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Mitología del médico

La medicina ha sido y es tan pródiga en mitos como la literatura. En realidad todas las ciencias generan literatura y muchas verdades científicas se trasmiten en forma de mito. Pondré un ejemplo: la teoría del big bang tal como se explica normalmente (el huevo cósmico tan pequeño que no tiene dimensión, y que de pronto estalla y da origen al universo), no deja de ser un mito con todas las características de un mito, que en principio es una narración breve, semánticamente muy cargada y con elementos mágicos moldeando su estructura, y que puede ser compartida por mucha gente.

Decíamos que la medicina ha sido generosa en mitos. Hablaremos de ellos, y empezaremos por el fundamental: el médico como arquetipo, tan frecuente ya en la antigüedad: el médico como leyenda, como personaje de la narrativa oral y escrita, como mito. En la antigua Grecia la medicina tuvo bastante prestigio, en Roma no lo tuvo tanto, y en el Siglo de Oro español su prestigio andaba por los suelos, si nos acercamos a los galenos que transitan algunas novelas. A menudo, esos médicos no eran cristianos viejos, circunstancia que no les ayudaba a elevar su dignidad ante sus desconfiados pacientes, la mayoría de ellos antisemitas.

El origen de la medicina se hunde en la noche del chamanismo. Los primeros médicos fueron con toda evidencia chamanes que conocían ciertas hierbas y practicaban ciertos ritos, y uno se pregunta si alguna vez hemos conseguido desgajar la figura del médico de la del antiguo chamán. Es evidente que la palabra de un médico vale más que la de un poeta, como ya referí alguna vez. Un poeta te dice que te quedan unos días de vida y te echas a reír, pero te lo dice un médico y empiezas a temblar. La palabra del médico sigue siendo en cierto modo sagrada, como la del chamán, y solemos depositar en ella una confianza bastante ciega.

Tanto la novela occidental como la oriental han tratado con cierta insistencia la figura del médico, pero en pocas esa figura aparece tan agraciada, tan melancólica, tan honda y tan dolorosa como en Doctor Zivago de Pasternak. Queriendo o sin querer, Pasternak dibujó al médico ideal, que además es poeta. Muchos le reprocharon a Pasternak haber escrito una especie de best-seller, precisamente él, que era uno de los poetas rusos más relevantes. Pasternak siempre negó esas acusaciones, y yo también las niego. Más que el retrato de un médico, Pasternak quiso hacer el retrato de un poeta ruso de su generación, que además es médico. Tras la vida de Zivago se detectan ecos de la vida del poeta Mayakovsky y de algunos otros, todos ellos víctimas del terror de Estado.

En la misma época en la que Pasternak escribía su Doctor Zivago vivía en Berlín un médico no menos relevante, que representaba un poco el mismo caso pero en el bando opuesto: el poeta Gottfried Benn. De joven, Benn se había afiliado al partido nazi, pero cuando sus correligionarios leyeron su primer poemario titulado Morgue, lo echaron del partido por decadente y degenerado. En aquel entonces Benn trabajaba en un hospital lúgubre y periférico, en la nave de las parturientas, y en sus primeros poemas narraba algunas de aquellas experiencias sofocantes, cuando la noche se preñaba de muerte en todos los hospitales de Alemania. Los nazis repudiaron esos poemas: ellos querían un mundo más falsificado y menos complejo. Recordemos que también Baroja fue médico, al igual que Alfred Döblin (uno de mis novelistas preferidos). Pero uno cosa son los médicos reales que por alguna razón se convirtieron en leyenda y otra cosa los médicos de las novelas, cuya personalidad puede variar mucho según el género.

En las novelas sentimentales suelen ser hombres ideales y estereotipados que acaban casándose con alguna mujer más o menos angelical. En las novelas de terror suelen ser malvados, con una clarísima propensión al sadismo. En las novelas realistas ni son buenos ni son malos, simplemente cumplen su función dentro del relato. En las novelas de ciencia-ficción a veces son buenos y cuidan con mucho esmero de los tripulantes de la nave, y otras veces les da por hacer barbaridades. En las novelas fantásticas tienden a aparecer una vez más como malvados, envueltos en una atmósfera más bien crepuscular, y su retórica suele ser contundente y radical.  No es de extrañar, pues si lo vinculábamos al chamán, el médico se presta bien a entrar en la estructura del terror por el poder que le damos a su mirada y a sus palabras.

