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Lo que sé de Ayn Rand

El libro más barato que jamás he comprado es Los que vivimos de Ayn Rand. Me costó 50 céntimos. Todavía me acuerdo: letra enana, tapa blanda roída y 500 páginas llenas de polvo. En el instituto se corrió la voz de que habían abierto una tienda de segunda mano en Palma y se podían comprar discos a muy buen precio. Allá que fuimos todos. Sorpresa: también había libros. El título me llamó la atención. No sabía quién era Ayn Rand y, por aquel entonces, leer sobre la Revolución rusa era un peñazo. Años más tarde, mi hermano pequeño lo leería con mucha más pasión que yo.

Los libros de Ayn Rand son solitarios, tienen cierto lirismo, pero muchos los seguimos convirtiendo en alegatos de pensamiento crítico, ignorando todo lo demás. Error. Hace ya un tiempo que estoy más enganchada al panorama político que nunca. Creo que este interés tan súbito debió de acelerarse con la pandemia y ese querer estar al tanto de lo que se nos venía encima. Estoy segura de que gran parte de los que amamos a este país desayunamos llevándonos las manos a la cabeza. Hay gente, en cambio, a la que le da igual.

El otro día, cenando con unos amigos, vi cómo una suerte de alucinación fantástica que llevaba tiempo en mi cabeza se hacía realidad. Es una idea simple, pero triste. Aquellos que apoyan al Gobierno sin importarle un comino lo que hacen mal, reverenciando todos y cada uno de los errores, lo hacen porque tienen un miedo fóbico y extraordinario a que se les encasille con el estereotipo de la derecha. Por supuesto, ocurre también al revés cuando se dan las circunstancias precisas. Soy de las que piensa que siempre es mejor llevar la contraria que ignorar una metedura de pata, pero no fue así y el vino hizo que todo quedara en un susto. A pesar de todo, se me apareció la figura de Gary Cooper, quien dio vida al protagonista de El Manantial en la gran pantalla hollywoodiense, justo al final de la cena. ¿Adónde se nos ha ido el pensamiento crítico? Al escribir esto, se me ocurre nombrar las tres líneas básicas sobre lo que sé de Ayn Rand -como bien dice el título de esta entrada-. Ahí van: el pensamiento es propiedad individual, la felicidad debería ser nuestro único propósito vital y el sacrificio personal es inmoral.

Unas semanas atrás, recibí las ediciones que la editorial Deusto ha publicado tan impolutamente -sus páginas sí que se leen bien: carecen de polvo, tapa dura y la letra es adecuada- de El Manantial, Himno e Ideal. Qué alegría me llevé. Al igual que con el cine, disfruto mucho más aquellas novelas en las que no ocurre nada en concreto, bueno, mejor dicho, aquellas que no tienen un propósito final; podría decirse que las novelas de Ayn Rand son la excepción. ¿Qué decir de El Manantial cuando incluso todo lo malo ya está dicho? Himno e Ideal son joyas raras y extravagantes. Himno es distópica y profética. Una alarma convertida en novela, un mundo en el que ha desaparecido la palabra «yo». Incluye un facsímil de la edición original inglesa con las correcciones, escritas con puño y letra, que hizo para la edición estadounidense. Ni una página se salvó del garabato ininteligible de la mismísima Ayn Rand. Ideal trata sobre la integridad y lo horrible que es la idolatría. Al poco de escribirla, Rand se dio cuenta de que la historia funcionaría mejor como obra de teatro. Así ocurrió.

He pasado el mes de noviembre, y parte de diciembre, leyendo a Rand y me he vuelto más escéptica que lo que ya era. Otro tema: me indigna que alguien, sea quien sea, desprestigie cualquier creación artística asociándolo a lo juvenil, lo adolescente. Obama perdió muchísima decencia cuando dijo que leer a Ayn Rand era cosa de adolescentes incomprendidos. Será que algunos seguimos siéndolo.

