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Lo que no hice

Ha sido el año del no, pero solo le quedan 48 horas. En febrero (y ya hace un siglo) parecía que ese mal deplorable y remoto no nos llegaría, o lo haría tarde y esporádicamente; su velocidad de asentamiento y su desparramada proliferación nos trajo las primeras renuncias, las prohibiciones. Y la cuenta de víctimas con nombre y apellido. No sé de nadie que no tenga a un enfermo en su entorno o lo haya enterrado sin verlo morir. La privación era el único antídoto. No toser cerca del prójimo, y mucho menos besarlo. No ir al cine, al café. Y el peor no de todos: no saber el remedio a corto plazo. Ni las secuelas. Por eso si hay un grupo de gente que se me atraganta es el de los sabihondos negacionistas; la vanguardia de la desconfianza, que ya otea la vacunación como el nuevo engaño. Yo del Covid19 sólo sé que no sé nada.

 Me considero afortunado porque mis nos han sido de una dimensión llevadera, aunque quizá mi mente y alguna que otra provincia de mi cuerpo proteste o me lo nieguen. Me faltó lo que no pude ver, lo que no pude decir ni siquiera en privado, lo que se interrumpió o canceló y está en duda que se reanude. No salí de mí mismo, y no pude, por primera vez en mi vida, ir al mar, que al meterme en él los veranos me sirve de segundo bautismo o última thule.

Escribí y leí, con ansiedad esto último: como si el libro ligero no supiera darme alegrías y el denso su saber. Me permití caprichos en mi menú soltero, sin padecer pero sin ignorar el hambre que esta crisis ha producido. No hice el amor, aunque dediqué algún tiempo a pensar en él. ¿Empieza el año del sí o es una tregua? De nuestros nos depende que los síes ganen.

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5 de enero de 2021
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Decepcionados

El 1 de enero me di una vuelta por las redes sociales, todo eran alusiones a la maldad del 2020 y la bondad que nos traería el 2021. Qué cosa más tonta. Mi lectura para esos días de fiestas y homenajes gastronómicos fue la larga entrevista que le hizo Bertrand Richard a Gilles Lipovetsky, lectura obligatoria:

¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimiento de la decepción?

A la escala de la historia secular de la modernidad, el momento actual se caracteriza por la desutopización o la desmitificación del futuro. La modernidad triunfante se ha confundido con un desatado optimismo histórico, con una fe inquebrantable en la marcha irreversible y continua hacia una edad de oro prometida por la dinámica de la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En una visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes filosofías de la historia, de Turgot a Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garantizar la libertad y la felicidad del género humano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecológicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la concepción de la posmodernidad como desencanto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída.

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5 de enero de 2021

Foto: "Veraneante en Benidorm" ©Ferrán Mateo

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Diccionario de palabras ausentes

Anoche no pegué ojo hasta tarde. Alertan los cronobiólogos de que cada vez que encendemos una luz en la cama, o echamos un vistazo a la pantalla del móvil que reposa en la mesilla, estamos consumiendo una droga que perjudica el descanso. Luego soñé que perdía las palabras y, al despertar, esa desazón se reveló como una metáfora de lo que ha sido el 2020. Si este año que despedimos fuera un libro, tendría páginas enteras en blanco. El lenguaje es un tejido vivo con una extraordinaria capacidad para reparar sus roturas, pero la vertiginosa evolución de esta crisis nos obligó a tantear sus límites, a descubrir sus lagunas. Por momentos nos resignamos a la mudez, si no a un balbuceo, y con nuestros silencios compusimos un Diccionario de palabras ausentes, las que nos faltaron para contar —y asimilar en tiempo real— la complejidad de una alerta sanitaria que rebasó su ámbito para colarse en cada aspecto de lo cotidiano. Si hace unos años se acuñó un término para describir el estrés por la degradación medioambiental y el cambio climático (solastalgia), por ahora no hemos dado con un neologismo capaz de aglutinar el extrañamiento, la tristeza, la desconfianza, la compasión o el quebranto derivados de la actual pandemia. Carecemos de un vocablo «inmenso como un acordeón extendido» y a la vez «particular, estricto y preciso como el filo de un cuchillo» (como se refirió Milan Kundera a una de esas palabras caleidoscópicas) que represente por sí solo la reciente espiral de hechos y emociones.

