Francisco Ferrer Lerín
El lugar corresponde a una localidad española de tamaño medio y mi coche es un Land Rover Defender. Se ha averiado y aguardo, de pie, en el centro de la plaza, al dichoso mecánico. De pronto aparece una figura humana; habrá doblado una esquina y camina veloz, con paso firme, hacia el punto en el que me encuentro. Es el mecánico, sin duda, aunque lleva traje, chaleco y corbata. Al aproximarse, reparo en que es alguien conocido. Es José Antonio Bové, un compañero de colegio, al que algunos llamábamos Bóveda y otros Bovino. Es él, seguro, han pasado muchos años, tiene la barba cerrada, puede que un brazo ortopédico, pero conserva la apostura, la que le permitió apropiarse de mi novia apellidada Carlinga. Dejo de preocuparme por si es o no es el mecánico, solo quiero confirmar si es mi condiscípulo, aunque podría suceder que Bovino arreglara automóviles. Mas la figura humana pasa de largo, y se despeja así una de las dos incógnitas. Incapaz de reaccionar gritando Bóveda o Bovino (¿tengo voz en este sueño?) vuelvo a quedar solo en la plaza. Ya despierto, intento razonar. No llevar la rídícula mascarilla podría situar la acción antes de la pandemia. O podría situarla en un tiempo posterior. Apenas se vio gente. En especial no se vieron los habituales viejos sentados en los bancos. Quizá, en ese pueblo, en esa región, en ese país, la mortalidad superó el noventa por ciento.