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16 de diciembre de 2020
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Viajes raros

Lawrence Osborne es un personaje original y extravagante, un inglés con estudios en Cambridge, pero fascinado por los viajes a lugares recónditos en una época cada vez más escasa en tieras vírgenes

Hace unos días, Andreu Jaume e Ignacio Echevarría publicaban sendos homenajes al gran editor Claudio López Lamadrid. Coincidían en la fidelidad que Claudio había mostrado por sus autores con independencia de las ventas. Un caso cada vez menos frecuente. Hoy me gustaría rendir homenaje a otra casa editorial, Gatopardo Ediciones, cuyo admirable catálogo tiene un autor favorito, Lawrence Osborne, del que llevan por lo menos cinco libros publicados. Se trata de un personaje original y extravagante, un inglés con estudios en Cambridge, pero fascinado por los viajes a lugares recónditos en una época cada vez más escasa en tierras vírgenes. Y si no da con un lugar prístino, entonces se inventa otro imposible o improbable. Me explicaré.

En El turista desnudo cruza medio planeta para llegar a la isla de Papúa Nueva Guinea y adentrarse en zonas prohibidas hasta encontrar una tribu que no ha visto nunca hombres blancos y en la que le permiten participar de una orgía. El segundo que leí, Bangkok, supera al anterior. Osborne escribe la crónica de los años que vivió en aquella ciudad saturada de prostitutas y personajes, como él, marginales, derelictos o simplemente fantasmales. Es una narración magnífica. Y el último que cayó en mis manos, Beber o no beber, los supera a todos. Dado que es muy difícil viajar a un lugar que no esté ya tomado por las operadoras turísticas, se propone un desafío: beber su vodka, whisky, ginebra o lo que caiga, en aquellos lugares donde el alcohol está prohibido y si te pillan te puede costar la vida. Son todos enclaves islámicos rigurosos, de Islamabad a Kota Bharu. La galería de alcohólicos que encuentra en esos países, él incluido, es sensacional. Eso sí, da mucha sed.

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15 de diciembre de 2020
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Gerson Ortiz: elogio del reportero guatemalteco devenido fabulador

“¿Cuánta verdad y cuánta ruina puede esconder una sola canción?”, se pregunta uno de los personajes alucinados, heridos, lúcidos y complejos de una bella colección de relatos de Gerson Ortiz.

La lengua de los gatos, el segundo libro de ficción de este aguerrido periodista tras su innovador Soñarás jamás, es tan centroamericano en sus paisajes, miedos y miserias apenas atisbados como universal en un escudriñar sabio por los rincones oscuros del alma humana. Aquí bulle y susurra la urbe tercermundista, siempre al borde de lo rural y antiguo, poblada por fantasmas de una nutrida tribu de solitarios.

Música, animales, muerte y sexo vibran en estas páginas. Las canciones de Silvio Rodríguez, de Leonard Cohen y de los ácidos raperos y reggaetoneros de hoy son personajes que se cuelan en las historias; la muerte y las trompadas vienen con la precisa parsimonia de lo inevitable; los gatos se asoman al exacto abismo de sus humanos dolientes; y las escenas de camas destartaladas y malolientes son tan propias del ser latino como el aroma de los guisos de abuela.

Conozco y admiro desde hace seis años al Gerson Ortiz periodista, lector empedernido de crónica, impecable en su apego a la calidad y la ética. Este fabulador es la extensión lógica de aquel reportero riguroso: sus personajes son reconocibles y siempre sorprendentes: incluso los seres más malvados o ridículos son a la vez la personificación de una sociedad enferma y nuestros hermanos perdidos.

Salimos más humanos y agradecidos de la lectura de las historias húmedas y rasposas de La lengua de los gatos.

