Rosa Moncayo
El 1 de enero me di una vuelta por las redes sociales, todo eran alusiones a la maldad del 2020 y la bondad que nos traería el 2021. Qué cosa más tonta. Mi lectura para esos días de fiestas y homenajes gastronómicos fue la larga entrevista que le hizo Bertrand Richard a Gilles Lipovetsky, lectura obligatoria:
¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimiento de la decepción?
A la escala de la historia secular de la modernidad, el momento actual se caracteriza por la desutopización o la desmitificación del futuro. La modernidad triunfante se ha confundido con un desatado optimismo histórico, con una fe inquebrantable en la marcha irreversible y continua hacia una edad de oro prometida por la dinámica de la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En una visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes filosofías de la historia, de Turgot a Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garantizar la libertad y la felicidad del género humano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecológicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la concepción de la posmodernidad como desencanto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída.