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El escritor Vasili Grossman lee Estrella Roja. El camello es probablemente la mascota que acompañó a la 308ª División de Fusileros desde Stalingrado hasta Berlín.

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La libertad de Vasili Grossman

Hace cuatro décadas, cuando se publicó en Lausana el manuscrito microfilmado inédito de Vida y destino después de haber burlado las fronteras, Vasili Grossman ganó póstumamente la partida del tiempo, revalidando así el mensaje contenido en su novela: la vida siempre acaba por abrirse paso, el deseo humano de libertad es inquebrantable. En un breve ensayo aparecido el año de la disolución de la Unión Soviética, Louise Glück afirmó que la creación artística es una venganza contra las circunstancias. Y ante los críticos (añadía la reciente Nobel) el autor cuenta con la mejor baza: sabe que el futuro acabará por borrar las pequeñeces de su presente. Hoy, las obras de los colegas que maquinaron contra el autor de Todo fluye, así como de otros que miraron para otro lado a cambio de prebendas, apenas se leen. El tiempo, ese “protector sosegado y leal de los tesoros literarios”, según Grossman, es el único juez legítimo. Una sociedad se define por qué y cómo lee, por lo que prohíbe o silencia. De ahí que nos interesen las biografías de escritores.

La única de Grossman disponible hasta la fecha en español era la firmada por los eslavistas Carol y John Garrard. Aparecida en 1996, se centraba sobre todo en el silencio en torno al exterminio judío en Europa Oriental, tal como indica su título original: Los huesos de Berdíchev. El asesinato de la madre de Grossman, junto con otras 30.000 víctimas, a manos de los Einsatzgruppen en la ciudad ucraniana de Berdíchev —donde nació el autor—, fue para él un punto de inflexión tanto en lo personal como en lo literario, subrayaron los Garrard, así como lo que vio y oyó en el frente.

Esa biografía, en que se privilegiaba el acercamiento íntimo (“el impacto de la herencia de la guerra en la vida y obra de un hombre”), se tradujo a nuestro idioma en 2010, cuando aún no se habían vertido al español obras de Grossman como El libro negro, Stalingrado —la versión sin censurar de 1.100 páginas (recién publicada por Galaxia Gutenberg) que, tras tres años de sufrida edición, se convirtió en 1952 en Por la causa justa— o la crónica de su viaje a Armenia como traductor al final de su vida, Que el bien os acompañe. Tampoco "La Madonna Sixtina" o "El camino"Que estos títulos estén ahora accesibles permitirá a los lectores seguir mejor esta nueva aproximación a la figura de Grossman a cargo de Alexandra Popoff, periodista e historiadora cultural moscovita afincada en Canadá, a la que conocíamos por sus ensayos sobre Sofia Tolstaia (Circe, 2011) o sobre las compañeras de varios titanes de las letras rusas (The Wives, 2013).

El título de su biografía, Vasili Grossman y el siglo soviético, revela cuál ha sido su intención al colocar a Grossman junto a su época, “el siglo soviético”, pues Popoff ha otorgado más peso al contexto que sus antecesores. Su vida estuvo estrechamente ligada a los acontecimientos históricos, que contó en sus reportajes bien como testigo directo, bien mediante declaraciones de otros, como cuando entrevistó a supervivientes del Holocausto o a expresos del Gulag, gracias a lo cual careó un totalitarismo con otro. Y antes presenció la guerra civil rusa, también los planes quinquenales, las purgas, las hambrunas genocidas o el antisemitismo soviético estructural.

Un planteamiento ambicioso, el de Popoff, encajado en 440 páginas de texto, que satisfará a un público amplio que busque guiarse por el laberinto de la burocracia y los códigos de la era soviética. Cierra el volumen un epílogo centrado en el actual clima de revisionismo. Según Popoff, la fría recepción dispensada hoy en Rusia a Grossman demuestra que su cosmovisión —humanista— está en las antípodas de la del Kremlin y que, en tiempos de Putin, su lectura es perentoria. Con todo, la hondura con la que Grossman analizó las raíces de la tiranía trasciende Rusia.

Popoff no destaca por ser una gran estilista. Hay pasajes en que la narración se difumina. La cantidad de nombres que asoman la obligan a detenerse para presentarlos, cuando un anexo con notas biográficas habría evitado tener que dar esa información en el cuerpo de texto. Otras veces, se echan de menos más datos específicos e ilustrativos, en lugar de citas de otros escritores, como cuando aborda la atmósfera efervescente de los años veinte moscovitas.

La ambición de totalidad prima sobre la mirada lenta hacia los detalles, una de las máximas de Grossman. Aun así, Popoff logra ofrecer una idea de conjunto que permite detectar los elementos de continuidad en su obra, en la línea de otros investigadores que no ven en él tanto una “conversión” a partir de la guerra como una confirmación de los principios que regían su mirada, ya perceptibles en su primera novela ambientada en las minas del Donbás. Si bien la extensión no alcanza para profundos análisis literarios, sí acierta Popoff en subrayar las ideas relevantes de sus principales obras, ricas en implicaciones literarias y filosóficas. Debido a su imperativo de contar la verdad —su crónica sobre Treblinka se adjuntó como prueba en los juicios de Núremberg—, Popoff a veces incurre en usar aspectos de su narrativa de ficción con valor factual.

Esta biografía se ha beneficiado de la apertura de archivos oficiales rusos y de los de familiares y amigos del escritor, que sirven para corroborar o desmentir aspectos del “mito Grossman”, construido a partir de finales los setenta, cuando se quiso atraer la atención sobre su obra para facilitar la publicación en el extranjero. Presentarlo como un disidente indoblegable resultaba más eficaz.

Grossman ascendió en las filas de la literatura oficial, a la sombra del realismo socialista, y trabajó para medios estatales. De no ser así, no habría podido publicar, y, si se salvó en las arremetidas de Stalin contra el Comité Judío Antifascista, se debió a que el georgiano murió súbitamente en 1953. La ambición de Grossman fue no tanto renovar la literatura como reflexionar sobre cuestiones atemporales —"lloro cuando leo o miro obras de otras personas que han unido con amor la verdad del mundo eterno y la verdad de su yo mortal”— o defender que no hay novela sin subjetividad. En una sociedad atrofiada inyectó el lenguaje de la libertad adoptando puntos de vista marginales: un asno, un anciano, un exconvicto, un judío, un operario, un perro, un niño, un soldado raso. Popoff muestra que Grossman escribió en las condiciones más adversas, ya fuera en las minas, el frente o el ostracismo de sus últimos años. Aunque el secuestro de Vida y destino fue una estocada dolorosa, no dejó de escribir ni hacer valer eso que proclamó Zamiatin en 1921: la literatura avanza gracias a los ermitaños, los herejes, los soñadores, los rebeldes, los escépticos.

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11 de enero de 2021
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Esperando a Chet Baker

Qué difícil resulta describir el entusiasmo sin parecer excesivamente impresionable. Nuestra época nos obliga, para ser tenidas por inteligentes, a mostrarnos hipercríticas y de vuelta de todo. Para que nuestro halago sea recibido sin suspicacias, es preciso escoger y mostrar cuidadosamente los argumentos que den corporeidad a una sensación tan abstracta.

He leído la recuperación de Chet Baker piensa en su arte, en la editorial WunderKammer, como si se tratara de la nueva novela de su autor, Enrique Vila-Matas. De alguna manera, lo es, o eso puede hacer pensar el acto de rescate que el escritor ha querido llevar a cabo, decepcionado porque en su día la novela corta pasara desapercibida al ser incluida en una antología de sus relatos en una edición de bolsillo.

Normalmente, las obras de un autor se citan por orden cronológico, es decir, lineal. Sin embargo, los títulos publicados por Vila-Matas se me presentan como una sucesión de círculos concéntricos, desde un núcleo esencial. En su expansión, cada nuevo anillo explora lo que hasta ese momento había sido el exterior, a la vez que amplía el corpus. Simultáneamente, el nuevo círculo está delimitando dentro de la forma que se considera como la más perfecta todos los elementos anteriores. La sucesión de límites superados hace esperar que el siguiente también será una expansión de fronteras.