PD: los buenos escritores saben que es mucho más difícil escribir corto, sintético, que largarse sin medida. Este texto está en la contratapa de esta apasionante colección de relatos de Gerson Ortiz. Cuando me pidió que escribiera algo que entrara en “la contra” en vez de un prólogo de cinco o seis páginas, ya sabía que iba a tardar mucho en pulir, cortar, podar. Creo haber cumplido con su pedido. Recomiendo mucho estas fábulas del valiente reportero.  

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11 de diciembre de 2020
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Laberintos Borgianos (I): de Descartes a Spinoza

"Soy el único hombre en la tierra y acaso/ no hay tierra ni hombre./ Acaso un dios me engaña./ Acaso un dios me ha condenado al tiempo,/ esa larga ilusión./ Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben/ la luna. /He soñado la tarde y la mañana del primer día./ He soñado a Cartago y a las legiones que/ desolaron Cartago./ He soñado a Lucano./ He soñado la colina del Gólgota y las cruces/ de Roma. He soñado la geometría./ He soñado el punto, la línea, el plano y el/ volumen. /He soñado el amarillo, el azul y el rojo./ He soñado mi enfermiza niñez./ He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo del alba./ He soñado el inconcebible dolor./ He soñado mi espada./ He soñado a Elizabeth de Bohemia./ He soñado la duda y la certidumbre./ He soñado el día de ayer./ Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido./ Acaso sueño haber soñado./ Siento un poco de frío, un poco de miedo./ Sobre el Danubio está la noche./ Seguiré soñado a Descartes y a la fe de sus padres". (Jorge Luís Borges, "Descartes" La cifra, 1989).

Miedo y frío en la tarde de un filósofo...Alguna vez he hablado aquí de la potencia emocional de controversias teóricas y ello en referencia al "Discurso del Método", obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: "que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida".

La duda, sobre todo si es metódica, es decir si la primera hipótesis tranquilizadora no empuja a salir de dudas, tiene el precio de la ausencia de cimientos. "Siento un poco de frío, un poco de miedo." Y ello cuando "Sobre el Danubio está la noche". No es la única vez que Borges asocia el miedo y el frío al quehacer de un gran filósofo: "Las traslúcidas manos del judío/labran en la penumbra los cristales /y la tarde que muere es miedo y frío. (Las tardes a las tardes son iguales) / Las manos y el espacio de Jacinto/que palidece en el confín del Ghetto /casi no existen para el hombre quieto/que está soñando un claro laberinto/No lo turba la fama, ese reflejo/de sueños en el sueño de otro espejo/ni el temeroso amor de las doncellas. / Libre de la metáfora y del mito/labra un arduo cristal: el infinito/mapa de Aquel que es todas sus estrellas".

Miedo y frío evocados por Borges en relación al quehacer de dos grandes filósofos. Ello me lleva de nuevo al tremendo texto de Hermann Melville: "Y de ser un filósofo, aunque sentado en la lancha ballenera, su alma no experimentaría ni un ápice más de terror que el que viviría sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano un atizador en lugar de un arpón". (Moby Dick, capítulo LX).

Eco directo en el ilustrado Melville del fragmento de las cartesianas Meditaciones de Prima Filosofía: "...acaso hallemos muchas otras cosas de las que no podamos razonablemente dudar (...) como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego".

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11 de diciembre de 2020
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De lo húngaro

Es impecable irse a pecar fuera cuando no se puede hacer en tu tierra: las españolas que abortaban en Londres, los que veíamos en Perpignan o más lejos películas prohibidas, los hispanos que daban vivas a la república en Portugal cuando aquí aún andaba Franco fusilando. Pecados de la carne o del alma, veniales todos. Pero la escapada ha tenido esta vez una moraleja cruel que nos alivia: József Szájer, eurodiputado húngaro extremo-derechista, ha terminado su carrera política, dicen que brillantísima, por un asunto de sado-maso gay que muchos adultos consintientes practican sin problema en sus recintos.