Y si la palabra del médico siempre ha sido sagrada, en este momento de pandemia reiterada lo es todavía más. Ahora mismo los médicos son los protagonistas del relato social. Algunos los consideran auténticos héroes de nuestro tiempo, otros, más discretos, prefieren no opinar. En lo que a mí respecta, siempre me he sentido bien tratado por los médicos, a la vez que indico una sospecha: es posible que la corrosión del carácter, tan característica de nuestra época, también les esté alcanzando a ellos.

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16 de febrero de 2021

© José Antonio Robés

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Retratos incompletos

El ser humano es el único animal que, al emocionarse, vierte lágrimas. Estas tienen una composición química distinta a las que asoman a nuestros ojos de forma refleja (por ejemplo, cuando cortamos una cebolla), o bien a las que se segregan para lubricar su superficie. Vistas a través de un microscopio, parecen mapas topográficos, ciudades avistadas por satélite, cristales de hielo. Su estado es líquido, pero a veces se deslizan por las mejillas, dice un verso de Elizabeth Bishop, “como un aguijón de abeja”. Son la prueba material de nuestra vida interior cuando se desborda. La singularidad de las lágrimas emocionales —un sofisticado refinamiento evolutivo— contrasta con otros rasgos humanos que conforman la complejidad de nuestra naturaleza, tan asombrosa como desconcertante.

Observo una serie fotográfica de objetos recuperados en fosas comunes diseminadas por España —a cargo de José Antonio Robés y publicada en formato libro con el título Las voces de la tierra por la ARMH y Alkibla— y pienso que ese mismo espécimen que llora de alegría o tristeza debe de ser también el único capaz de asesinar y enterrar en hoyos anónimos a sus congéneres. Luego, tras abandonarlos, sepultar también la memoria de lo ocurrido con paladas de silencio. Y, décadas más tarde, incluso mirar con recelo a quienes deseen recuperar algo, por poco que quede, de cada una de esas vidas irrepetibles. Cuando alguien se va nada puede sustituirlo. El destino genético y neuronal de cada individuo es ser único, apuntó Oliver Sacks. Entre las lágrimas que nos humanizan y la brutalidad desalmada ocurre todo lo demás.

Se suele decir que la historia no se repite, pero rima. Es una de esas frases lapidarias atribuidas a una celebridad —en este caso a Mark Twain— que expresa una idea significativa y necesaria que debe verbalizarse a toda costa como un aviso a navegantes. Volví a oírla de boca del historiador Jon Meacham en The Soul of America (HBO, 2020), un documental inspirado en su ensayo homónimo. Ante un auditorio decía que le preguntaban a menudo si recordaba algo parecido a este presente cargado de confrontación y descrédito. Acto seguido, evocaba años concretos del siglo pasado, cuando la sociedad estadounidense atravesó momentos convulsos equiparables a los actuales (e incluso peores), con eslóganes que bien podrían pasar por otros recientes sobre muros, inmigración, supremacía, etc. No nos sorprendamos, concluía. Las ideas vienen y van, solo cambian de vestimenta y nombre. Para darnos la medida de nuestros logros y crisis, ahí está la Historia, que deriva, por cierto, de un verbo griego que significa “preguntar”, “inquirir”. Gracias a esta disciplina podemos afinar el oído para reconocer las rimas. Pensar que el progreso lo arreglará todo por inercia es obviar que se producen involuciones.

Las fotografías son un espejo con memoria, me contó el artista portugués Daniel Blaufuks. Vuelvo a los retratos en blanco y negro de Robés: objetos descontextualizados como reliquias arqueológicas de íberos o fenicios, aunque son bienes personales de abuelos, madres o tíos represaliados. Pertenencias que sus nietas, hijos o sobrinas querían para cerrar el duelo. Hay botones, gafas, un peine, un reloj, un lápiz, un sonajero o monedas cuya textura ha unificado la costra del tiempo. Algunos se recuperaron porque un anciano —de los últimos en saber leer entre líneas un terreno donde los demás solo veríamos maleza— recordaba en qué lugar se había removido la tierra. Que la naturaleza de los objetos sea sobrevivirnos, escribió Hannah Arendt, es lo que les otorga esa relativa independencia respecto a sus dueños. Nos devuelven un retrato de los ausentes que, aunque incompleto, los individualiza. Hablan de un silencio precario, como puede ser el de un poema de Safo inscrito en un papiro de hace dos mil años roto por la mitad. Cuando una parte del poema es un espacio vacío, explica Anne Carson en Flota (Cielo eléctrico), el traductor puede representar esa falta de texto con un blanco, unos corchetes o una conjetura textual. Los silencios —y no solo en traducción— tienen la misma importancia que las palabras.

