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Progresamos

En un año de Gobierno ya empiezan a verse las líneas maestras del proyecto y a presentirse cuál será el futuro de este país

Se va adivinando, avanza muy despacio para no asustar, pero en un año de Gobierno ya empiezan a verse las líneas maestras del proyecto y a presentirse cuál será el futuro de este país si continúa el programa de cimentación de una nueva sociedad española.

En primer lugar, está ya claro que no hay empatía por ninguna de las democracias europeas. Es algo que sospechábamos desde el comienzo. El modelo que persigue el Gobierno no es el de los países del contorno. Se parece más al de algunas repúblicas de América del Sur como Argentina, Venezuela o Bolivia. El favorito es Argentina porque una parte del Gobierno es peronista, aunque el fragmento chavista tiene mayor influencia. En ambos casos, sin embargo, al modelo le falta un pedestal. El culto al jefe patriarcal, como lo fueron Perón o Chávez, no puede ser sustituido por torpes imitaciones como Maduro o Kirchner. Una república populista requiere un caudillo.

¿El caudillo podría ser Pablo Iglesias? Sin duda Sánchez carece de carácter para ese cometido como se ha visto en un año de Gobierno en el que todos sus socios, separatistas catalanes y vascos, posetarras, comunistas, peronistas y chavistas de Podemos, le han robado el escenario y lo han sometido en todos y cada uno de los órdenes del Estado. El último ha sido el ataque directo a la cabeza misma. Con razón: el rey Felipe es el jefe de las Fuerzas Armadas y hay que descabezarlas. El penúltimo es someter al poder judicial para acabar con el arcaísmo de la división de poderes. ¿Alguien imagina a un peronista, a un chavista, a un comunista, obedeciendo al poder judicial? Ya hay una parte de España que no acata las sentencias jurídicas y no pasa nada. Ahora falta el resto del país que, menos Madrid, es fácil de someter.

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22 de diciembre de 2020
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Me enamoré de mi uróloga

Ha vuelto a suceder. Me he vuelto a enamorar. De mi uróloga. Hubo un bache. Un malentendido quizá. O su empecinamiento en querer practicarme una biopsia prostática. Y mi empecinamiento en no quererlo. Recurrí a la autoridad profesional de sus mentores. ¿Indebidamente? Pero tuvieron razón. Y hubiera sido innecesario perpetrar tamaña escabechina. Despejado ahora el panorama. Sentada la evidencia de que por el momento no me devora el cáncer. Olvidadas las escaramuzas. Volvemos a sonreír. Cruzamos las miradas encendidas. En cuanto lo permite la postura. Tras el tacto rectal consuetudinario. Ante el estupor de la enfermera vasca de pesadas carnes.

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22 de diciembre de 2020
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Mujer sola con perro

Hay en la historia del teatro al menos cuatro obras muy significativas en las que una mujer sola habla con el fantasma de un hombre; tres están mudos en escena, y un cuarto no se muestra de ningún modo. Dos de esos monólogos, La Voix humaine y Le Bel Indifferent, son de Jean Cocteau, Happy Days (1961) está entre las obras maestras de Samuel Beckett, y en el cuarto y más contemporáneo, Diatriba de amor contra un hombre sentado, Gabriel García Márquez, en una insólita incursión teatral, tuvo sin duda dentro de su cabeza tan ilustres y conocidos precedentes. El primero en ser escrito y estrenado, en 1930, fue La voz humana; Jean Cocteau, un prolífico artista en diversos registros, tenía ya más de cuarenta años y varias recreaciones clásicas en su haber, pero su espíritu a la vez profano y zangolotino convivía, como lo haría siempre, con la tragedia mitológica, el drama histórico de libre interpretación y el modelo grecolatino, realzado con sus preciosos y a menudo procaces grafitti. Satisfecho del éxito internacional y duradero de esa corta pieza de media hora (llevada al cine como veremos y convertida en ópera por Francis Poulenc), Cocteau siguió cultivando el monólogo toda su vida, haciendo en 1940 para Edith Piaf, que lo estrenó, El bello indiferente, una variante o pendant del monodrama de 1930, en este segundo caso semi-telefónico, pues la mujer postergada también le habla a la cara al proxeneta desconsiderado.

La voz humana tiene un fundamento preciso contado por Cocteau en el prólogo a la edición del texto, publicado igualmente en 1930, donde el autor habla de “el recuerdo de una conversación sorprendida al teléfono, la singularidad grave de los timbres [de voz], la eternidad de los silencios”. Pedro Almodóvar, que no sigue en The Human Voice las minuciosas precisiones del decorado que Cocteau escribió en su día, se toma libertades muy fieles, teniendo el acierto de no abordar y ni siquiera sugerir la leyenda que acompaña al monólogo, según la cual la escena de ruptura, planto y agria recriminación refleja en realidad la de una pareja de hombres. Aunque esta atribución sotto voce la he visto comentada seriamente, por ejemplo en la monumental edición del teatro completo de Cocteau en la Biblioteca de la Pléiade, la base tiene un origen chismoso: la noche del “ensayo general íntimo” en el gran teatro, lleno a rebosar, de la Comédie-Française donde se estrenó dos días después, el poeta Paul Eluard, que asistía como acompañante invitado por el cineasta ruso Eisenstein, dejó oír su voz en medio de la función, gritando Eluard (quien como otros surrealistas detestaba la frívola libertad de un exhibicionista de gran talento como Cocteau) que la obra era obscena, pues lo que la actriz dice en el escenario “¡se lo dices tú a Jean Desbordes!”, amante por aquel entonces del escritor. Aquel 15 de febrero de 1930 había más de mil espectadores en la sala, y el zafarrancho fue fenomenal, teniendo Paul Eluard que refugiarse en las oficinas del administrador del teatro. “Jean [Cocteau] está encantado. Ha tenido su escándalo”, escribiría más tarde un amigo suyo.

Juzguemos nosotros esa miniatura escénica tal cual es, dejando para la maledicencia o el vaticinio lo que pudiera ser una transposición, a la manera en que ciertas figuras y trasfondos femeninos del teatro de García Lorca y Tennesee Williams tendrían antes encarnadura o moldes masculinos. Y juzguémosla ahora en esta reencarnación en inglés que ha llevado a cabo Almodóvar con Tilda Swinton. El cineasta presenta a su protagonista en un no-lugar industrial en el que los vestidos que la actriz lleva resaltan: una mujer exquisitamente arreglada divaga por un decorado, antes quizá, o en el descanso de un rodaje. Así empieza esta Voz Humana en inglés, pero no sería Pedro nuestro admirado Almodóvar si en el contexto de una obra sublime dejara de introducir la paradoja, o incluso la caricatura. Swinton abandona el taller, estudio de grabación o sala de ensayo teatral para ir de compras; una ferretería bien surtida aunque no sofisticada, en la que el consuetudinario episodio fraternal se consolida ante el mostrador, atendido por Agustín Almodóvar, que ha ido creciendo con sus cameos y ahora dispone de dos hijos adultos presentes en la figuración de esta escena que algunos espectadores consideran un pegote o una humorada fácil. A mí la escena, en un segundo visionado, me pareció un adecuadísimo contrapunto hortera (y no olvidemos que la palabra hortera se aplicaba originalmente sin menosprecio, al menos en la España central, al dependiente de un comercio); la crasa realidad que va pegada al espíritu de la ficción.