Me distraigo, ha sonado la alerta del correo electrónico. Es una oferta de vuelos con la imagen de una playa en colores vivos. La maquinaria del deseo no descansa (ni se renueva). Un simulacro de normalidad precovídica justo cuando los gabinetes de prensa se afanan en ofrecer la puesta en escena de la llegada de los primeros antídotos, anunciados como un billete de vuelta al mundo (casi) de ayer. Las cámaras buscan brazos arremangados, listos para el pinchazo de la jeringuilla, y los mercados reaccionan al alza, pero intuimos que nada puede ni debería volver a ser idéntico a antes. Con la inmunidad de grupo se reiniciará el sistema operativo con varias actualizaciones ya integradas, aunque en el escritorio seguirán esperando, ahora más abultadas, las mismas carpetas: «cambio climático», «violencia de género», «desigualdad económica», «empleo», «vivienda», etc. Cuando se vuelve a empezar, surge la oportunidad de reconsiderar el camino andado, ese que condujo al atolladero. La Alicia de Lewis Carroll preguntó al sonriente gato de Cheshire qué camino debía tomar. Este le respondió que, si da lo mismo adónde se aspira a llegar, no importa cuál se siga. En suma, ¿adónde queremos ir?

Ver y comprender no son lo mismo. La mayoría de nosotros vemos un vaso sin comprender que ya está roto. Un monje tailandés se lo explicó así a un psicoterapeuta estadounidense: «Me gusta este vaso, contiene el agua de forma admirable. Cuando el sol brilla, refleja la luz a la perfección. Sin embargo, para mí ya está roto. Si el viento lo tira o le doy un codazo, cae y se hace añicos, digo: claro. Por eso, cada minuto con él es precioso». Este 2020 nos ha hecho ver, comprender e incluso palpar esta invisible paradoja: lo único permanente es que todo es transitorio. Apreciemos el vaso antes de que su resplandor se quiebre contra el suelo.

 

 

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5 de enero de 2021
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Laberintos Borgianos (III): “Y de ser un filósofo…”

De Descartes a Spinoza  y de Spinoza a Georg Cantor o Jean Cavaillès, lo esencial no cambia, y el gran Melville fue lúcido al respecto. Retomo el texto: “Y de ser un filósofo, aunque sentado en la lancha ballenera, su alma no experimentaría ni un ápice más de terror que el que experimentaría  de estar sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano  un atizador en lugar de un arpón”.

Junto a su arpón, los tripulantes de las lanchas balleneras  del Pequod temen el comportamiento anómalo e imprevisible tanto de Moby Dick como  del gigantesco cefalópodo,  asimismo blanco  que, a un momento dado,  tomaron  por la ballena.  Pero saben   sin embargo (o al menos lo sabe  uno de ellos- el segundo de a bordo  Starbuck) que se trata de seres naturales; todo lo singulares que se quiera pero seres naturales … Dudando de que lo que a su lado  reposa sobre el reborde de la chimenea sea efectivamente un atizador de brasas , Descartes se ve amenazado no ya por lo imprevisto sino por lo esencialmente imprevisible, lo que no es seguro que entre en las cuentas de ninguna mente portentosamente calculadora (“que pasara sus eternidades contando”). Si la ensoñación del filósofo Descartes le desplazara   a  sentarse junto a Achab en una de las lanchas balleneras del  Pequod no experimentaría  mayor inquietud que la que le provoca la duda de sobre si está realmente sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano  un atizador.

Además del infinito, luego el pensamiento, en el  Nihon de Borges se alude a dos laberintos más. Cierro estas notas transcribiendo Nihon por entero:

“He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la  Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo, En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar

He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar. 

Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde una escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines dónde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el ‘bushido’,  desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus  muchedumbres, en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto…

A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto”.

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5 de enero de 2021
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El teatro del periodismo y la entrevista como obra teatral

Hay un diálogo entre dramaturgia y periodismo que desde hace años me llama la atención y al que le dediqué un capítulo en Periodismo narrativo: es la entrevista como género en la literatura de no ficción. Usando como ejemplos la obra de Studs Terkel, gran entrevistador radiofónico y autor de libros que desde voces anónimas explican los grandes hechos de su país; Oriana Fallaci, maestra de la entrevista punzante a los poderosos y los rebeldes; y Larry Grobel, estupendo escudriñador en la mente y la sensibilidad de los artistas, intento una teoría y unas lecciones sobre cómo el diálogo entre un entrevistador y un entrevistado puede construirse como una obra de teatro.