Quienes leen a Vila-Matas ya saben de su querencia a los juegos de despiste. Quiere hacernos creer que su obra, básicamente, se construye a partir de la literatura de otros. Para ello, llena sus libros de citas –algunas ciertas, otras inventadas–. En sus páginas abundan los personajes que fingen ser lo que no son, como sucede en Chet Baker piensa en su arte. El protagonista se ha propuesto escribir una ficción crítica en la que depositará todo su talento para la escritura y todo su conocimiento, pero que sin embargo no leerá nadie excepto él. Aceptamos este nuevo engaño para que exista la historia, para que tome forma la metáfora.

Italo Calvino, en Si una noche de invierno un viajero, nos interpela directamente como lectores, incluso imagina cómo compramos el libro, la postura en que lo leemos y las ansiedades que nos provocará. Así, sabemos que somos una parte imprescindible para que todo lo que cuenta pueda llegar a existir. Por el contrario, Vila-Matas niega la existencia de los posibles lectores, con lo que sólo nos deja la posibilidad de situarnos, precisamente, en el centro de la fábula: en la voz del narrador.

El protagonista pretende, además, que creamos una impostura mayor: que el suyo es solo un escrito sobre escritura y lectura. Quiere analizar si es mejor literatura, o más perdurable, la que nos describe la realidad –como hizo Simenon– o bien aquella que acepta –al modo de Kafka– que la realidad es bárbara y muda, compuesta por cosas sin significado.

No, no hay que precipitarse a dar una respuesta. El libro está lleno de quiebros y pruebas falsas en un sentido y en el otro. Para empezar, como ya he dicho, no está hablando de literatura, sino que realmente lo que quiere que el lector se plantee es cómo percibe la realidad: como un conjunto de materia y acontecimientos lógicamente sucedidos que conforman un relato comprensible; o bien como un misterio bárbaro y mudo que sólo puede afrontarse como un juego arriesgado –como Joyce jugó en su Finnegans– para, al final, poder llevarse algo a casa.

También se refirió a la percepción de la realidad, a propósito de la literatura fantástica, Borges en la entrevista que le realizó Ronald Christ en 1967 para la París Review y que forma parte de la magnífica antología publicada recientemente por Acantilado. Citando a Joseph Conrad, afirma Borges: «Cuando uno escribe sobre el mundo, así sea de un modo realista, está escribiendo ya una historia fantástica, porque el mundo es en sí fantástico, insondable y misterioso». He estado a punto de introducir un lapsus de copista porque, al reproducir la cita, casi escribo «mentiroso» en lugar de «misterioso».

La opción literaria y vital Hire, la de Simenon, construye una realidad más placentera, amable y abarcable. Por eso es capaz de fabricar una descripción que ordena los acontecimientos de todos y cada uno de los días. La opción Finnegans, en cambio, requiere estar dispuesto a crear un nuevo lenguaje, a veces incomprensible, a experimentar sensaciones a veces fútiles y a la vez rutilantes. Quienes optan por este segundo modelo –si es que de verdad se trata de una elección– han de saber jugar y tomarse el humor muy en serio, o al revés, poner humor en lo más serio.

El protagonista de esta brillante novela de Vila-Matas recorre no sólo un mundo, sino dos, y lo hace sin salir de su habitación de hotel en Turín. La ventana es suficiente para mantener bajo control esos dos universos. Y mientras el personaje mira a través del cristal, los lectores seguimos esperando la llegada de Chet Baker para que nos explique de qué manera su arte, su imprescindible música, justifica y da sentido y guía incluso a la existencia más atroz.

No queda lugar a dudas sobre qué tipo de literatura defiende Vila-Matas al reivindicar aquí el libro Los ilegibles. Diccionario del Fracaso y la Dificultad, de Susan Strand. Por cierto, que la conexión entre lo que no se escribe en sus Bartlebys y lo que no se lee en el diccionario de Strand tampoco debe pasar desapercibida. Literatura y vida. Nadie dijo que iba a ser fácil, ¿o sí?