En estos últimos meses, los millares de fallecidos por la pandemia en España, así como las circunstancias de su desenlace, han resaltado el valor de los rituales, que transforman en cobijo la intemperie del mundo. Se ha puesto de relieve la necesidad de estar cerca físicamente de un ser querido en sus últimos instantes y de acompañar sus restos en la despedida. En La cultura de las ciudades (Pepitas de calabaza), Lewis Mumford argumentó que la preocupación ceremonial del ser humano por los muertos, sin parangón entre otros animales, fue lo que empujó al nómada paleolítico a arraigarse, pues en su penoso vagabundeo «los muertos fueron los primeros en contar con una morada permanente». Miro de nuevo esas imágenes y, ahora mismo, en el espacio vacío de las fotografías, solo veo las lágrimas de quienes no pudieron despedirse antes de ser engullidos por la tierra.

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16 de febrero de 2021
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‘Analfas’

La brutalidad de los comportamientos que vamos viendo nos hacen cada vez más conscientes de la ausencia de cualquier formación seria entre los españoles menores de 40

  La brutalidad de los comportamientos que vamos viendo entre grupos de gente que se aborrega para beber a morro, en juergas clandestinas o en tropas de charla y ligue, nos hacen cada vez más conscientes de la ausencia de cualquier formación seria entre los españoles menores de 40. Son infantiles e irresponsables en un alto porcentaje.

No es culpa suya. Ellos lo ignoran, pero los jerarcas políticos dan por perdida la educación en España. No creen que los jóvenes puedan formarse como franceses, ingleses o alemanes y por lo tanto han abandonado ese ámbito. Ni una mejora, ni una inversión productiva, sólo parches y remiendos para disimular el fracaso.

Por esta razón han suprimido la ética, la filosofía o la educación cívica de los estudios, pero no es lo peor. Lo peor es que los garantes de la educación en España son dos personas que no tienen intención de resolver el analfabetismo moral. Entre otros caprichos, la señora Celaá ha suprimido los suspensos como señal de que el estudiante pide mayor esfuerzo o ayuda. Y el improbable responsable de Universidades, Manuel Castells, es la persona idónea para una institución incapaz de asemejarse a sus análogas europeas.

Tampoco esto es lo peor. En aquellos países donde la educación es una tarea vital y una defensa frente a la injusticia, los políticos pillados en falsificación de currículos, plagios en tesis o trapicheos de cualquier tipo son destituidos de inmediato. Aquí no sólo es una práctica extendida e impune, sino que nadie le da importancia. Hay una razón: los que plagian, copian, mienten y falsean son gente que ha fracasado en sus estudios por falta de talento o de trabajo y debe maquillar su ruina. ¿Cómo van a permitir que otros triunfen y les hagan la competencia?

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16 de febrero de 2021
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Confesiones de un vicioso

En una conversación de días pasados con Elena Poniatowska, mediada por Antonio Ramos Revilla, director de la Casa del Libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León, hablamos del universo infinito de las lecturas, empezando por aquellas de la infancia que se recuerdan siempre con el gusto de la nostalgia.

Para Elena su primer libro, leído en francés, fue Heidi, la novela sobre la huerfanita de las montañas alpinas, de la escritora suiza Johanna Spyri, famosa en muchas lenguas a partir de su publicación en 1880, y que lo sigue siendo al punto de que ha pasado a convertirse en una historieta ánime en Japón.

Yo recordé que había hallado el sentido de la aventura en los personajes de las historietas cómicas de identidad oculta, como El Fantasma, creado por Lee Falk en 1936, “el duende que camina” sentado en el trono de la Calavera en una cueva en lo profundo de la selva, desde donde salía a vérselas con sórdidos malandrines.

Y decía también que la mejor manera de inducir a alguien a volverse un vicioso de la lectura, es colocarlo frente a una vitrina de libro prohibidos, encerrados bajo llave, pues sin duda se hará de una ganzúa para sacarlos y leerlos en clandestinidad.

Cuando terminaba la escuela primaria, tuve acceso a un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado.  Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza; tiempos en que la gente tenía nombres homéricos.

Lo guardaba con celo en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como El Conde Montecristo, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila, y sólo lo prestaba bajo juramento de secreto. Esa era su biblioteca prohibida. De modo que mi lectura de ese cuaderno, que no tenía título ni autor, fue mi iniciación no sólo en el rito de la lectura, sino también en el de la sensualidad.

Trataba acerca de la condesa Gamiani, refinada en juegos sexuales no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con este libro que se llamaba, en verdad, Gamiani: dos noches de excesos, y descubrí que no había sido escrito por una mano anónima, sino por Alfred de Musset.

Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en mí desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los libros. Siempre entro en ellos oliendo primero su perfume, y no dejo de recordar aquellos tomos en rústica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas, una manera de ir penetrando poco a poco en los secretos de la lectura oculta en cada pliego sellado. Por eso es que desconfío tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habrá más libros que acariciar y que oler, porque toda lectura será electrónica y esas caricias deberemos traspasarlas a las frías pantallas de cuarzo.

Pero también volvemos en la memoria a los libros que fueron herramientas para aprender a escribir. A Chejov regreso con toda confianza, como quien visita una casa a la que se puede entrar sin llamar porque sabemos que la puerta no tiene cerrojo, y lo imagino siempre sosteniendo sus quevedos de médico provinciano para examinar a las legiones de pequeños seres que se mueven por las páginas de sus cuentos, tan tristes de tan cómicos, y tan desvalidos.

Como O’ Henry también, ahora tan olvidado, pero cuyos cuentos, que repasé tantas veces en un tomo de tapas rojas, siguen siendo para mí una lección de precisión matemática, como perfectos teoremas que se resuelven sin tropiezos; y lo imagino aburrido en su exilio del puerto de Trujillo en la costa del caribe de Honduras, adonde había huido después de defraudar a un banco, y donde escribió su novela De coles y reyes en la que inventó el término banana republic.

Y hay otros libros que tampoco se olvidan porque fueron puertas de entrada a otras lenguas. La perla, de John Steinbeck, el primero que leí en inglés, esforzándome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en la escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en 1966. Y la vez que recostado bajo un tilo en el Volkspark de Berlín en 1973, cerré el ejemplar de La metamorfosis y le dije triunfalmente a Tulita, mi mujer: “ya puedo leer a Kafka en alemán”.

Lecturas infinitas e infinitas esperas por más lecturas. Tengo más libros de los que alcanzaré a leer durante mi vida, y sin embargo, cada vez que entro en una librería me domina la avidez de quien no es dueño de uno solo. Todo vicio tiene su ingrato síndrome de abstinencia.

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15 de febrero de 2021
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El hombre cuenta (IV): una rara especie

El hombre, un animal…racional. Importante rasgo diferenciador que hace su especificidad. Desde Aristóteles, primer estudioso sistemático de las especies animales, no ha dejado de señalarse que el rasgo especificador del hombre en el seno de la animalidad no es homologable al rasgo mediante el cual se diferencian una de otra las demás especies.

Pero cierto es que desde que la teoría de la evolución se abrió camino, el concepto mismo  de especie se ha hecho problemático. Una especie vendría a ser lo que a un momento dado (por conveniencia clasificatoria) un “especialista” designa como tal,  con clara conciencia de provisionalidad, es decir, sabiendo que lo realmente importante no es  la estabilidad  de la especie sino, las condiciones que han determinado su llegada y determinaran  su  sustitución. Y el hombre no podría suponer una excepción. Desde el punto de vista de la  biología y de su rama la genética, el asunto  tiene poca discusión:

El hombre tiene unos rasgos por los que se distingue del chimpancé y del bonobo, como estos últimos  se distinguen entre sí. Estos rasgos aparecieron en un momento de la historia evolutiva  como resultado de un proceso de cientos de millones de años, y esta misma historia hará que un día sean sustituidos por otros. Si se cumplieran  las previsiones de catástrofe cósmica que (por ejemplo, pues no es el único factor)  el cambio climático deja entrever, entonces, dada su  aparición reciente, el hombre  sería no sólo un momento de la historia sino un momento muy efímero Y sin embargo…

El  presupuesto de que en la historia evolutiva la aparición de un animal de razón  supone una radical singularidad,  constituye el soporte, implícito o explicito, de lo que cabe designar como humanismo. Es obvio que si lo que diferenciara al chimpancé del bonobo fuera del mismo orden que lo que diferencia al hombre del chimpancé, la defensa de su especie por parte de los humanos no tendría más significación que la defensa de los lobos frente a otro depredador, y lo mismo cabría decir de la instrumentalización o consumo por el hombre de individuos de otras especies.

Sería, en suma, como mero reflejo de su instinto de conservación específica e individual que el hombre se protegería  del lobo o daría caza a liebres para alimentarse de las mismas.