Para la época en que lo escribí todavía no había visto la obra teatral de Peter Morgan, luego transformada en película, Frost/Nixon. La película, con Frank Langella como el ex presidente norteamericano Richard Nixon y Michael Sheen como el joven y ambicioso periodista televisivo inglés David Frost, se interna en el antes y el después de las cuatro entrevistas que Frost hizo a Nixon en 1977, tres años después de su histórica renuncia a la presidencia. Pero la obra, por la concentración que permite y a la que obliga el escenario, se centra en esos cuatro diálogos televisados, que son una lección de periodismo, de política, de perturbaciones mentales y de ajedrez mental de dos brillantes performers que se jugaban mucho en esos encuentros.

Peter Morgan luego transformaría el momento clave de la monarquía británica tras la muerte de la Princesa Diana en un delicioso guion nominado al Oscar para la película The Queen (otra vez con el maravilloso y subvalorado Michael Sheen como el primer ministro Tony Blair), y más tarde la historia entera de la Reina Isabel y su curiosa familia en la serie de Netflix The Crown.

La obra de Morgan muestra una permanente relación de ida y vuelta, de acción y reacción y diálogo entre la realidad (política, social, económica, cultural) y la forma en que los medios cubren, descubren, inventan, influyen y construyen esa misma realidad y una realidad paralela: la realidad mediática, que cada vez más se superpone y reemplaza a cualquier atisbo de realidad independiente de la mirada de los periodistas, de los medios.

Frost/Nixon es el punto máximo de la entrevista periodística como obra de teatro. Con la fascinante marca de la casa de Morgan, que es tomar documentos, diálogos enteros, gestos captados por las cámaras, y transformarlos en un producto artístico que es a la vez reflejo y reinvención de ese mundo creado en el permanente punto de encuentro entre construcción política y construcción mediática. Los que vieron The Crown saben de lo que hablo.

El texto de la obra es básicamente la transcripción de los puntos álgidos de esas épicas cuatro entrevistas televisivas. El genio del dramaturgo fue ver el teatro detrás y dentro de la entrevista. Funciona porque tanto el entrevistador como el entrevistado sabían que lo que estaban creando era un producto narrativo, un programa televisivo de la era en que las noticias ya se habían transformado en entretenimiento.

Estas entrevistas son de 1977, un año después de Network, la gran película de Sydney Lumet que denuncia el triunfo del show sobre la información, que fue el mismo año de Todos los hombres del presidente, que transforma en un drama apasionante el trabajo tedioso de investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein que terminó con la renuncia de Nixon.

Studs Terkel, Oriana Fallaci y Larry Grobel eran también dramaturgos, que en su preparación, ejecución y edición de entrevistas creaban obras de teatro con dos personajes: con su desarrollo dramático, su arco narrativo, su ir juntando presión, su explosión de sentido. Por eso pienso que las mejores entrevistas (como muchas de las recogidas en el clásico del género, Las grandes entrevistas de la historia, editado por Christopher Silvester, por ejemplo, las dos joyas de entrevistas tan dramáticamente distintas realizadas por Emil Ludwig y por E. G. Welles a Stalin en el mismo año 1936) son teatro puro.

O ese tipo de narración tan teatral en que descolló Hemingway, esos cuentos que son casi solo diálogo y acción como la reluciente punta de un iceberg y todo lo que piensan los personajes está latiendo debajo del agua.

Que los diálogos sean una de las formas en que el periodismo se manifiesta hoy está detrás del auge de uno de los géneros propios de la segunda década del siglo XXI: el podcast. Escuchar voces, junto con sonidos de ambiente, ruidos, música, pero fundamentalmente voces buscando entenderse, es muestra del valor narrativo del puro diálogo que marca este encuentro entre el periodismo narrativo y lo oral.

Oigo voces. En esta cuarentena he visto obras de teatro de cinco países armadas por un puñado de actores por zoom, cada uno en su living. Ahora, en pandemia y encierro, el teatro de voces se nos mete en casa y se transforma en una de las maneras más actuales de contar la realidad. Este maldito 2020 transformó el diálogo predominante de la literatura de no ficción ya no con la narrativa, sino con la dramaturgia.

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5 de enero de 2021
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Vi gente correr

Se cuenta que el poeta Jaime Gil de Biedma preguntó al crítico literario y sabio lingüista Francisco Rico cuál era el verso mejor logrado del bolero Esta tarde vi llover, del tan llorado en estos días Armando Manzanero; y el académico respondió, sin vacilar, que lo era vi gente correr, que se muestra esplendente y oportuno entre los demás de la estrofa: esta tarde vi llover/vi gente correr/y no estabas tú

La evocación de la ausencia que el compositor pretendía, queda consumada. Y ya puede seguir adelante con la necesaria, y tan sentida, banalidad del resto de la canción.