Szájer representa lo más vil de la política: la represiva mentira pública que tapa un complaciente vicio privado. Pero las fotos que se han podido ver del apartamento del sexo duro en Bruselas, así como el relato oral del master chef de la orgía, me han recordado, como paradoja, a uno de los grandes del periodo refundacional de los Nuevos Cines, el director Miklós Jancsó (1921-2014). Hoy está, me parece, un tanto olvidado, y quizá demodé, porque su extraordinaria concepción coreográfica de lo político no se lleva, y tal vez en su propio país los desnudos íntegros de sus actrices haciendo alegorías anti-fascistas podrían ser censurados.

Por mi gran apego al cine de Jancsó me aficioné a todo lo húngaro, inclinación que no he abandonado excepto en el fútbol, donde también hubo virtuosos como Puskas, aunque en ese terreno carezco de autoridad. Oigo con mucha frecuencia la música, digamos que clásica ya, de Bartók, el cine de Jancsó (y sus contemporáneos Gaál o Szabó) hoy lo sustituyo por el de otro radical de la vanguardia, Bela Tarr, y sigo descubriendo excelentes novelas de Tibor Déry, György Konrad, Dezsö Kosztolányi o Lászlo Krasznahorkai, a la espera de que Péter Nádas, autor de esa gran obra maestra que es Libro del recuerdo, publique más. Húngaros de mejor fuste.

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11 de diciembre de 2020
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La envidia (2)

La envida es una forma extraña del amor: amas lo que tiene el otro. Lo deseas, lo codicias. Vives sin vivir en ti. Vives prácticamente en el otro. Se trata de una morbosa y paradójica desposesión. A algunos les conduce a la locura.

Las empresas, las corporaciones, las sociedades, los pueblos, las naciones, son espesos tejidos de envidias entrelazadas con la misma densidad que los hilos en un tapiz. Aquí sabemos mucho de eso.

Desde niño he visto como se desplegaba por todo lugar, como un maravilloso río de lava, la humeante emanación de la envidia. En algunos lugares llega a dificultar la respiración.

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10 de diciembre de 2020
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Estado burbuja

Hay un placer sumiso en ­hacer estallar burbujas, porque son ilusiones que representan lo efímero. Glóbulos de aire que reventamos en los plásticos protectores, complacidos con su sonido similar al de despegar los labios. Otras se deshacen con la punta de la lengua cuando suben desde el fondo de la copa, bullendo. De jabón doméstico, higienizantes, o a lo Cleopatra, blancas como una fantasía nevada en agua caliente, evocan la alegría causada por una belleza fugaz. Las encontramos ya en la pintura flamenca del siglo XVII, y Chardin, Millais o Monet se entretuvieron dándoles forma en sus cuadros, al igual que Calderón y Machado en sus versos.

Burbujas que ya casi ni percibimos, pues la vista nublada por la Covid apenas permite espacio mental para lo minúsculo. ¿Se acuerdan de aquellas actrices y bailarinas caracterizadas de burbujitas doradas de cava? No ha habido mejor disfraz, tan festivo como ridículo, para sugerir un estado ingrávido. Hoy nos producirían pudor, y sería extraño que alguien se sintiera espumoso haciendo de burbuja. Porque en un arrojo de obediencia semántica, la sanidad pública nos ha cambiado el uso de la palabra.

Oigo decir a los invitados de una tertulia que pasarán sus Navidades en su burbuja social , tal como han recomendado las autoridades sanitarias. Burbujas de seis, que, si se aplica la norma, deben ser siempre los mismos. Sin cruces de saliva más allá del sexteto. Podemos transitar de dentro a fuera, pero imprimiendo soledad a nuestros hábitos. Nos vamos desmembrando de la multitud, ya no pertenecemos a ella, custodiados en nuestra burbuja profiláctica y reescribiendo los cálculos de la proxemia: el estudio entre la distancia íntima y la pública, que nunca había sido tan dilatada. La idea de cabaña se apropia con más fuerza que nunca de nuestro corazón abatido, tal vez porque trae ese aire de fantasía infantil, el goce seguro entre dentro y fuera.