Sin duda puede sostenerse esa posición, y de hecho es frecuente escuchar argumentos en ese sentido. Bajo la acusación de “especeísmo” se repudia, o al menos se  considera como una ilusión, el hecho de otorgar papel relevante  al animal que es el hombre. Pero en todo caso quien adopta esa posición  ha de ser coherente, asumir que está rebajando el peso mismo de la actitud moral que le hace posicionarse a favor de la homologación de sus derechos con el  de otras especies. Pues es difícil no otorgar que esta preocupación es manifestación de una  moralidad general  por la cual se supone que toda sociedad humana debería regirse. En suma:

Si  la actitud moral considerada recta exige preocuparse  por las demás especies, y a la vez consideramos que no hay jerarquía entre nuestra especie y otras especies animales, una de dos: o bien esta rectitud y altruismo, en general la moral, también se daría entre otras especies (eventualmente sin que nosotros nos apercibamos de ello); o bien se daría sólo en nosotros, pero no tendría de hecho más importancia que tal o cual característica sorprendente que a veces constatamos en una especie animal y que no se da en otras; ejemplo, sin ir más lejos: la singular capacidad que permite a la abeja  designar mediante un “baile”, algo que no está presente. Nótese de pasada que una manera de quitarle importancia a la moralidad es simplemente decir que constituye un simulacro, un arma más en la lucha por la subsistencia en razón de la competencia en el seno de la propia especie. Esta sospecha sobre la oculta esencia de la moralidad ha atravesado a muchos pensadores (Nietzsche entre ellos, pero hay que insistir en que no es el único), sobre todo tratándose de las formas de moralidad que ponen el acento en la compasión. Por mi parte, creo más bien que tal crítica no llega al núcleo de un tipo de moralidad como la kantiana, en la cual el principio rector es la inevitabilidad de asumir un imperativo, sin el cual no sería siquiera comprensible la persistencia de una sociedad humana.

Como en tantos otros propósitos bien intencionados, hay también  aquí el peligro de arrojar el bebé con el agua del baño. El equivalente de esta última (ya sucia bien entendido) podría considerarse que sería la disparatada utilización de la naturaleza, a la que una pretenciosa concepción de lo que la técnica posibilita ha conducido a los humanos. La técnica sólo puede actualizar lo que la naturaleza posibilita, si pretende dar  un paso más no sólo no conseguirá su propósito sino que además  la naturaleza le llamará al orden restableciendo un equilibrio que no es favorable a nuestra especie. En este sentido la ecología no sólo es una exigencia ética sino una exigencia del anhelo de supervivencia para nuestra especie.

Pero  si se niega la jerárquica singularidad de nuestra especie, si se pretende que nuestra causa no es causa final de nuestra acción, entonces se da un paso más: se está efectivamente  arrojando el bebé, es decir, se está repudiando lo que la humanidad, en su tensa lucha por algo más que sobrevivir ha ido construyendo: se está, como decía poniendo en tela de juicio los fundamentos del humanismo.

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12 de febrero de 2021
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Padilla y Chaplin

Qué buena idea que en medio de las cautelas salga en los cines, junto a los estrenos restringidos, alguien que nos hará reír mientras lloramos. El chico, un apogeo sublime en este valle de lágrimas, fue el primer largometraje de Chaplin, y la buena idea sería digna de continuación, pasada la pandemia, con los reestrenos de lujo de sus películas grandes, con y sin Charlot; hay diez de ellas, así que durante un largo periodo de tiempo se podría resucitar una cada año y hacer felices a quienes no las vieron o no las recuerdan. Las diez son obras maestras del cine mudo (y sonoro): incunables de un arte que él popularizó sin vulgaridad.

Pero hablemos ahora de José Padilla, otro gran popular, y de Almería. La vida de este magnífico compositor cuyas melodías casi todo el mundo ha tarareado, además de oído reiteradamente, era desconocida, al menos para mí, algo ya remediable gracias al documental Descubriendo a José Padilla, que está en Filmin y se verá el 19 de este mes dentro de los Imprescindibles de la 2. Chaplin vivió largamente, al contrario que Padilla, muerto en Madrid a los 62 años; ambos triunfaron en sus dominios, se hicieron ricos, perdieron sus riquezas, amaron con profusión, y un día de 1931 tuvieron en Londres una colisión involuntaria que acabó en los tribunales. Uno de esos incunables del cineasta, Luces de la ciudad, usaba sin permiso música robada de otra cuna, La violetera, que acompaña las apariciones de la florista ciega de quien se enamora el vagabundo. Padilla, autor asimismo de muchas otras canciones de enorme difusión (El relicario, Estudiantina portuguesa, Princesita, Valencia), ganó el pleito internacional y obligó a los productores a incluir su autoría en los títulos y en los derechos. Un caso de apropiación indebida por el que el músico, además de dinero, hizo su entrada en el noble registro de los anti-piratas.