Con los boleros y los tangos pasa lo mismo que con la poesía en general, que hay versos más oportunos que otros, y algunos son claves para producir esa luminosidad que se tiende entre los sentimientos de quien lee con los que inspiraron a quien compuso el poema o la canción, sea Gustavo Adolfo Bécquer o Armando Manzanero. 

García Márquez, mago de las hipérboles, dijo alguna vez que Manzanero era “uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana”; y Carlos Monsiváis le atribuía la virtud de haber llevado a la gente a vivir un “inevitable enamoramiento del amor”.  Que es lo que hace toda poesía amorosa cuando es efectiva y suficiente.

Digo todo esto porque no se puede establecer una línea divisoria tajante entre lo que se da en llamar poesía culta, y las letras de las canciones que muchos cantan entre copas, o mientras se duchan, pero que no serían capaces de autorizar a que figuren en las antologías de la poesía castellana.   

Algunos despachan el asunto metiendo toda la música popular en el cajón de desechos de lo cursi, lo cual es a todas luces injusto. Hay letras cursis, claro, que explotan de manera bastante primaria, para no decir descarada, los sentimientos amorosos, que nunca dejan de tener una carga lacrimógena. Pero eso pasa también con mucha de la poesía de enamoramientos que leemos.

Entendamos entonces que hay poesía para leerse, y poesía para cantarse, o para ser escuchada desde la penumbra amorosa donde la vida tantas veces nos coloca y nos vuelve propensos a las emociones y evocaciones que llevan a la lágrima fácil.

Nadie ha defendido con más valentía el territorio sagrado de lo cursi que Agustín Lara, quien se reconocía él mismo como tal, y explicaba a fondo la cursilería, como lo hace en una entrevista muy lúcida publicada en la revista mexicana Siempre! en 1960: “He amado y he tenido la gloriosa dicha de que me amen. Soy ridículamente cursi y me encanta serlo. Porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen…ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia”. 

Agustín Lara es un poeta modernista tardío. Los grandes del modernismo supieron sortear muchos de los escollos tramposos de la cursilería, riesgo constante que corrían por haber armado una parafernalia de decorados de cartón piedra en sus escenarios, arrastrando no pocas de sus raras combinaciones verbales desde el simbolismo francés. Y Lara se luce al poner pie en esos jardines donde el extravío tiene el color azul: el hastío es pavorreal/que se aburre de luz en la tarde…

Queda demostrado que la cursilería, a la que tanto se teme, es esencial a la condición humana, y en poetas como Agustín Lara se eleva a las cotas de lo sublime. Pero no todo es cursilería, ni todo se mueve en ese espacio sospechoso de lo que podría ser cursi y por eso le tememos. Alfredo Lepera, por ejemplo, que escribía las letras de los tangos de Gardel, es un poeta sin ambages, capaz de usar las palabras en su desnudez precisa y directa, y basta citar el inmarcesible tango Volver: pero el viajero que huye/ tarde o temprano/ detiene su andar, es un verso que suena Borges, o recuerda a Onetti.

El tango, igual que el bolero, es herencia del modernismo. Tú que llenas todo de  alegría y juventud/Y ves fantasmas en la luna de trasluz/Y oyes el canto perfumado del azul/Vete de mí...sigue cantando hasta la eternidad Bola de Nieve el bolero de Homero Expósito, que en tantos sentidos es un tango. 

 Y el verso de Tomás Méndez de Cucurrucucú paloma: cómo sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando, ¿no parecer ser parte de las estrofas en prosa de Juan Rulfo, alaridos íngrimos en la desolación del páramo mexicano? 

Crecí entre tíos músicos que componían boleros y valses, y me admiro siempre de su sensibilidad para las palabras recogidas entre la pobreza en que vivían. Y esas palabras, anotadas en las partituras, surgían como joyas entre la broza natural de la cursilería, que era tan natural en sus vidas como lo era la belleza.

Alguien puede pensar en los boleros y en los tangos como una especie en extinción. El duelo por la muerte de Manzanero demuestra que no. Esto de la inspiración, que en tiempos postmodernos parecería  ser palabra maldita por vergonzante, no es más que la caza furtiva de las palabras precisas, y de las combinaciones felices de palabras, que en las canciones seguirán surgiendo desde abajo, desde el olimpo del arrabal.

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4 de enero de 2021
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Otro mal

El libro Siete noches (1980) recoge siete conferencias pronunciadas por Borges en 1977, en Buenos Aires. En una de ellas, la titulada “El budismo”, se dice lo siguiente: ‘La vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir? Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre ellos uno muy patético, que para Buda es uno de los más patéticos: no estar con quienes queremos'. Yo añadiría en este momento, hoy, en que cumplo 79 años, otro mal aún mayor: la imposibilidad de padecer el mal que Buda señala, el no poder padecerlo por no desear estar con nadie, ni siquiera conmigo mismo.

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1 de enero de 2021
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2021

Cuando se vive en una sociedad colectivista, siempre hay un mando único que determina el proceder de la población. Esa es la esperanza que celebramos: la posibilidad de recobrar nuestra vida individual en el nuevo año

En Oviedo, colas hormigueras señalaban los negocios abiertos. Por Nochebuena cientos de ociosos ocupaban el espacio público con un cierto jolgorio. La ciudad estaba alumbrada por miles de figuras luminosas. No por eso la atmósfera era menos seria. Todos sabían que la situación estaba cargada de dramatismo por los familiares y amigos que no habían podido reunirse como cada año, pero la sobriedad no enterraba la alegría de celebrar la llegada de un nuevo año.

Por un conjunto de azares culturales, celebramos el nuevo año en tres sucesivas fiestas. La primera es el nacimiento del Niño en Nochebuena, festividad que se adelanta a todas hasta el punto de que vuelve a celebrarse el 6 de enero cuando los Reyes de Oriente confirman la celebración. Lo cual no impide que el 1 de enero hayamos festejado el año nuevo. Con tanto gusto cambiamos de año que necesitamos tres fastos para convencernos. Las fiestas son imprescindibles en una cultura que tiene como fundamento el decurso histórico. Aunque es una trivialidad, para los occidentales pasar del año 20 al 21 es algo sustancial, sobre todo en circunstancia como la actual. Librarnos de la maldición de 2020, aún y ser superstición, ayuda a olvidar un año funesto, no sólo por las muertes y los sufrimientos sino también porque hemos tenido que soportar un régimen de colectividad forzosa. Nos hemos visto presos en una arcaica comunidad sin fisuras y a actuar todos del mismo modo y al mismo tiempo.

Cuando se vive en una sociedad colectivista, siempre hay un mando único que determina el proceder de la población. Es la intolerable vida de quienes sufren un régimen dictatorial. Esa es la esperanza que celebramos: la posibilidad de recobrar nuestra vida individual en el nuevo año. Así sea.

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31 de diciembre de 2020
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Novela del rey

Hará de esto más de 30 años, y no sé si el co-protagonista lo ha contado por escrito, aunque lo recordará; yo recuerdo su relato oral. El actual rey de España era entonces un príncipe estudiante, y por iniciativas del aparato real o propias se solicitó a un destacado novelista aún joven y de creciente prestigio internacional darle al heredero unas lecciones privadas sobre literatura y novela. El improvisado profesor, que también lo fue de rango universitario y aceptó, referiría después ante unos amigos el interés genuino, las preguntas y la atenta escucha un tanto ingenua pero no bobalicona de aquel Felipe que aún no había pisado el umbral de la historia de nuestro país.

Me he acordado de esa visita sin lucro a palacio ahora que el rey se enfrenta a un trascendental episodio de ficción en monólogo.

Felipe VI presenta mañana un cortometraje que no competirá en festivales pero en el que se juega mucho, ante unos, suse nemigos, y ante otros, los que no lo somos de forma incondicional.

Alguna que otra vez me he preguntado quién filmal os discursos regios (o los presidenciales) en países en los que el cine es un arte mayor. ¿Llama aquí la Casa Real a Isabel Coixetp para la puesta en escena? ¿Pone las luces Alcaine? ¿Quiénd ispone la foto familiar y las banderas de atrezo? Las corbatas lav erdad es que no suelen relampaguear, y en la música de fondo, predeterminada por el himno nacional, poco podría hacer Alberto Iglesias. Todo esto no es manía de cinéfilo ni frivolidad de alta costura. El guión sí que importa: el rey ha de vivirlo con convicción, sin representarlo. Cinéma vérité. Si lo hace bien, podría ser la película del año. La que dejara, ya que no dinero enl as arcas de la castigada industria, un buen sabor de boca. Mal nos irán las cosas si sale un bodrio.

Apostilla tras el discurso

El cortometraje real de Nochebuena se resolvió en 9 planos de duración variable y un sobreentendido. Felipe VI se sabía el papel y lo declamó con fuerza de convicción, sin revelar misterios ni salirse de madre, en este caso de padre. El rey emérito compareció fuera de campo, pero sobrevoló toda la filmación. Había suspense, y a muchos les ha parecido que la resolución se queda demasiado críptica. Yo la veo suficiente, dada la circunstancia y el día que era. El discurso dejó además una frase, referida a la angustiosa situación de millones de jóvenes españoles, que lleva un buen sello literario: “España no puede permitirse una generación perdida”. ¿Idea de algún gubernamental escritor de discursos, o el poso que dejaron en Felipe VI aquellas lecciones que le dio el novelista distinguido?

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27 de diciembre de 2020
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Mi agenda 2021: Alicia en el país de tener las respuestas

El extrañísimo 2020 está terminando para mí de una forma bella y clara, y ahora entiendo por qué.

Me pasé todo el año tratando de justificarme cuando me preguntaban que cómo estaba. Bien, decía, bastante bien, como pidiendo disculpas entre tanta gente que lo está pasando tan mal.

Parte de mi trabajo es escribir y enseñar sobre lo mal que está yendo este año de enfermedad global, muertes, encierro, crisis económica y exacerbación de las diferencias sociales. Y también trabajar con alumnos y colegas que están en medio de situaciones angustiosas.

Las redes sociales nos traen el dolor en forma de chistes y memes, pero el miedo y el hartazgo están aquí. La gente está mal, está aterrada, está deprimida. Siento que para muchos este año fue un detener lo que estaban haciendo. El año que no fue, el año que desapareció.

Allá por el mes de abril alguien dijo en Facebook o Twitter que debían devolverle el dinero por su agenda de 2020, porque no la iba a usar.

Sonaba a verdad amarga, pero ya en ese momento para mí era mentira.

No puse en mi agenda los horarios y códigos de los vuelos y las direcciones de los hoteles, porque no salí de Santiago, eso fue verdad. Pero la agenda se llenó de clases y conferencias y charlas y encuentros por Zoom y Teams y Google Meets, y de montones de plazos para entregar artículos, reseñas, y dos libros enteros que pude terminar este bendito año.

Sí, este año terminé dos libros.

Sin salir a la calle, hice más que nunca. Y viví más plenamente y con la plácida felicidad que hace años anhelaba.

Y ahora, al abrir mi regalo de navidad, me encuentro con la respuesta a por qué pasé tan bien y debo celebrar sin culpas este 2020 en que encontré mi rumbo, que hacía tiempo buscaba.

La respuesta está en la agenda que ayer me regaló Carmen.

Mejor dicho, en el cambio y la continuidad que van de la agenda de este año, que en 2019 compré en una tienda de Moleskine en la estación de tren de Venecia, a esta del año que viene.

 

Las dos agendas se ven en la foto que acompaña este texto. La gastada y cansada de este año, color cereza madura, tiene los inconfundibles dibujos de la primera edición de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.

Esa agenda a punto de expirar tiene en la tapa esos dibujos de Alicia, de la Reina de Corazones y de dos sirvientes o soldados-carta, del cinco de picas. Los soldados están mirando cada uno hacia un extremo de la tapa, como preguntando algo, y en medio, un rosal algo más alto que ellos.

Entre las Alicias figura una pregunta:

“How should I know?”

“¿Cómo saberlo?”

Sin haber hecho la relación, esa pregunta me llevó a vivir, leer, escuchar, escribir, enseñar, y sobre todo soñar una vida que en esta edad en que otros tienen sueños de nietos y de jubilación, para mí es un inicio de convivencia amorosa en una nueva casa, con libros y nuevos amigos y proyectos largamente postergados.

Carmen encontró, no imagino dónde, una Moleskine color rojo frutilla jugosa, más gruesa, también con personajes del Alicia original del genial dibujante John Tenniel.

Esta tapa tiene solo tres personajes. Muestra a los soldados del dos, el seis y el cinco de picas con el rosal mucho más alto y florecido. Esta vez los hombres se miran, conversan, y uno de dice a los demás:

“The best way to explain it is to do it”.

“La mejor forma de explicarlo es hacerlo”.

Mi vieja lapicera Parker de tinta azul ya se adosó a la nueva agenda, aunque el 2021 todavía haya empezado.

Pero yo ya tengo mi respuesta, la que me trajeron la vida y el amor.

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26 de diciembre de 2020
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