Tal vez, cuando llegue Chet Baker y nos hable de su arte, entenderemos la imagen de la realidad que también él está defendiendo; y comprenderemos por qué lo que se nos presenta como tan difícil y amenaza con el fracaso, acaba mereciendo la pena y resultando incluso tan delicioso.

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11 de enero de 2021
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A.F.M.

Recibo un paquete que contiene dos libros, uno es un detalle encantador, un librito, un opúsculo, una breve poliantea de poesías de mi amigo el escritor, editor y pintor zaragozano Raúl Herrero Herrero, al que desde aquí doy las gracias. El otro, es un volumen de relatos titulado Perro mundo (Calambur, 1994) del poeta, narrador y artista plástico manchego Antonio Fernández Molina (1927-2005), uno de los últimos bohemios españoles y que en su etapa mallorquina, como secretario de redacción de la revista Papeles de Son Armadans, permitió que muchos de los que por aquel entonces iniciábamos una cierta carrera literaria pudiéramos disponer de un espacio, magnífico, para publicar nuestros textos. He leído de corrido Perro mundo y quizá su característica más conspicua sea su capacidad para no entusiasmar. Su lectura transcurre fluida, logra provocar una sonrisa bonancible en el semblante del lector e incluso transmite una sensación de cierta alegría reposada, una diversión para pensionistas sentados en una silla de mimbre en la terraza de un apartamenteo playero de la Costa Dorada, al atardecer, a finales de verano. Pero nada más. Con Tomeo también pasaba algo parecido, pese a su carácter canalla la prosa del aragonés se movía en esa misma mullida zona del pasatiempo, de nivel uniforme, sin grandes desfallecimientos pero también sin grandes alharacas. Fernández Molina, y Tomeo, educado el primero, arrabalero el segundo, representan esa categoría de escritores de barrio, Marsé en sus comienzos también podría incluirse, que alimentan el estómago con el menú del día del bar de la esquina, y que alimentan sus recursos literarios confraternizando con los parroquianos del mismo. Tomeo tiene ideas casi geniales, Fernández Molina hallazgos surrealistas, pero carecen de estilo, o su estilo es no tenerlo, practican una escritura deslavazada, algunos teóricos dicen que intencionadamente.

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10 de enero de 2021
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Se puede vivir

Pasaron cosas cuando parecía que no podía ocurrir nada. La vecina rubia paseaba por las tardes su tripa de nueve meses para que el bebé bajara. Un atardecer oímos el llanto de leche, ese gemido que es una oración de la inocencia, y fuimos más felices. La vida no se cansaba de nacer.

La lavanda floreció en verano y trajo el fragante aroma del campo a la ciudad; nos frotábamos las manos con sus espigas violáceas. Luego ahuecábamos el rostro entre ellas para sentirnos olorosamente jóvenes. La gravedad se resentía, igual que bajo la ducha o al sacar las tostadas calientes; nos reconciliaba con el desorden. Pasaban cosas cuando no debía pasar nada. Todo el espacio estaba colonizado por la batalla a vida o muerte contra el virus. Hubo medusas en la playa, más solitarias, pero persistentes como nosotros, que corrimos a bañarnos para quitarnos la costra del encierro. Los niños no tuvieron piojos.

Nos olvidamos de pasar las hojas del calendario. Había un placer decadente en ver abril en lugar de junio. Cuando el reloj de la cocina se paró, decidí dejarlo unos días marcando las cinco de la tarde, una hora inglesa y lorquiana. El tiempo tiene luz. Estrenamos el 2021 con la idea de salir de un largo y oscuro túnel. Y la cicatriz de la muerte a nuestro alrededor nos hace estrenar un sentimiento de ligereza. Felizmente, ha habido una especie de dimisión de una parte de nosotros mismos, pobres idiotas que queríamos exhibir dientes de audacia: “Entérate de que no habrás progresado realmente hasta que hayas perdido el deseo de demostrar que tienes talento”, anotó Jules Renard.