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12 de febrero de 2021

Artista: Maurice Quentin de La Tour
Título: Madame Du Châtelet at her Desk

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Brecha de tiempo

Durante la Feira do Libro da Coruña, antes de la pandemia, coincidí con un matrimonio de escritores, y comentamos la circunstancia de que ambos trabajasen en casa. “¿Y los niños, no os interrumpen?”, les pregunté, a lo que ella me respondió: “A él no; a mí siempre”. Recordé aquellas imágenes reveladas en biografías de John Cheever o Lev Tolstói: “Silencio, padre trabaja”. El escritor ajeno a la fiebre infantil y las rodillas ensangrentadas, extranjero de la montaña de ropa por planchar. Su puerta era la de un castillo. No como las maternas, líneas franqueables a demanda. De nada importa la relevancia del cargo ni el volumen de trabajo, una madre está abierta 24/7. Sus vidas poco se parecen a la de Madame du Châtelet, que se largó a un castillo en la Lorena con su amante, Voltaire, para escribir el Discurso sobre la felicidad , traducir a Newton al francés y preparar un tratado de física dedicado a su hijo.

La pandemia ha agrandado la brecha de tiempo no retributivo de las mujeres, y también ha pospuesto sueños. En el foro europeo Women Business & Justice, organizado por el Col·legi de l’Advocacia de Barcelona, la presidenta del Senado, Pilar Llop, advirtió que la covid “ha dilapidado el talento femenino, ahora en riesgo de retroceso”. Muchas carecen de una habitación propia para avanzar en sus estudios, proyectos o becas. Lo evidencian estudios realizados por la Complutense sobre el impacto del confinamiento. Persiste la vieja dinámica del reparto de tareas: antes del virus, las investigadoras dedicaban una media de 6,2 horas semanales a trabajar en sus publicaciones, hoy su tiempo de estudio se ha reducido a 1,6 horas, mientras que el de los hombres ha aumentado más de una hora. Las cifras, neutras y opacas, oscurecen siempre a la minoría: aquellos que lejos de acomodarse en su burbuja son compañeros de veras –la etimología de la pa­labra recuerda el vínculo entre aquellos que compartían el pan– y apuestan por construir a cuatro manos. El valor del tiempo no debería tener género ni sexo, aunque el de las mujeres siga cotizando a la baja.

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11 de febrero de 2021
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Boi

—Y, por último, ¿por qué ha escogido la versión en español de esta canción?

—Bueno, porque todo el mundo conoce la original. Aunque, si lo mira bien, jamás va a ser lo mismo decir te quiero en el idioma de tus entrañas.

[Suena Tú serás mi baby de Les Surfs]

 

No entiendo por qué no había oído hablar de esta película. Se estrenó en 2019. Hizo falta que la subieran a Netflix —no está en Filmin, este dato todavía me descoloca— y que el algoritmo nos la recomendara el domingo por la mañana para que llegáramos a ella. Ópera prima de Jorge M. Fontana. Trata sobre Boi, un chico de 27 años, aspirante a escritor, que empieza a trabajar como chófer privado. Sus primeros clientes son dos singapurenses que deben cerrar un trato en menos de 48 horas desde su llegada a Barcelona.

A fin de cuentas, para una película como Boi, el argumento es lo de menos. De ella me interesan, sobre todo, las escenas de espera y contemplación entre viaje y viaje. En una de ellas, Boi lee El tigre de Tracy, esa novela tan loca de Saroyan en la que el mejor amigo del protagonista es un tigre que luego resulta ser una pantera negra. «¿Cuál es la diferencia entre un buen café y el mejor café? La publicidad—contestó Tracy». Me gustó el detalle. El café, curioso elemento a golpe de leitmotiv. ¿Usted sabe sacar el café por la nariz?

Hay mucha belleza en esta película, toda concentrada en frases cortas. «Eres tú. ¿No te acuerdas? El escritorzuelo con la niebla por dentro. Y ahora, con todas las puertas cerradas... Mira arriba. Hay una ventana abierta». Cameo del desaparecido David Sust, última vez visto en Demasiado viejo para morir joven.

Sólo leo reseñas de las pelis que me han gustado. En una se quejaban de la falta de personajes femeninos del reparto. La crítica decía que las mujeres sólo aparecen para dar propósito, razón de ser y motivos para la melancolía del protagonista, que apenas están construidas y ni siquiera son necesarias para la trama. ¿Cómo puede ser que con una película de este calibre sigamos con la misma cantinela? Es más, ¿qué razón hay para reclamar una cuota femenina impostada para unos personajes que nunca lo fueron?