Esa ficción empieza a continuación con la voz hipnótica y los modos extraterrestres que confiere a su andar la gran actriz británica, que se interpreta, al menos en la superficie, a sí misma: una actriz entrada en años a la que aún llaman los productores avispados que gustan de su palidez espectral y de su estilo interpretativo “mezcla de locura y melancolía”. Pero en el decorado suntuoso donde sucede la acción representada hay un tercer invitado, que se configura como co-protagonista: el perro Dash, una presencia que en el texto de Cocteau es poco perceptible y apenas se deja ver en Una voce umana, la cinta de Rossellini a la que volveremos. Almodóvar, aparte de elegir a un animal muy sustantivo y hermoso, le da voz o palabra canina, y más que eso: le da sentido. Sabemos por el texto que el perro pertenece al amante invisible e inaudible de la mujer, y como tal se comporta el animal en la extraordinaria secuencia del traje masculino sobre la cama y los hachazos que dieron pie al costumbrismo ferretero. La nostalgia del amo ausente que siente el perro no le impide el mostrar interés en lo que sucede delante de él: a Dash le han dirigido como actor, fuese el propio Pedro o un  entrenador de animales quien lo hiciera, y como actor se comporta. De ahí que el final del mediometraje, que no conviene contar en sus importantes detalles, sea no solo una añadidura enormemente enriquecedora del guionista-cineasta, sino una vindicación de los damnificados: la mujer, que ha perdido a su amor de mala manera, y el perro, que la sigue y seguramente la comprenda gracias a lo que a ambos les une. El dolor sentido.

No he visto nunca la adaptación televisiva (con Ingrid Bergman) de La voz humana, pero me he dado el gusto, además de releer el monólogo y escuchar la grabación por Julia Migenes de la ópera de Poulenc, de revisar L'amore, ese atractivo y raro díptico de Rossellini concebido en 1948 a mayor gloria de Anna Magnani, que interpreta a la mujer amargada de Cocteau y a la pastorcilla simplona pero visionaria del segundo segmento, Il miracolo, una portentosa adaptación por Federico Fellini (que interpreta un papel central) de la novela corta de Valle-Inclán Flor de santidad. Del talento de la Magnani no hace falta glosa. El morbo lo da la comparación de dos adaptaciones y dos intérpretes tan eximias y tan distintas. La habitación de Un cuore umano está entre el neorrealismo y el interiorismo del cine de teléfonos blancos, en esta ocasión negros. La casa de la mujer sola de The Human Voice es un olimpo decorativo donde reina una diosa destronada. El italiano jugoso y chillón de la Magnani nos sabe a melodrama operístico. Tilda Swinton hiela con su tajante dicción inglesa, que esconde sin embargo las mismas pasiones de una mujer al borde de una crisis mortal. Las dos suplican y las dos toman píldoras, pero ninguna perece. La de Rossellini hunde en el plano final su cabeza de espeso pelo negro sobre la cama. La de Almodóvar también se desploma pero se levanta y anda. Lo que hace a continuación quizá ya no sea amor. Tampoco es condescendencia.

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21 de diciembre de 2020
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Aquí no ha pasado nada

Una de las grandes virtudes que tiene Cien años de soledad, novela de todos los tiempos de América Latina, es la de servir como arquetipo de situaciones históricas que se repiten porque los mecanismos y las trampas del poder siguen siendo las mismas. Derecha o izquierda. Da lo mismo.

Después que se produce la masacre de los trabajadores bananeros en huelga, congregados en la plaza de la estación del ferrocarril, que deja tres mil muertos, los cadáveres son acarreados en doscientos vagones de carga y echados al mar como banano de rechazo.  Pero “la versión oficial mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias”.

Y mientras tanto, bajo el toque de queda impuesto por la ley marcial, los soldados “derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”. Y para quienes preguntaban por sus familiares desaparecidos, la respuesta era: "en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz".

A partir del mes de abril de 2018 se dieron en Nicaragua protestas de jóvenes desarmados que fueron reprimidas a balazos en las calles, con un saldo de más de 300 muertos y decenas de heridos. Una masacre ejecutada a lo largo de varias semanas, ampliamente documentada por los organismos internacionales de derechos humanos, expulsados luego del país, de la que existen innumerables testimonios recogidos en videos y fotografías, y de la cual dieron cuenta los medios de prensa en el mundo. Centenares acabaron en las cárceles, y más de cien mil salieron huyendo del país, según datos oficiales de ACNUR.

Apenas han pasado dos años. Pero este mes de diciembre, durante un acto de presentación de credenciales de doce nuevos embajadores, el presidente Daniel Ortega ha negado que semejante masacre haya ocurrido. En Nicaragua no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.