Escribo estas líneas con la última niebla de diciembre. Enero amanecerá blanco, igual que la insaciable idea del cuaderno por estrenar, aunque no olvidemos las pérdidas ni el dolor arrojado. Cuenta Emmanuel Carrère en Yoga (Anagrama) –sale en febrero– que durante una grave depresión acudió a visitar a un médico sabio. Solo veía el suicidio como posible salida. En lugar de contradecirlo, le dijo: “Tiene usted razón. El suicidio no tiene buena prensa, pero hay veces en que es la solución”. Luego añadió: “Si no, puede vivir”. Cuatro palabras para curar el alma.

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8 de enero de 2021

Las mentiras, Alegoría de Rosa Salvatore

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El poder de la mentira

Según el narrador de El corazón de las tinieblas, toda mentira huele a muerte. En algunas personas detectamos continuas mentiras tácticas, además de un ligero olor a muerte.

Pero pensemos: ¿por qué mentiras tácticas?

En uno de sus libros Adam Phillips explica que empezamos a mentir en la infancia, y sobre todo en la época en que comenzamos a interpretar nuestra propia vida infantil en términos fantásticos. Phillips cree que el niño miente no para defenderse: el niño miente porque cree que esas mentiras “tácticas” le confieren un poder (aunque así sea un poder imaginario).

Todo aquel que nos miente no lo hace por fatalidad, tampoco lo hace por comodidad, y por descontado que tampoco lo hace por piedad. Lo hace para gobernarnos mejor, para obtener (o mantener) un poder sobre nosotros.

Con cierta ingenuidad muy voluntariosa Descartes decía que no teníamos que fiarnos de los que nos han engañado una vez, pero lo cierto es que nos fiamos, como se fio él. ¿Y de los que nos han engañado cien veces? ¿Qué pretendían?: gobernarnos cien veces.

Huir de ellos no es tan fácil: algunos te persiguen hasta el mismo infierno con sus mentiras al viento. No intentes oponerte a ellos con verdades porque no sirve de nada. Convertirán tus verdades en mentiras tácticas, y las usarán en su provecho.

Y ahora pensemos. ¿Existe la verdad? Sí, pero solo por aproximación, pues la verdad no es un absoluto. Es mucho más detectable la mentira. La mentira existe de verdad (valga la paradoja). Nos envuelve, nos cerca. Está en todas partes, es la ubicua por excelencia.

 

 

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6 de enero de 2021
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Mi opinión

La falta de respeto es el aviso de que por lo menos una persona no les cree y no está sometida al opio, las prebendas o el dinero del poder

Algunos de ustedes quizás leyeran el domingo pasado un artículo del defensor del lector en el que una decena de suscriptores se quejaba de mis columnas y algunos pedían que me enviaran al motorista. La razón era que mostraba yo una actitud insultante ante algunas autoridades. En fin, que usaba la injuria en lugar del argumento. Algunas de las injurias que se citaban no me parecen tales, llamar “talluda” a una señora de 40 años, por ejemplo, o llamar “rancios ideólogos” a los chavistas, peronistas y separatistas, tampoco. Pero, en fin, es cuestión de gustos. No puedo, sin embargo, dejar de sospechar que lo que les molesta de verdad no es lo que llaman insulto (el cual nunca llega al tamaño del pasado presidente de la Generalitat que nos llama a los españoles “hienas”), sino más bien la falta de respeto hacia los dirigentes con quienes esos lectores se identifican. Y en eso debo darles la razón.

No sé yo la edad de esa decena de lectores, pero debo recordarles que he vivido bajo el franquismo y conozco demasiado bien el uso de la autoridad que gastan algunas personas sin derecho al respeto. De entonces me viene esa quizás censurable agresividad contra quienes hacen un uso abusivo, tramposo o embustero de su poder. Me recuerdan demasiado a los jefes del Régimen que entonaban una retórica adormecedora para cometer sus atropellos. La falta de respeto es, por así decirlo, el aviso de que por lo menos una persona no los cree y no está sometida al opio, las prebendas o el dinero del poder.

Otra cosa es el reproche de que no trato igual a la oposición. Es un argumento inane. A mí no me duelen tanto las majaderías de mis adversarios cuanto las de mi vieja familia política a la que voté durante 20 años. Luego nació Ciudadanos.

