Juan Lagardera
Solo la historia que sirve para comprender el presente y proyectar un futuro de prosperidad tanto material como espiritual, da sentido al papel del historiador. Esa es la trinchera desde donde siempre ha combatido José Enrique Ruiz-Domènec, un conspicuo medievalista, prolífico ensayista y desde hace muchos años catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona. A la historia se la acompaña desde la complejidad, viene a decirnos este sabio profesor, de ahí el interés y la oportunidad de su último libro, El día después de las grandes epidemias (Taurus, 2020; Rosa dels vents, en su edición catalana), que aprovecha la circunstancia del coronavirus para darnos a conocer algunos acontecimientos y mentalidades importantes respecto de la enfermedad a lo largo de la historia.
Aunque se remonta a las clásicas citas conocidas –las de Tucídides durante las guerras del Peloponeso en torno a la peste que padeció Atenas–, Ruiz-Domènec considera que solo se pueden documentar no más de cinco grandes plagas microbianas a lo largo de la historia, más la sexta actual. La primera de ellas en el siglo VI, cuando Justiniano y su refulgente esposa Teodora se trasladaron de Constantinopla a Rávena huyendo de la peste, una infección que aceleró la crisis del Imperio Bizantino, cuyo colapso dará pie a los dos grandes mundos mediterráneos que alcanzan hasta nuestros días: la cristiandad europea estructurada en bloques nacionales y el Islam en las orillas sur y oriental del antaño mare nostrum.
Otra peste, la negra, “se propagó por toda Eurasia entre 1347 y 1353”. Es la que más nos suena gracias a los cuentos eróticos del Decamerón que escribió Giovanni Boccaccio para entretener a los jóvenes que se habían desplazado de Florencia a sus casas de campo toscanas. Aquel reencuentro plácido con la naturaleza es el punto de partida de la modernidad, el Renacimiento. Dicha peste duró varias décadas, en diversas oleadas y por distintos territorios, y no sería hasta 1377 cuando en la veneciana ciudad de Ragusa (la actual Dubrovnik) se pondría en ejecución una medida novedosa: el aislamiento durante 30 días para los viajeros que llegaban a la misma. Más tarde, se alargó hasta 40 jornadas, la quarantina, como bautizaron los italianos.
La tercera gran plaga de la historia se sucedió en oleadas, una cadena de enfermedades más bien, transmitidas por los españoles en América: la viruela, pero también la gripe, el tifus, el sarampión o la fiebre amarilla entre otros patógenos inexistentes hasta entonces entre los nativos, provocaron una hecatombe demográfica entre los pueblos mexicas y los incaicos. Las cifras son especulativas, pero hay investigadores que hablan de más de cincuenta millones de muertos en apenas treinta años. Los supervivientes reaccionaron creando sociedades criollas, en las que se garantizó el derecho de gentes a los indios, sentando las bases para la descolonización.
En el siglo XVII las pestilencias se desplazarían a Europa una vez más. Durante cerca de cuatro décadas, el tifus, la viruela y de nuevo la peste diezmaron a los europeos dando lugar al mundo tenebrista del barroco, contra el que reaccionará la ciencia y el higienismo –el perfumista Henri de Rochas se hará famoso entonces como médico de la princesa Conti. La respuesta a esta enfermiza situación fue ilustrada: la confianza en la lógica del conocimiento y el empirismo de la experimentación.
Es entonces cuando el Estado se hace cargo de la sanidad y los problemas que generan las epidemias ya no dependen solo de la respuesta del saber médico sino también de la gestión política de las mismas. ¿Les suena? A pesar de lo cual no hubo posibilidad de réplica adecuada a la quinta gran pandemia humana: la de la gripe A, injusta y políticamente llamada “española”, que al parecer surgió en la primavera de 1918 en Fort Riley, Kansas. Los cálculos son aterradores: la gripe, la influenza (flu en inglés), mataba en cuestión de días, primero a los mayores, en segunda oleada a los jóvenes. Hasta 1920 pudieron morir por esta enfermedad más de cincuenta millones de personas; en la guerra del 14-19 propiamente hubo nueve millones de bajas entre los soldados y siete más entre los civiles.
El cierre en falso de aquella crisis dará paso a la II Guerra Mundial y a los horrores del Holocausto. Entonces sí, hubo una respuesta a la altura de aquel descenso a los infiernos, la sociedad antepuso unos nuevos valores contemporáneos: la redistribución de la riqueza para evitar las grandes brechas sociales, la educación y la cultura como remedios frente a los traumas, la lucha contra el racismo o la discriminación de la mujer. Y en la actualidad, ¿qué lecciones estamos aprendiendo? ¿La reacción social futura estará a la altura de las circunstancias o sucumbiremos al reto de transformar nuestro sistema de valores?
Más allá de la retórica política, de las “inoportunas distopías”, nuestro historiador apela a un escenario responsable basado en siete propuestas:
1. La vida no es una free party, no nos dejemos atrapar por las cosas prescindibles, y son muchas.
2. Los actuales gobernantes sobreactúan; la gobernanza futura debe ser razonable, sensible, dinámica.
3. No avanzaremos sin un adecuado espíritu crítico, flexible y cooperador, un “cosmopolitismo de la diferencia”.
4. Ante un mundo complejo, debemos confiar en los más preparados frente a los intereses creados.
5. Veracidad… para acabar con la posverdad, los profesionales de la comunicación han de desarmar el actual estercolero de mentiras.
6. Apostar por la cultura, pero la que permite “insertar el hogar en el cosmos”, no el consumo masivo de hits y bets sellers banales.
Y 7., sopesar éticamente hasta dónde podemos llegar en la biotecnología que pretende transformar radicalmente la vida cotidiana.
Ya vamos bien, con tres oleadas de pandemia y con las sugerencias del profesor Ruiz-Domènec para que agudicemos el pensamiento. Su ensayo se lee en apenas una tarde confinada y da sentido al transcurrir del tiempo.