Peor que eso, ocurrió lo contrario. Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos salieron a las calles para derrocar al gobierno democrático. Igual que en Macondo. “Aquí vino la protesta armada, armada de fusiles, de escopetas, de ataques las instituciones del Estado, de destrucción a los hospitales y quema de los hospitales, destrucción de las escuelas y quema de las escuelas, destrucción de las alcaldías y quema de las alcaldías, todo lo que se había logrado construir en beneficio de los pobres, en beneficio del pueblo”.

¿Y los informes de las comisiones de derechos humanos? “tanto los de Naciones Unidas como los de la OEA, lo que se dedicaron fue a hacer entrevistas, donde sin ninguna fundamentación acusaban a la policía, al Frente de haber matado a ciudadanos que habían fallecido en los hospitales por otras razones”.

¿Y las listas de muertos? Son inventadas. ¿Y los centenares de heridos? Nunca existieron. ¿Y los presos? Son reos comunes, delincuentes, traficantes de drogas. ¿Y los cien mil exiliados? Se han ido del país por su gusto.

Como en Macondo aquel lejano 6 de diciembre de 1928. La paz reina en todo el territorio nacional. Quienes fueron asesinados en las calles por tiros de metralla y fuego de francotiradores con fusiles Catatumbo de fabricación venezolana, murieron de muerte natural, en sus casas o en los hospitales, o no se murieron nunca y se han escondido de la vista pública sólo para desprestigiar a la autoridad constituida.

Lo que estos revoltosos hacían era enlistar a los muertos como víctimas propias: “ellos mismos filmaban el momento de la captura, filmaban el momento que los estaban rociando de combustible, filmaban el momento que le daban fuego y estaban ardiendo y lo pasaban por las redes”.

“Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”, señala la autoridades militar que impone el orden en Macondo tras la masacre que nunca existió. Y la Primera Dama de Nicaragua declara: “desgraciadamente cuando decimos que la historia se repite, tenemos que reconocer que los traidores son plaga, son comejenes, hongos bacterias que se reproducen”. Y también son vampiros chupasangre, tóxicos, rastreros, satánicos.

La falsificación de la realidad, es de vieja data. No hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera las realidades alternativas. El poder absoluto, que busca ser un poder para siempre, establece sus propias falsedades como verdad, y aplica una gruesa capa de alquitrán para borrar los hechos, escribiendo encima un nuevo relato con la ambición de que llegará a ser creído como único verdadero. Y el lenguaje erizado de epítetos que descalifican, niegan, rebajan, tampoco es ninguna novedad.

Lo recordaba al leer hace poco un escrito del juez Baltasar Garzón, cuando habla del fascismo de derecha en España. Porque también hay un fascismo de izquierda, y los lenguajes son similares. Dice Garzón que se divide “a la población entre buenos y malos, entre patriotas y traidores, convirtiendo al adversario político en enemigo. Una vez que está claro quién es quién, viene el proceso de deshumanización del contrincante, tildándolo de rata, escoria, garrapata, piojo o peste”. O cucarachas, dice el juez Garzón. Humanoides.

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21 de diciembre de 2020

"T". Acrílico de Irene Gracia

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El terror

El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.

En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen asco.

El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.

Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.

Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tiene otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.

El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito.

Podría decirse que el terrorismo moderno no busca la simple propagación del miedo: quiere ir más lejos y  en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.

Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.

Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.

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21 de diciembre de 2020
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El otro mundo

Sentado en el beato sillón que da título a su famoso poema, Jorge Guillén era optimista: “El mundo está bien hecho”. Esa declaración en verso, que después de la Guerra Civil tuvo un eco político en dos poetas de opuesta ideología, José García Nieto y Victoriano Crémer, responde a un tiempo y a un carácter; al cabo de pocos años de escribir Beato sillón el gran autor de Cántico salía con su familia al exilio, donde pasó más de tres décadas.