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5 de enero de 2021
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Lo que no hice

Ha sido el año del no, pero solo le quedan 48 horas. En febrero (y ya hace un siglo) parecía que ese mal deplorable y remoto no nos llegaría, o lo haría tarde y esporádicamente; su velocidad de asentamiento y su desparramada proliferación nos trajo las primeras renuncias, las prohibiciones. Y la cuenta de víctimas con nombre y apellido. No sé de nadie que no tenga a un enfermo en su entorno o lo haya enterrado sin verlo morir. La privación era el único antídoto. No toser cerca del prójimo, y mucho menos besarlo. No ir al cine, al café. Y el peor no de todos: no saber el remedio a corto plazo. Ni las secuelas. Por eso si hay un grupo de gente que se me atraganta es el de los sabihondos negacionistas; la vanguardia de la desconfianza, que ya otea la vacunación como el nuevo engaño. Yo del Covid19 sólo sé que no sé nada.

 Me considero afortunado porque mis nos han sido de una dimensión llevadera, aunque quizá mi mente y alguna que otra provincia de mi cuerpo proteste o me lo nieguen. Me faltó lo que no pude ver, lo que no pude decir ni siquiera en privado, lo que se interrumpió o canceló y está en duda que se reanude. No salí de mí mismo, y no pude, por primera vez en mi vida, ir al mar, que al meterme en él los veranos me sirve de segundo bautismo o última thule.

Escribí y leí, con ansiedad esto último: como si el libro ligero no supiera darme alegrías y el denso su saber. Me permití caprichos en mi menú soltero, sin padecer pero sin ignorar el hambre que esta crisis ha producido. No hice el amor, aunque dediqué algún tiempo a pensar en él. ¿Empieza el año del sí o es una tregua? De nuestros nos depende que los síes ganen.

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5 de enero de 2021
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Decepcionados

El 1 de enero me di una vuelta por las redes sociales, todo eran alusiones a la maldad del 2020 y la bondad que nos traería el 2021. Qué cosa más tonta. Mi lectura para esos días de fiestas y homenajes gastronómicos fue la larga entrevista que le hizo Bertrand Richard a Gilles Lipovetsky, lectura obligatoria:

¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimiento de la decepción?

A la escala de la historia secular de la modernidad, el momento actual se caracteriza por la desutopización o la desmitificación del futuro. La modernidad triunfante se ha confundido con un desatado optimismo histórico, con una fe inquebrantable en la marcha irreversible y continua hacia una edad de oro prometida por la dinámica de la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En una visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes filosofías de la historia, de Turgot a Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garantizar la libertad y la felicidad del género humano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecológicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la concepción de la posmodernidad como desencanto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída.

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5 de enero de 2021

Foto: "Veraneante en Benidorm" ©Ferrán Mateo

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Diccionario de palabras ausentes

Anoche no pegué ojo hasta tarde. Alertan los cronobiólogos de que cada vez que encendemos una luz en la cama, o echamos un vistazo a la pantalla del móvil que reposa en la mesilla, estamos consumiendo una droga que perjudica el descanso. Luego soñé que perdía las palabras y, al despertar, esa desazón se reveló como una metáfora de lo que ha sido el 2020. Si este año que despedimos fuera un libro, tendría páginas enteras en blanco. El lenguaje es un tejido vivo con una extraordinaria capacidad para reparar sus roturas, pero la vertiginosa evolución de esta crisis nos obligó a tantear sus límites, a descubrir sus lagunas. Por momentos nos resignamos a la mudez, si no a un balbuceo, y con nuestros silencios compusimos un Diccionario de palabras ausentes, las que nos faltaron para contar —y asimilar en tiempo real— la complejidad de una alerta sanitaria que rebasó su ámbito para colarse en cada aspecto de lo cotidiano. Si hace unos años se acuñó un término para describir el estrés por la degradación medioambiental y el cambio climático (solastalgia), por ahora no hemos dado con un neologismo capaz de aglutinar el extrañamiento, la tristeza, la desconfianza, la compasión o el quebranto derivados de la actual pandemia. Carecemos de un vocablo «inmenso como un acordeón extendido» y a la vez «particular, estricto y preciso como el filo de un cuchillo» (como se refirió Milan Kundera a una de esas palabras caleidoscópicas) que represente por sí solo la reciente espiral de hechos y emociones.

