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La lamentable y magnífica familia de los nerviosos

Por 8 de febrero de 2021 Sin comentarios

Sònia Hernández

En una tarde soleada, tal vez de primavera, en la terraza de un céntrico hotel de Barcelona, durante una entrevista, Emmanuel Carrère afirmaba sentirse feliz –ahora dudo que utilizara tal adjetivo– por no ser ya más el individuo que necesitaba escribir libros como sus primeras novelas.

Entonces estaba presentando a la prensa De vidas ajenas, cuando la entrevistadora todavía se sentía bajo el influjo de Una novela rusa. Sin jactarme de mi perspicacia, sí puedo decir que se percibía algo impostado o sospechoso en la actitud autocomplaciente del escritor que aseguraba que ya no se sentía impelido a imaginar historias y crímenes truculentos porque el estatus y la experiencia adquiridos le acreditaban para recrear para sus lectores otras historias no menos abyectas, aunque reales, y pasarlas por el cedazo de su oficio y su estilo. Así definía sus novelas de no ficción: historias reales explicadas desde su irrepetible –seguidores e imitadores le surgieron en abundancia– punto de vista.

Leyendo su última novela, Yoga, deduzco que aquella entrevista tuvo lugar durante el período, una década aproximadamente, en que aparentemente tenía todo lo necesario para ser feliz. Después de De vidas ajenas vendría Limónov, la verdadera eclosión de la popularidad y devoción que suscita el autor. En ésta, el yoga y la meditación hacen acto de presencia fugazmente para completar el retrato del controvertido protagonista. Ahora, entre las numerosas definiciones que va componiendo a lo largo de la novela que Anagrama publica a finales del mes de febrero, nos dice que la meditación es algo así como convertirse en testimonio de los propios pensamientos con la intención de dejarlos pasar sin que nos lleven por delante o nos arrollen. Y eso le acerca a la escritura según él mismo la concibe: como ejercicio que trata de contener las palabras para que no acaben empujándonos a abismos neuróticos: “Ver las cosas como son, en vez de pegar a esta visión el tipo de comentario ininterrumpido, subjetivo, locuaz, partidista, condicionado que producimos constantemente y sin siquiera percatarnos”, escribe. Llega un momento en que uno llega a sentir que sería fantástico no tener que necesitar describir con palabras los hechos, los objetos, los sentimientos o los sucesos para poder comprenderlos y asimilarlos. Porque las palabras las carga el diablo, aquí el ego. Y ya sabemos que no es sano ni recomendable ir por el mundo exhibiendo y contando las propias miserias y descargándolas sobre el prójimo, a menos que quien se instale en esa manía sea Emmanuel Carrère. Precisamente sobre manías se habla abundantemente en esta novela. Justo después de que se construye una frase de esas que parecen reveladoras, de las que muestran al lector una verdad que a partir de ese momento regirá la estructura de su percepción de la realidad, aparece “el miedo de que cada descubrimiento sea una fruslería narcisista”. Y sin embargo, nos atrapa.

Escribe el autor francés que miedo, vergüenza y odio forman la gran trinidad. Miedo a que el relato que nos da sentido tenga fisuras que provoquen que el suelo acabe abriéndose bajo nuestros pies. El miedo más poderoso, capaz de enturbiarlo todo, es el miedo a la muerte, ese que Carrère lleva toda la vida tratando de atenuar mediante la escritura y, desde hace treinta años, con la meditación, el tai-chi y el yoga. Ser un escritor original, cuya grandeza sea reconocida internacionalmente es lo único que puede dar sentido a su vida, y la meditación hace posible la convivencia con las olas que observa en la superficie de su conciencia. También están el sexo y el amor. La combinación acaba llevando inevitablemente a la neurosis. Volvemos, pues, al punto de partida, porque “el infortunio neurótico no es menos cruel que el ordinario”.

Esta última comparación era uno de los temas propuestos en Una novela rusa, donde el sufrimiento anímico –ahora nos habla de un “sufrimiento moral intolerable” diagnosticado– buscaba su reflejo o metáfora en una tragedia histórica; mientras que, en De vidas ajenas, las consecuencias de un tsunami y de dos procesos paralelos de cáncer relativizan y neutralizan la insatisfacción de un neurótico acomodado. Ahora, de nuevo, el drama histórico, el horror de los atentados contra Charlie Hebdo o el de los campamentos de refugiados de Leros o Lesbos comparten espacio con el malestar anímico del escritor.

El libro empieza queriendo ser una obra ligera sobre el yoga visto desde la realidad del autor, y a lo largo de sus páginas nos repite que no miente. Pero sí hay trampas. Quienes le han seguido libro a libro reencontrarán sus tics y sus mantras, como el lema freudiano según el cual la salud mental es ser capaz de amar y trabajar. Él mismo hace constantes referencias a sus novelas anteriores, que se mezclan con citas a otros escritores, como la referencia a “la lamentable y magnífica familia de los nerviosos” de Marcel Proust. Incluso a la mirada lectora conocedora, a pesar de su suspicacia, le resultará difícil no caer en algunas de las trampas: la mayor, creer que el autor se limitará a su propósito de hablar sólo de yoga, tai-chi y meditación y de cómo estas prácticas le han hecho una persona mejor. No tarda apenas nada en que ese objetivo se ponga en tela de juicio. Tal vez nos pone en alerta la sonada polémica que precedió a la publicación del libro en Francia. Su exmujer, la periodista Hélène Devynck, bajo contrato le obligó a suprimir o cambiar algunos fragmentos en los que se hablaba de su relación. Ella dijo que Carrère miente y él tuvo que reescribir parte del libro.

Sabemos de su profunda crisis psiquiátrica, de los terribles diagnósticos que llegaron, de su ingreso en una institución de salud mental y de los electroshocks que le aplicaron; pero no sabemos qué sucedió con la mujer con la que aparentemente llegó a tocar la felicidad y que le hizo desear no ser la persona que necesitaba inventar historias abyectas para entender el mundo.

Todavía inmerso en su enfermedad, se implicó en un proyecto de voluntariado en el campamento de refugiados de Leros, en Grecia. Allí impartió un taller literario a un grupo de adolescentes con historias terribles que finalmente también hay quien pone en duda. En el campamento, el autor convive con el horror provocado por la guerra, la miseria y los desplazamientos. Y allí, en el dolor ajeno, que no es el de los chicos, vuelve a encontrar la parábola apropiada para superar su propio malestar anímico. Reconociendo la sombra que amenaza a su cómplice en el taller literario del campamento, encuentra la luz que convive con la oscuridad, que, a la vez, la hace posible y la disipa. Un equilibrio como el del yin y el yang, una alternancia como la de inspirar y expirar.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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