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Diccionario de palabras ausentes

Por 5 de enero de 2021 enero 12th, 2021 Sin comentarios

Foto: "Veraneante en Benidorm" ©Ferrán Mateo

Marta Rebón

Anoche no pegué ojo hasta tarde. Alertan los cronobiólogos de que cada vez que encendemos una luz en la cama, o echamos un vistazo a la pantalla del móvil que reposa en la mesilla, estamos consumiendo una droga que perjudica el descanso. Luego soñé que perdía las palabras y, al despertar, esa desazón se reveló como una metáfora de lo que ha sido el 2020. Si este año que despedimos fuera un libro, tendría páginas enteras en blanco. El lenguaje es un tejido vivo con una extraordinaria capacidad para reparar sus roturas, pero la vertiginosa evolución de esta crisis nos obligó a tantear sus límites, a descubrir sus lagunas. Por momentos nos resignamos a la mudez, si no a un balbuceo, y con nuestros silencios compusimos un Diccionario de palabras ausentes, las que nos faltaron para contar —y asimilar en tiempo real— la complejidad de una alerta sanitaria que rebasó su ámbito para colarse en cada aspecto de lo cotidiano. Si hace unos años se acuñó un término para describir el estrés por la degradación medioambiental y el cambio climático (solastalgia), por ahora no hemos dado con un neologismo capaz de aglutinar el extrañamiento, la tristeza, la desconfianza, la compasión o el quebranto derivados de la actual pandemia. Carecemos de un vocablo «inmenso como un acordeón extendido» y a la vez «particular, estricto y preciso como el filo de un cuchillo» (como se refirió Milan Kundera a una de esas palabras caleidoscópicas) que represente por sí solo la reciente espiral de hechos y emociones.

Me distraigo, ha sonado la alerta del correo electrónico. Es una oferta de vuelos con la imagen de una playa en colores vivos. La maquinaria del deseo no descansa (ni se renueva). Un simulacro de normalidad precovídica justo cuando los gabinetes de prensa se afanan en ofrecer la puesta en escena de la llegada de los primeros antídotos, anunciados como un billete de vuelta al mundo (casi) de ayer. Las cámaras buscan brazos arremangados, listos para el pinchazo de la jeringuilla, y los mercados reaccionan al alza, pero intuimos que nada puede ni debería volver a ser idéntico a antes. Con la inmunidad de grupo se reiniciará el sistema operativo con varias actualizaciones ya integradas, aunque en el escritorio seguirán esperando, ahora más abultadas, las mismas carpetas: «cambio climático», «violencia de género», «desigualdad económica», «empleo», «vivienda», etc. Cuando se vuelve a empezar, surge la oportunidad de reconsiderar el camino andado, ese que condujo al atolladero. La Alicia de Lewis Carroll preguntó al sonriente gato de Cheshire qué camino debía tomar. Este le respondió que, si da lo mismo adónde se aspira a llegar, no importa cuál se siga. En suma, ¿adónde queremos ir?

Ver y comprender no son lo mismo. La mayoría de nosotros vemos un vaso sin comprender que ya está roto. Un monje tailandés se lo explicó así a un psicoterapeuta estadounidense: «Me gusta este vaso, contiene el agua de forma admirable. Cuando el sol brilla, refleja la luz a la perfección. Sin embargo, para mí ya está roto. Si el viento lo tira o le doy un codazo, cae y se hace añicos, digo: claro. Por eso, cada minuto con él es precioso». Este 2020 nos ha hecho ver, comprender e incluso palpar esta invisible paradoja: lo único permanente es que todo es transitorio. Apreciemos el vaso antes de que su resplandor se quiebre contra el suelo.

 

 

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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