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Retratos incompletos

Por 16 de febrero de 2021 Sin comentarios

© José Antonio Robés

Marta Rebón

El ser humano es el único animal que, al emocionarse, vierte lágrimas. Estas tienen una composición química distinta a las que asoman a nuestros ojos de forma refleja (por ejemplo, cuando cortamos una cebolla), o bien a las que se segregan para lubricar su superficie. Vistas a través de un microscopio, parecen mapas topográficos, ciudades avistadas por satélite, cristales de hielo. Su estado es líquido, pero a veces se deslizan por las mejillas, dice un verso de Elizabeth Bishop, “como un aguijón de abeja”. Son la prueba material de nuestra vida interior cuando se desborda. La singularidad de las lágrimas emocionales —un sofisticado refinamiento evolutivo— contrasta con otros rasgos humanos que conforman la complejidad de nuestra naturaleza, tan asombrosa como desconcertante.

Observo una serie fotográfica de objetos recuperados en fosas comunes diseminadas por España —a cargo de José Antonio Robés y publicada en formato libro con el título Las voces de la tierra por la ARMH y Alkibla— y pienso que ese mismo espécimen que llora de alegría o tristeza debe de ser también el único capaz de asesinar y enterrar en hoyos anónimos a sus congéneres. Luego, tras abandonarlos, sepultar también la memoria de lo ocurrido con paladas de silencio. Y, décadas más tarde, incluso mirar con recelo a quienes deseen recuperar algo, por poco que quede, de cada una de esas vidas irrepetibles. Cuando alguien se va nada puede sustituirlo. El destino genético y neuronal de cada individuo es ser único, apuntó Oliver Sacks. Entre las lágrimas que nos humanizan y la brutalidad desalmada ocurre todo lo demás.

Se suele decir que la historia no se repite, pero rima. Es una de esas frases lapidarias atribuidas a una celebridad —en este caso a Mark Twain— que expresa una idea significativa y necesaria que debe verbalizarse a toda costa como un aviso a navegantes. Volví a oírla de boca del historiador Jon Meacham en The Soul of America (HBO, 2020), un documental inspirado en su ensayo homónimo. Ante un auditorio decía que le preguntaban a menudo si recordaba algo parecido a este presente cargado de confrontación y descrédito. Acto seguido, evocaba años concretos del siglo pasado, cuando la sociedad estadounidense atravesó momentos convulsos equiparables a los actuales (e incluso peores), con eslóganes que bien podrían pasar por otros recientes sobre muros, inmigración, supremacía, etc. No nos sorprendamos, concluía. Las ideas vienen y van, solo cambian de vestimenta y nombre. Para darnos la medida de nuestros logros y crisis, ahí está la Historia, que deriva, por cierto, de un verbo griego que significa “preguntar”, “inquirir”. Gracias a esta disciplina podemos afinar el oído para reconocer las rimas. Pensar que el progreso lo arreglará todo por inercia es obviar que se producen involuciones.

Las fotografías son un espejo con memoria, me contó el artista portugués Daniel Blaufuks. Vuelvo a los retratos en blanco y negro de Robés: objetos descontextualizados como reliquias arqueológicas de íberos o fenicios, aunque son bienes personales de abuelos, madres o tíos represaliados. Pertenencias que sus nietas, hijos o sobrinas querían para cerrar el duelo. Hay botones, gafas, un peine, un reloj, un lápiz, un sonajero o monedas cuya textura ha unificado la costra del tiempo. Algunos se recuperaron porque un anciano —de los últimos en saber leer entre líneas un terreno donde los demás solo veríamos maleza— recordaba en qué lugar se había removido la tierra. Que la naturaleza de los objetos sea sobrevivirnos, escribió Hannah Arendt, es lo que les otorga esa relativa independencia respecto a sus dueños. Nos devuelven un retrato de los ausentes que, aunque incompleto, los individualiza. Hablan de un silencio precario, como puede ser el de un poema de Safo inscrito en un papiro de hace dos mil años roto por la mitad. Cuando una parte del poema es un espacio vacío, explica Anne Carson en Flota (Cielo eléctrico), el traductor puede representar esa falta de texto con un blanco, unos corchetes o una conjetura textual. Los silencios —y no solo en traducción— tienen la misma importancia que las palabras.

En estos últimos meses, los millares de fallecidos por la pandemia en España, así como las circunstancias de su desenlace, han resaltado el valor de los rituales, que transforman en cobijo la intemperie del mundo. Se ha puesto de relieve la necesidad de estar cerca físicamente de un ser querido en sus últimos instantes y de acompañar sus restos en la despedida. En La cultura de las ciudades (Pepitas de calabaza), Lewis Mumford argumentó que la preocupación ceremonial del ser humano por los muertos, sin parangón entre otros animales, fue lo que empujó al nómada paleolítico a arraigarse, pues en su penoso vagabundeo «los muertos fueron los primeros en contar con una morada permanente». Miro de nuevo esas imágenes y, ahora mismo, en el espacio vacío de las fotografías, solo veo las lágrimas de quienes no pudieron despedirse antes de ser engullidos por la tierra.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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