Si hay libros de los que deseamos adaptaciones cinematográficas, también hay películas de las que es justo desear novelas. Boi es una de ellas.

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10 de febrero de 2021
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Maestros

Hace muchos años, allá por los ochenta del siglo pasado, yo era discípulo de un grupo barcelonés que me enseñó algunas de las mejores cosas que he aprendido en la vida

Hace muchos años, allá por los ochenta del siglo pasado, yo era discípulo de un grupo barcelonés que me enseñó algunas de las mejores cosas que he aprendido en la vida. Su punto de encuentro era la Editorial Seix Barral, su rey Arturo, Carlos Barral, y los caballeros de la Tabla, Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, J. M. Castellet, Rosa Regàs y alguno más. En aquel tiempo de triunfo de la esperanza cavilé entrar en el Partido Socialista, pero Carlos me disuadió. En todo caso, dijo, hazlo en el partido nacional, pero no en el catalán: son como los de Pujol. El tiempo le ha dado la razón, aunque él fue senador del partido hasta su muerte por pura supervivencia.

Ninguno de los otros tenía ramalazos nacionalistas e incluso Castellet era un catalanista moderado. Por eso no recibió premios o prebendas realmente cuantiosos y vivió en una honesta posición económica. Gabriel era furiosamente antinacionalista y tildaba a los mandarines intelectuales de escarabats. Me pregunto qué habrían votado en las elecciones del domingo. Han muerto todos y nada puede saberse sobre su evolución, pero el más lúcido, Gil de Biedma, creo que habría votado a Ciudadanos. Lo digo por este fragmento de entrevista que me ha enviado un amigo. Preguntado por el periodista Eduardo Jordá, para el Diario de Mallorca del 10 de mayo de 1985, respondió lo siguiente: “Sobre todo me considero un liberal en sentido inglés, pero las actitudes de la izquierda me molestan últimamente. Por ejemplo, toma partido por situaciones y países que desconoce por completo. Y como supondrás estoy hablando de Nicaragua. Tanto en la derecha como en la izquierda hay mentalidades sacramentales y feudales y eso es precisamente lo que me molesta”.

En lugar de Nicaragua hoy pondría Venezuela.

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9 de febrero de 2021
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La lamentable y magnífica familia de los nerviosos

En una tarde soleada, tal vez de primavera, en la terraza de un céntrico hotel de Barcelona, durante una entrevista, Emmanuel Carrère afirmaba sentirse feliz –ahora dudo que utilizara tal adjetivo– por no ser ya más el individuo que necesitaba escribir libros como sus primeras novelas.

Entonces estaba presentando a la prensa De vidas ajenas, cuando la entrevistadora todavía se sentía bajo el influjo de Una novela rusa. Sin jactarme de mi perspicacia, sí puedo decir que se percibía algo impostado o sospechoso en la actitud autocomplaciente del escritor que aseguraba que ya no se sentía impelido a imaginar historias y crímenes truculentos porque el estatus y la experiencia adquiridos le acreditaban para recrear para sus lectores otras historias no menos abyectas, aunque reales, y pasarlas por el cedazo de su oficio y su estilo. Así definía sus novelas de no ficción: historias reales explicadas desde su irrepetible –seguidores e imitadores le surgieron en abundancia– punto de vista.

Leyendo su última novela, Yoga, deduzco que aquella entrevista tuvo lugar durante el período, una década aproximadamente, en que aparentemente tenía todo lo necesario para ser feliz. Después de De vidas ajenas vendría Limónov, la verdadera eclosión de la popularidad y devoción que suscita el autor. En ésta, el yoga y la meditación hacen acto de presencia fugazmente para completar el retrato del controvertido protagonista. Ahora, entre las numerosas definiciones que va componiendo a lo largo de la novela que Anagrama publica a finales del mes de febrero, nos dice que la meditación es algo así como convertirse en testimonio de los propios pensamientos con la intención de dejarlos pasar sin que nos lleven por delante o nos arrollen. Y eso le acerca a la escritura según él mismo la concibe: como ejercicio que trata de contener las palabras para que no acaben empujándonos a abismos neuróticos: “Ver las cosas como son, en vez de pegar a esta visión el tipo de comentario ininterrumpido, subjetivo, locuaz, partidista, condicionado que producimos constantemente y sin siquiera percatarnos”, escribe. Llega un momento en que uno llega a sentir que sería fantástico no tener que necesitar describir con palabras los hechos, los objetos, los sentimientos o los sucesos para poder comprenderlos y asimilarlos. Porque las palabras las carga el diablo, aquí el ego. Y ya sabemos que no es sano ni recomendable ir por el mundo exhibiendo y contando las propias miserias y descargándolas sobre el prójimo, a menos que quien se instale en esa manía sea Emmanuel Carrère. Precisamente sobre manías se habla abundantemente en esta novela. Justo después de que se construye una frase de esas que parecen reveladoras, de las que muestran al lector una verdad que a partir de ese momento regirá la estructura de su percepción de la realidad, aparece “el miedo de que cada descubrimiento sea una fruslería narcisista”. Y sin embargo, nos atrapa.