Se acaba el peor año de nuestras vidas, y las fechas favorecen las remembranzas, los recuentos, los recelos y, con prudencia, las esperanzas. Trump ha perdido, la lucha climática gana defensores, las vacunas se inyectan, el Brexit quizá le cueste a Boris Johnson más de lo que pensaba, Hungría y Polonia tendrán que repetir curso en la escuela de la democracia, y Francia pone coto a un separatismo fanático que también conocemos en España. Siempre he creído que Francia es el laboratorio social de nuestro futuro, aunque no todo lo bueno se cuece allí, ni el Oriente produce únicamente amenazas. Es casi seguro que el mundo está peor hecho de lo que Guillén sostenía, pero tiene remedio. Y ahora que se habla tanto de reyes, me acordé de un pesimista de buen humor, el autor de El rey Lear, que pone en boca de uno de los perjudicados de esa tragedia, el joven conde Edgar, hijo y heredero repudiado, estas palabras: “El cambio deplorable es desde lo mejor; / desde lo peor se pasa al júbilo”.

El mismo día en que hubo noticias de Abu Dabi leí en estas páginas a Najat el Hachmi, una mujer norteafricana de origen que escribe, estupendamente, en catalán y español. Su valiente artículo desafiaba el socorrido argumento de que el color o la exclusión exculpan la violencia. Hay males en el mundo, en lo alto y abajo, que hieren a la humanidad.

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17 de diciembre de 2020
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Lo que sé de Ayn Rand

El libro más barato que jamás he comprado es Los que vivimos de Ayn Rand. Me costó 50 céntimos. Todavía me acuerdo: letra enana, tapa blanda roída y 500 páginas llenas de polvo. En el instituto se corrió la voz de que habían abierto una tienda de segunda mano en Palma y se podían comprar discos a muy buen precio. Allá que fuimos todos. Sorpresa: también había libros. El título me llamó la atención. No sabía quién era Ayn Rand y, por aquel entonces, leer sobre la Revolución rusa era un peñazo. Años más tarde, mi hermano pequeño lo leería con mucha más pasión que yo.

Los libros de Ayn Rand son solitarios, tienen cierto lirismo, pero muchos los seguimos convirtiendo en alegatos de pensamiento crítico, ignorando todo lo demás. Error. Hace ya un tiempo que estoy más enganchada al panorama político que nunca. Creo que este interés tan súbito debió de acelerarse con la pandemia y ese querer estar al tanto de lo que se nos venía encima. Estoy segura de que gran parte de los que amamos a este país desayunamos llevándonos las manos a la cabeza. Hay gente, en cambio, a la que le da igual.

El otro día, cenando con unos amigos, vi cómo una suerte de alucinación fantástica que llevaba tiempo en mi cabeza se hacía realidad. Es una idea simple, pero triste. Aquellos que apoyan al Gobierno sin importarle un comino lo que hacen mal, reverenciando todos y cada uno de los errores, lo hacen porque tienen un miedo fóbico y extraordinario a que se les encasille con el estereotipo de la derecha. Por supuesto, ocurre también al revés cuando se dan las circunstancias precisas. Soy de las que piensa que siempre es mejor llevar la contraria que ignorar una metedura de pata, pero no fue así y el vino hizo que todo quedara en un susto. A pesar de todo, se me apareció la figura de Gary Cooper, quien dio vida al protagonista de El Manantial en la gran pantalla hollywoodiense, justo al final de la cena. ¿Adónde se nos ha ido el pensamiento crítico? Al escribir esto, se me ocurre nombrar las tres líneas básicas sobre lo que sé de Ayn Rand -como bien dice el título de esta entrada-. Ahí van: el pensamiento es propiedad individual, la felicidad debería ser nuestro único propósito vital y el sacrificio personal es inmoral.

