Javier Fernández de Castro
Las fotografías de sus últimos años (murió en 2016) muestran a tipo tuerto, desdentado y con el cabello y la barba ralos pero encrespados. Podría ser un viejo guerrero vikingo con el rostro tallado a espadazos. Nadie diría que bajo ese aspecto se escondía un delicado poeta con 14 poemarios en su haber, que leía a Machado en castellano y podía poner en boca de uno de sus más trágicos personajes unos versos de Lorca que suenan a epitafio: “Quiero dormir el sueño de las manzanas, alejarme del tumulto de los cementerios”. Además se veía a sí mismo como un personaje de Bolaño, “siempre excitado por cosas inapropiadas”.
Era además un escritor furioso (una veintena de novelas y relatos llevan su firma) y solía mantener sonadas trifulcas con los editores por su negativa a permitir que los dichosos correctores modificaran sus textos. Y eso que los dichosos correctores a veces tenían motivos de sobra para enarbolar el lápiz rojo porque Jim Harrison apenas corregía sus escritos. Aseguraba que sus relatos eran una especie de sublimación de su propia experiencia y que por formar parte de su vida no necesitaba que nadie le dijese cómo debía contarla.
Nació en Michigan en 1937 y su padre, un ingeniero agrícola, le hubiese pagado los estudios en cualquier universidad igual que lo hizo con sus hermanos, salvo que a diferencia de éstos, que llegaron a ocupar altos cargos docentes, Jim prefirió con apenas veinte años trasladarse a Nueva York para desarrollar la que iba a ser la pasión tranquila de su vida: la poesía. Su otra pasión, mucho más turbulenta, la ejerció en forma de relatos publicados en los medios más prestigiosos del momento: The New Yorker, Esquire, Rolling Stone, Playboy o The New York Times Magazine. Con el tiempo se trasladó a Los Angeles y su colaboración con Hollywood le valió la amistad de gente como Orson Wells y Sean Connery, aunque su relación más decisiva fue Jack Nicholson, ya que éste le adelantó treinta mil dólares para que escribiera tres relatos susceptibles de ser llevados al cine y que el lector tiene la oportunidad de leer en este volumen. El primero de los relatos fue Venganza y lo terminó en diez días. El segundo, Leyendas de otoño, le costó dos semanas más, en tanto que el tercero, El hombre que renunció a su nombre, le costó más trabajo y encima nunca llegó a ser pasado al cine. Leyendas de otoño, en cambio, se filmó en 1995 con Brad Pitt y Anthony Hopkins en los papeles estelares y aunque el propio Harrison colaboró en el guión, la película se estrenó bajo el título de Leyendas de pasión. En cualquier caso fue un bombazo de taquilla tan sustancioso que permitió a Jim Harrison dar rienda suelta a sus restantes pasiones: comer y beber inmoderadamente, fumar como un carretero y vivir inmerso en la naturaleza: se sentía tan en contacto con esta que no veía contradicción entre su afición a observar pájaros y cazarlos, aunque si alguien le ponía alguna objeción alegaba que los cazaba para cocinarlos y comerlos en compañía de sus invitados. Disfrutaba tanto de la buena mesa que incluso escribió un libro de cocina.
Cuando gracias a sus libros pudo elegir su lugar de residencia, siempre buscó ranchos diseminados por lugares como Montana, Nuevo México o Arizona, aunque también visitaba Francia con frecuencia (bajo la influencia de Rimbaud) y España, y más concretamente la Sevilla en la que le gustaba rastrear las raíces de Machado y Lorca.
Igual que en su quehacer mezclaba sin problemas la elaboración de delicados poemas con el relato de situaciones de una dureza extrema (y basta echarle una ojeada a Venganza para ver lo que quiero decir) en los propios relatos se alternan con naturalidad situaciones y sentimientos delicados con gestos de una dureza que deja al lector sin aliento. También es un buen ejemplo de lo que digo su novela Dalva, publicada por Errata Naturae en 2018. Hay páginas, o series de páginas, a lo largo de las cuales uno cree estar escuchando como música de fondo una de las canciones de Bruce Springstein en las que este evoca la América dura, violenta y desarraigada pero también sana, vigorosa y que todavía no ha terminado de asentar las fronteras. Nunca aceptó la ayuda de máquinas para escribir (salvo que se pueda considerar que la estilográfica es una máquina) y se le nota: el ritmo de la prosa es acompasado y sereno y no cuesta nada imaginarlo con un par de perros a sus pies y buscar inspiración paseando la mirada por el desierto en marcado en la ventana de alguno de los cobertizos que elegía para escribir.
Leyendas de otoño
Jim Harrison
Traducción de Luis Alvear
Erra Naturae