Etéreas y delicadas, en su iridiscencia las burbujas tienen algo de hipnótico. Su simbolismo alude a lo pasajero que, al no tener consistencia sólida, puede estallar de forma imprevista en cualquier momento y desaparecer sin dejar rastro; pero también expresa la libertad total: ¿quién puede controlarlas? Sinónimo de solipsismo y frivolidad, ahora nos agarramos a su resignificación, conectada con la seguridad y la responsabilidad. Aunque lo esencial es que, a pesar de este gran cambio, el efecto Marangonisiga cumpliéndose y nuestras burbujas no se desvanezcan cuando por fin lleguemos a la superficie de una verdadera normalidad.

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9 de diciembre de 2020
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Firme propósito

He tomado una decisión; voy a dejar de ser una persona educada. Ayer, un fontanero argentino que a veces viene a arreglar los lavabos, me tuvo más de media hora, en la esquina de la calle Comercio con el paseo de las Autonomías, contándome con pelos y señales la operación de vesícula a la que su novio fue sometido en la clínica de la MAZ en Zaragoza. Es esa una esquina ventilada y el fontanero argentino llevaba buena mascarilla pero ya no es por el coronavirus es que tuve la sensación de que me fallaban las piernas al escuchar la parrafada. Ahora, en este instante, termino una conversación telefónica que ha tenido poco de conversación ya que durante cuarenta minutos mi amigo del alma Cosme Barrutia Perdiguero ha disertado sobre las ventajas de los coches diésel respecto a los de gasolina, asunto que yo desconocía y que sin duda es de gran importancia, pero que ha agotado la batería de mi móvil y, por primera vez, ha agotado mi secular paciencia. De golpe, me he hecho el propósito de no permitir más asaltos, de armarme de valor cortando con decisión el discurso de mis interlocutores. Sin excusas les espetaré: no me interesa en absoluto lo que me cuentas, me despido, ve con el rollo a otra parte. Es que además estoy empezando a sospechar que la abultada cartera de amigos y conocidos, patrimonio elogiado y envidiado por algunos, es fruto de mi aguante, que nadie más resiste estas palizas, que ya vale; mejor solo que mal acompañado.

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9 de diciembre de 2020
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El tirano que adoraba a la diosa Minerva

El señor presidente, la novela ya clásica de Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de Literatura, ha sido recién publicada en la serie de ediciones conmemorativas de la Real Academia de la Lengua y la Asociación de Academias, una lista ilustre que encabeza El Quijote.

El dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas. Pero, en realidad, la primera novela sobre este tema es El Señor presidente, que Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y terminó en París en 1932. No se publicaría sino en 1946 en México, en una tirada casi clandestina pagada por la madre del autor.

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela. De allí esa fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Si repasamos las dictaduras centroamericanas, nos encontramos con un verdadero bestiario político. El general Jorge Ubico, en la misma Guatemala, disfrazado de Napoleón; el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo que daba por la radio conferencias espiritistas, y ordenó en 1932 la masacre de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era "destierro, o encierro, o entierro"; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje. Y esta ambición narrativa repasa la historia, de atrás hacia adelante. En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que llega hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010. Como en un parque de atracciones, hay unos dictadores que resultan más atractivos que otros, y Estrada Cabrera se presenta como uno de los más singulares, porque se aparta del modelo de fantoches de casaca bordada y bicornio adornado con plumas de avestruz, como el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, de los sargentones de cuartel como Fulgencio Batista, o de los oportunistas que se inventan ellos mismos su grado de general de división, como Anastasio Somoza. Estrada Cabrera, litigante de juzgados, resulta más parecido en su atuendo de luto riguroso al psicópata François Duvalier, "Papa Doc", presidente vitalicio de Haití, que era médico, y brujo de los ritos vudú.