Unas semanas atrás, recibí las ediciones que la editorial Deusto ha publicado tan impolutamente -sus páginas sí que se leen bien: carecen de polvo, tapa dura y la letra es adecuada- de El Manantial, Himno e Ideal. Qué alegría me llevé. Al igual que con el cine, disfruto mucho más aquellas novelas en las que no ocurre nada en concreto, bueno, mejor dicho, aquellas que no tienen un propósito final; podría decirse que las novelas de Ayn Rand son la excepción. ¿Qué decir de El Manantial cuando incluso todo lo malo ya está dicho? Himno e Ideal son joyas raras y extravagantes. Himno es distópica y profética. Una alarma convertida en novela, un mundo en el que ha desaparecido la palabra «yo». Incluye un facsímil de la edición original inglesa con las correcciones, escritas con puño y letra, que hizo para la edición estadounidense. Ni una página se salvó del garabato ininteligible de la mismísima Ayn Rand. Ideal trata sobre la integridad y lo horrible que es la idolatría. Al poco de escribirla, Rand se dio cuenta de que la historia funcionaría mejor como obra de teatro. Así ocurrió.

He pasado el mes de noviembre, y parte de diciembre, leyendo a Rand y me he vuelto más escéptica que lo que ya era. Otro tema: me indigna que alguien, sea quien sea, desprestigie cualquier creación artística asociándolo a lo juvenil, lo adolescente. Obama perdió muchísima decencia cuando dijo que leer a Ayn Rand era cosa de adolescentes incomprendidos. Será que algunos seguimos siéndolo.

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16 de diciembre de 2020
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Viajes raros

Lawrence Osborne es un personaje original y extravagante, un inglés con estudios en Cambridge, pero fascinado por los viajes a lugares recónditos en una época cada vez más escasa en tieras vírgenes

Hace unos días, Andreu Jaume e Ignacio Echevarría publicaban sendos homenajes al gran editor Claudio López Lamadrid. Coincidían en la fidelidad que Claudio había mostrado por sus autores con independencia de las ventas. Un caso cada vez menos frecuente. Hoy me gustaría rendir homenaje a otra casa editorial, Gatopardo Ediciones, cuyo admirable catálogo tiene un autor favorito, Lawrence Osborne, del que llevan por lo menos cinco libros publicados. Se trata de un personaje original y extravagante, un inglés con estudios en Cambridge, pero fascinado por los viajes a lugares recónditos en una época cada vez más escasa en tierras vírgenes. Y si no da con un lugar prístino, entonces se inventa otro imposible o improbable. Me explicaré.

En El turista desnudo cruza medio planeta para llegar a la isla de Papúa Nueva Guinea y adentrarse en zonas prohibidas hasta encontrar una tribu que no ha visto nunca hombres blancos y en la que le permiten participar de una orgía. El segundo que leí, Bangkok, supera al anterior. Osborne escribe la crónica de los años que vivió en aquella ciudad saturada de prostitutas y personajes, como él, marginales, derelictos o simplemente fantasmales. Es una narración magnífica. Y el último que cayó en mis manos, Beber o no beber, los supera a todos. Dado que es muy difícil viajar a un lugar que no esté ya tomado por las operadoras turísticas, se propone un desafío: beber su vodka, whisky, ginebra o lo que caiga, en aquellos lugares donde el alcohol está prohibido y si te pillan te puede costar la vida. Son todos enclaves islámicos rigurosos, de Islamabad a Kota Bharu. La galería de alcohólicos que encuentra en esos países, él incluido, es sensacional. Eso sí, da mucha sed.

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15 de diciembre de 2020
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Gerson Ortiz: elogio del reportero guatemalteco devenido fabulador

“¿Cuánta verdad y cuánta ruina puede esconder una sola canción?”, se pregunta uno de los personajes alucinados, heridos, lúcidos y complejos de una bella colección de relatos de Gerson Ortiz.

La lengua de los gatos, el segundo libro de ficción de este aguerrido periodista tras su innovador Soñarás jamás, es tan centroamericano en sus paisajes, miedos y miserias apenas atisbados como universal en un escudriñar sabio por los rincones oscuros del alma humana. Aquí bulle y susurra la urbe tercermundista, siempre al borde de lo rural y antiguo, poblada por fantasmas de una nutrida tribu de solitarios.

Música, animales, muerte y sexo vibran en estas páginas. Las canciones de Silvio Rodríguez, de Leonard Cohen y de los ácidos raperos y reggaetoneros de hoy son personajes que se cuelan en las historias; la muerte y las trompadas vienen con la precisa parsimonia de lo inevitable; los gatos se asoman al exacto abismo de sus humanos dolientes; y las escenas de camas destartaladas y malolientes son tan propias del ser latino como el aroma de los guisos de abuela.

