para escribir sus obras ya estaba hecho y disponía de ilustres antecesores que le servían de modelo,  Dante por su parte tuvo que inventarse el italiano mientras escribía  la Comedia, razón por la cual utilizó gran cantidad de neologismos, cultismos y unas palabras inventadas que tanto martirizan a sus traductores, ello por no hablar del frecuente recurso a la lengua llamada vulgar (en todos los sentidos) y ahí está el ejemplo del demonio que “hace de su culo una trompeta”, aludiendo a la ventosidad que se tira un maleducado súcubo.

                Otro aspecto que contribuye a que la presente versión de la Comedia resulte tan agradable de leer es la sustitución de las siempre engorrosas notas a pie de página por unas breves pero muy precisas introducciones a cada canto en las que, adoptando el papel de la gruñona Beatriz o la encantadora Matilde, Micó guía al lector por los vericuetos del círculo correspondiente ofreciendo pequeños datos biográficos de los personajes que surjan al paso y, si se tercia, la razón de su presencia allí.

                Y también es muy pertinente hablar de la edición en sí: tapa dura, papel de primera calidad y una encuadernación que permite que el libro se quede abierto en cualquier página sin necesidad de forzarlo.  Y en lugar de las habituales notas a pie de página, más de dos tercios de la misma lo ocupa el texto castellano, mientras que la parte inferior se ha reservado al texto original.  Inevitablemente, el cuerpo de letra en este caso es diminuto, pero en el peor de los casos en las tiendas venden ya unas lupas dotadas de luz que facilitan enormemente la lectura a quienes no tengan tanta agudeza visual como solían.

                Decir finalmente que hacer una edición tan cuidada, y por ende costosa, de la Comedia no parece que vaya a ser un negocioso ruinoso porque tiene todo el aspecto de ser uno de esos libros de salida lenta pero de largo aliento. Y al mismo tiempo, en esta época de idiotismo generalizado en la que reina lo insustancial y lo frívolo, es un guiño a la reducida pero incombustible colonia de resistentes que, llámense pequeños editores, libreros de trinchera o lectores pese a todo, mantienen viva la apuesta por la calidad y su compromiso con el viejo y vapuleado  “No pasarán”.  Faltaría más.

 

Comedia

Dante Alighieri

Prólogo, comentarios y traducción de José Maria Micó.

Acantilado.

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5 de febrero de 2019
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