Francisco Ferrer Lerín
Recibo un paquete que contiene dos libros, uno es un detalle encantador, un librito, un opúsculo, una breve poliantea de poesías de mi amigo el escritor, editor y pintor zaragozano Raúl Herrero Herrero, al que desde aquí doy las gracias. El otro, es un volumen de relatos titulado Perro mundo (Calambur, 1994) del poeta, narrador y artista plástico manchego Antonio Fernández Molina (1927-2005), uno de los últimos bohemios españoles y que en su etapa mallorquina, como secretario de redacción de la revista Papeles de Son Armadans, permitió que muchos de los que por aquel entonces iniciábamos una cierta carrera literaria pudiéramos disponer de un espacio, magnífico, para publicar nuestros textos. He leído de corrido Perro mundo y quizá su característica más conspicua sea su capacidad para no entusiasmar. Su lectura transcurre fluida, logra provocar una sonrisa bonancible en el semblante del lector e incluso transmite una sensación de cierta alegría reposada, una diversión para pensionistas sentados en una silla de mimbre en la terraza de un apartamenteo playero de la Costa Dorada, al atardecer, a finales de verano. Pero nada más. Con Tomeo también pasaba algo parecido, pese a su carácter canalla la prosa del aragonés se movía en esa misma mullida zona del pasatiempo, de nivel uniforme, sin grandes desfallecimientos pero también sin grandes alharacas. Fernández Molina, y Tomeo, educado el primero, arrabalero el segundo, representan esa categoría de escritores de barrio, Marsé en sus comienzos también podría incluirse, que alimentan el estómago con el menú del día del bar de la esquina, y que alimentan sus recursos literarios confraternizando con los parroquianos del mismo. Tomeo tiene ideas casi geniales, Fernández Molina hallazgos surrealistas, pero carecen de estilo, o su estilo es no tenerlo, practican una escritura deslavazada, algunos teóricos dicen que intencionadamente.