Nacido en Quezaltenango, sus origines son de folletín. Hijo de Pedro Estrada Monzón, un antiguo hermano franciscano, fue abandonado por su madre Joaquina Cabrera a las puertas de un convento, lo que obligó al padre a reconocerlo. La señora era una humilde vendedora de dulces y alimentos, que entraba a las casas pudientes a entregar sus viandas, y fue apresada una vez bajo la falsa acusación de robar unos cubiertos de plata en una de esas casas. Fue escalando puestos burocráticos, pasó de la provincia a la capital, y por fin llegó a formar parte del gabinete del general Reina Barrios; y sin ruido y sin alardes, se colocó en posición de sucederlo.

Estrada Cabrera es un verdadero arquetipo del dictador, tal como un novelista lo querría: su habilidad para tejer las artimañas del poder, sus crueldades y su obsesión por el escarmiento y la venganza; su complacencia con el servilismo, sus extravagancias, entre ellas el culto que rendía la diosa Minerva el último domingo de octubre de cada año, cuando organizaba las Fiestas Minervalias.

El dictador se momifica en la soledad del poder pensado para siempre, mítico porque nadie lo ve, como el señor presidente de Asturias. Su "domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez", y se ignoraba también a qué hora dormía, "porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca". Estrada Cabrera es el tirano enlutado, el expósito resentido, el leguleyo de provincias que se vuelve todopoderoso despiadado, el que no tiene amigos sino cómplices, el que utiliza el miedo como principal instrumento de sometimiento.

Desde luego, toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de ofrecer un mundo que siendo el mundo verdadero parezca otro y vuelva siempre a ser el mismo. Es lo que logra Asturias en El señor presidente. El portal del Señor poblado de mendigos que hablan delante de las sombras custodiadas por la policía secreta. Como los muertos de Juan Rulfo que hablan desde la oscuridad de sus tumbas.

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8 de diciembre de 2020
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¿Y después?

Muchos creemos que no hay nada después de la muerte, pero otros tantos creen que sí e imaginan, con espíritu lírico, vírgenes sin pecado y sociedades perfectas. ¡Bienaventurados!

 

Es imposible pensar en el más allá, en lo que viene luego, porque no hay modo de imaginarlo, de darle una imagen. No sólo es difícil para los incrédulos, los cuales suponen que después no hay nada. También para los creyentes la metafísica es de muy difícil alcance. En tiempos más poéticos el más allá se llenaba de figuras luminosas, fueran ángeles con arpa o círculos áureos de santos, mártires y divinidades. Aquel Paraíso (por no hablar de la dificultad de imaginar lo infernal) ya no se sostiene y en la actualidad los clérigos que aún conservan una grey pía han dejado de explicarlo.

Sin embargo, la necesidad de darse una imagen subsiste. Los mayores nos hemos resignado a la nada, pero los pequeños no. Tengo para mí que el éxito de la fiesta de Halloween y otras fantasías fúnebres como los zombis, responden a esa necesidad. Hay que darles una excusa a los niños para que cuando se pregunten: "Pero ¿cuánto va a durar la abuela?" tengan algo con lo que aliviarse. Simpáticos muertecitos, tiernos esqueletos casi siempre vestidos de mariachi, o muertos vivientes que dan mucho miedo, pero reconfortan porque alguno de ellos puede ser la abuela. Hay que llenar ese vacío que los mayores soportamos con cinismo y ceguera.

Reconforta, de todos modos, en tiempos tan crueles y destructivos, que aún haya quien crea en las leyendas. Hoy es la Inmaculada Concepción, uno de los mitos cristianos más modernos. Es hermoso creer que alguien se libró del pecado original, pero inimaginable. Sin embargo, ahí están los miles de creyentes que aceptan las leyendas. ¿Hay algo después de la muerte? Muchos creemos que no, pero otros tantos creen que sí e imaginan, con espíritu lírico, vírgenes sin pecado y sociedades perfectas. ¡Bienaventurados!

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8 de diciembre de 2020
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