Escribe el autor francés que miedo, vergüenza y odio forman la gran trinidad. Miedo a que el relato que nos da sentido tenga fisuras que provoquen que el suelo acabe abriéndose bajo nuestros pies. El miedo más poderoso, capaz de enturbiarlo todo, es el miedo a la muerte, ese que Carrère lleva toda la vida tratando de atenuar mediante la escritura y, desde hace treinta años, con la meditación, el tai-chi y el yoga. Ser un escritor original, cuya grandeza sea reconocida internacionalmente es lo único que puede dar sentido a su vida, y la meditación hace posible la convivencia con las olas que observa en la superficie de su conciencia. También están el sexo y el amor. La combinación acaba llevando inevitablemente a la neurosis. Volvemos, pues, al punto de partida, porque “el infortunio neurótico no es menos cruel que el ordinario”.

Esta última comparación era uno de los temas propuestos en Una novela rusa, donde el sufrimiento anímico –ahora nos habla de un “sufrimiento moral intolerable” diagnosticado– buscaba su reflejo o metáfora en una tragedia histórica; mientras que, en De vidas ajenas, las consecuencias de un tsunami y de dos procesos paralelos de cáncer relativizan y neutralizan la insatisfacción de un neurótico acomodado. Ahora, de nuevo, el drama histórico, el horror de los atentados contra Charlie Hebdo o el de los campamentos de refugiados de Leros o Lesbos comparten espacio con el malestar anímico del escritor.

El libro empieza queriendo ser una obra ligera sobre el yoga visto desde la realidad del autor, y a lo largo de sus páginas nos repite que no miente. Pero sí hay trampas. Quienes le han seguido libro a libro reencontrarán sus tics y sus mantras, como el lema freudiano según el cual la salud mental es ser capaz de amar y trabajar. Él mismo hace constantes referencias a sus novelas anteriores, que se mezclan con citas a otros escritores, como la referencia a “la lamentable y magnífica familia de los nerviosos” de Marcel Proust. Incluso a la mirada lectora conocedora, a pesar de su suspicacia, le resultará difícil no caer en algunas de las trampas: la mayor, creer que el autor se limitará a su propósito de hablar sólo de yoga, tai-chi y meditación y de cómo estas prácticas le han hecho una persona mejor. No tarda apenas nada en que ese objetivo se ponga en tela de juicio. Tal vez nos pone en alerta la sonada polémica que precedió a la publicación del libro en Francia. Su exmujer, la periodista Hélène Devynck, bajo contrato le obligó a suprimir o cambiar algunos fragmentos en los que se hablaba de su relación. Ella dijo que Carrère miente y él tuvo que reescribir parte del libro.

Sabemos de su profunda crisis psiquiátrica, de los terribles diagnósticos que llegaron, de su ingreso en una institución de salud mental y de los electroshocks que le aplicaron; pero no sabemos qué sucedió con la mujer con la que aparentemente llegó a tocar la felicidad y que le hizo desear no ser la persona que necesitaba inventar historias abyectas para entender el mundo.

Todavía inmerso en su enfermedad, se implicó en un proyecto de voluntariado en el campamento de refugiados de Leros, en Grecia. Allí impartió un taller literario a un grupo de adolescentes con historias terribles que finalmente también hay quien pone en duda. En el campamento, el autor convive con el horror provocado por la guerra, la miseria y los desplazamientos. Y allí, en el dolor ajeno, que no es el de los chicos, vuelve a encontrar la parábola apropiada para superar su propio malestar anímico. Reconociendo la sombra que amenaza a su cómplice en el taller literario del campamento, encuentra la luz que convive con la oscuridad, que, a la vez, la hace posible y la disipa. Un equilibrio como el del yin y el yang, una alternancia como la de inspirar y expirar.

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8 de febrero de 2021
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El Boomeran(g)
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