Conozco y admiro desde hace seis años al Gerson Ortiz periodista, lector empedernido de crónica, impecable en su apego a la calidad y la ética. Este fabulador es la extensión lógica de aquel reportero riguroso: sus personajes son reconocibles y siempre sorprendentes: incluso los seres más malvados o ridículos son a la vez la personificación de una sociedad enferma y nuestros hermanos perdidos.

Salimos más humanos y agradecidos de la lectura de las historias húmedas y rasposas de La lengua de los gatos.

PD: los buenos escritores saben que es mucho más difícil escribir corto, sintético, que largarse sin medida. Este texto está en la contratapa de esta apasionante colección de relatos de Gerson Ortiz. Cuando me pidió que escribiera algo que entrara en “la contra” en vez de un prólogo de cinco o seis páginas, ya sabía que iba a tardar mucho en pulir, cortar, podar. Creo haber cumplido con su pedido. Recomiendo mucho estas fábulas del valiente reportero.  

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11 de diciembre de 2020
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Laberintos Borgianos (I): de Descartes a Spinoza

"Soy el único hombre en la tierra y acaso/ no hay tierra ni hombre./ Acaso un dios me engaña./ Acaso un dios me ha condenado al tiempo,/ esa larga ilusión./ Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben/ la luna. /He soñado la tarde y la mañana del primer día./ He soñado a Cartago y a las legiones que/ desolaron Cartago./ He soñado a Lucano./ He soñado la colina del Gólgota y las cruces/ de Roma. He soñado la geometría./ He soñado el punto, la línea, el plano y el/ volumen. /He soñado el amarillo, el azul y el rojo./ He soñado mi enfermiza niñez./ He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo del alba./ He soñado el inconcebible dolor./ He soñado mi espada./ He soñado a Elizabeth de Bohemia./ He soñado la duda y la certidumbre./ He soñado el día de ayer./ Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido./ Acaso sueño haber soñado./ Siento un poco de frío, un poco de miedo./ Sobre el Danubio está la noche./ Seguiré soñado a Descartes y a la fe de sus padres". (Jorge Luís Borges, "Descartes" La cifra, 1989).

Miedo y frío en la tarde de un filósofo...Alguna vez he hablado aquí de la potencia emocional de controversias teóricas y ello en referencia al "Discurso del Método", obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: "que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida".

La duda, sobre todo si es metódica, es decir si la primera hipótesis tranquilizadora no empuja a salir de dudas, tiene el precio de la ausencia de cimientos. "Siento un poco de frío, un poco de miedo." Y ello cuando "Sobre el Danubio está la noche". No es la única vez que Borges asocia el miedo y el frío al quehacer de un gran filósofo: "Las traslúcidas manos del judío/labran en la penumbra los cristales /y la tarde que muere es miedo y frío. (Las tardes a las tardes son iguales) / Las manos y el espacio de Jacinto/que palidece en el confín del Ghetto /casi no existen para el hombre quieto/que está soñando un claro laberinto/No lo turba la fama, ese reflejo/de sueños en el sueño de otro espejo/ni el temeroso amor de las doncellas. / Libre de la metáfora y del mito/labra un arduo cristal: el infinito/mapa de Aquel que es todas sus estrellas".

Miedo y frío evocados por Borges en relación al quehacer de dos grandes filósofos. Ello me lleva de nuevo al tremendo texto de Hermann Melville: "Y de ser un filósofo, aunque sentado en la lancha ballenera, su alma no experimentaría ni un ápice más de terror que el que viviría sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano un atizador en lugar de un arpón". (Moby Dick, capítulo LX).

Eco directo en el ilustrado Melville del fragmento de las cartesianas Meditaciones de Prima Filosofía: "...acaso hallemos muchas otras cosas de las que no podamos razonablemente dudar (...) como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego".

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11 de diciembre de 2020
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El Boomeran(g)
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