Me distraigo, ha sonado la alerta del correo electrónico. Es una oferta de vuelos con la imagen de una playa en colores vivos. La maquinaria del deseo no descansa (ni se renueva). Un simulacro de normalidad precovídica justo cuando los gabinetes de prensa se afanan en ofrecer la puesta en escena de la llegada de los primeros antídotos, anunciados como un billete de vuelta al mundo (casi) de ayer. Las cámaras buscan brazos arremangados, listos para el pinchazo de la jeringuilla, y los mercados reaccionan al alza, pero intuimos que nada puede ni debería volver a ser idéntico a antes. Con la inmunidad de grupo se reiniciará el sistema operativo con varias actualizaciones ya integradas, aunque en el escritorio seguirán esperando, ahora más abultadas, las mismas carpetas: «cambio climático», «violencia de género», «desigualdad económica», «empleo», «vivienda», etc. Cuando se vuelve a empezar, surge la oportunidad de reconsiderar el camino andado, ese que condujo al atolladero. La Alicia de Lewis Carroll preguntó al sonriente gato de Cheshire qué camino debía tomar. Este le respondió que, si da lo mismo adónde se aspira a llegar, no importa cuál se siga. En suma, ¿adónde queremos ir?

Ver y comprender no son lo mismo. La mayoría de nosotros vemos un vaso sin comprender que ya está roto. Un monje tailandés se lo explicó así a un psicoterapeuta estadounidense: «Me gusta este vaso, contiene el agua de forma admirable. Cuando el sol brilla, refleja la luz a la perfección. Sin embargo, para mí ya está roto. Si el viento lo tira o le doy un codazo, cae y se hace añicos, digo: claro. Por eso, cada minuto con él es precioso». Este 2020 nos ha hecho ver, comprender e incluso palpar esta invisible paradoja: lo único permanente es que todo es transitorio. Apreciemos el vaso antes de que su resplandor se quiebre contra el suelo.

 

 

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5 de enero de 2021
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Laberintos Borgianos (III): “Y de ser un filósofo…”

De Descartes a Spinoza  y de Spinoza a Georg Cantor o Jean Cavaillès, lo esencial no cambia, y el gran Melville fue lúcido al respecto. Retomo el texto: “Y de ser un filósofo, aunque sentado en la lancha ballenera, su alma no experimentaría ni un ápice más de terror que el que experimentaría  de estar sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano  un atizador en lugar de un arpón”.

Junto a su arpón, los tripulantes de las lanchas balleneras  del Pequod temen el comportamiento anómalo e imprevisible tanto de Moby Dick como  del gigantesco cefalópodo,  asimismo blanco  que, a un momento dado,  tomaron  por la ballena.  Pero saben   sin embargo (o al menos lo sabe  uno de ellos- el segundo de a bordo  Starbuck) que se trata de seres naturales; todo lo singulares que se quiera pero seres naturales … Dudando de que lo que a su lado  reposa sobre el reborde de la chimenea sea efectivamente un atizador de brasas , Descartes se ve amenazado no ya por lo imprevisto sino por lo esencialmente imprevisible, lo que no es seguro que entre en las cuentas de ninguna mente portentosamente calculadora (“que pasara sus eternidades contando”). Si la ensoñación del filósofo Descartes le desplazara   a  sentarse junto a Achab en una de las lanchas balleneras del  Pequod no experimentaría  mayor inquietud que la que le provoca la duda de sobre si está realmente sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano  un atizador.

Además del infinito, luego el pensamiento, en el  Nihon de Borges se alude a dos laberintos más. Cierro estas notas transcribiendo Nihon por entero:

“He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la  Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo, En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar

He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar. 

Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde una escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines dónde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el ‘bushido’,  desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus  muchedumbres, en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto…

A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto”.

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5 de enero de 2021
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