Víctor Gómez Pin
El hombre, un animal…racional. Importante rasgo diferenciador que hace su especificidad. Desde Aristóteles, primer estudioso sistemático de las especies animales, no ha dejado de señalarse que el rasgo especificador del hombre en el seno de la animalidad no es homologable al rasgo mediante el cual se diferencian una de otra las demás especies.
Pero cierto es que desde que la teoría de la evolución se abrió camino, el concepto mismo de especie se ha hecho problemático. Una especie vendría a ser lo que a un momento dado (por conveniencia clasificatoria) un “especialista” designa como tal, con clara conciencia de provisionalidad, es decir, sabiendo que lo realmente importante no es la estabilidad de la especie sino, las condiciones que han determinado su llegada y determinaran su sustitución. Y el hombre no podría suponer una excepción. Desde el punto de vista de la biología y de su rama la genética, el asunto tiene poca discusión:
El hombre tiene unos rasgos por los que se distingue del chimpancé y del bonobo, como estos últimos se distinguen entre sí. Estos rasgos aparecieron en un momento de la historia evolutiva como resultado de un proceso de cientos de millones de años, y esta misma historia hará que un día sean sustituidos por otros. Si se cumplieran las previsiones de catástrofe cósmica que (por ejemplo, pues no es el único factor) el cambio climático deja entrever, entonces, dada su aparición reciente, el hombre sería no sólo un momento de la historia sino un momento muy efímero Y sin embargo…
El presupuesto de que en la historia evolutiva la aparición de un animal de razón supone una radical singularidad, constituye el soporte, implícito o explicito, de lo que cabe designar como humanismo. Es obvio que si lo que diferenciara al chimpancé del bonobo fuera del mismo orden que lo que diferencia al hombre del chimpancé, la defensa de su especie por parte de los humanos no tendría más significación que la defensa de los lobos frente a otro depredador, y lo mismo cabría decir de la instrumentalización o consumo por el hombre de individuos de otras especies.
Sería, en suma, como mero reflejo de su instinto de conservación específica e individual que el hombre se protegería del lobo o daría caza a liebres para alimentarse de las mismas.
Sin duda puede sostenerse esa posición, y de hecho es frecuente escuchar argumentos en ese sentido. Bajo la acusación de “especeísmo” se repudia, o al menos se considera como una ilusión, el hecho de otorgar papel relevante al animal que es el hombre. Pero en todo caso quien adopta esa posición ha de ser coherente, asumir que está rebajando el peso mismo de la actitud moral que le hace posicionarse a favor de la homologación de sus derechos con el de otras especies. Pues es difícil no otorgar que esta preocupación es manifestación de una moralidad general por la cual se supone que toda sociedad humana debería regirse. En suma:
Si la actitud moral considerada recta exige preocuparse por las demás especies, y a la vez consideramos que no hay jerarquía entre nuestra especie y otras especies animales, una de dos: o bien esta rectitud y altruismo, en general la moral, también se daría entre otras especies (eventualmente sin que nosotros nos apercibamos de ello); o bien se daría sólo en nosotros, pero no tendría de hecho más importancia que tal o cual característica sorprendente que a veces constatamos en una especie animal y que no se da en otras; ejemplo, sin ir más lejos: la singular capacidad que permite a la abeja designar mediante un “baile”, algo que no está presente. Nótese de pasada que una manera de quitarle importancia a la moralidad es simplemente decir que constituye un simulacro, un arma más en la lucha por la subsistencia en razón de la competencia en el seno de la propia especie. Esta sospecha sobre la oculta esencia de la moralidad ha atravesado a muchos pensadores (Nietzsche entre ellos, pero hay que insistir en que no es el único), sobre todo tratándose de las formas de moralidad que ponen el acento en la compasión. Por mi parte, creo más bien que tal crítica no llega al núcleo de un tipo de moralidad como la kantiana, en la cual el principio rector es la inevitabilidad de asumir un imperativo, sin el cual no sería siquiera comprensible la persistencia de una sociedad humana.
Como en tantos otros propósitos bien intencionados, hay también aquí el peligro de arrojar el bebé con el agua del baño. El equivalente de esta última (ya sucia bien entendido) podría considerarse que sería la disparatada utilización de la naturaleza, a la que una pretenciosa concepción de lo que la técnica posibilita ha conducido a los humanos. La técnica sólo puede actualizar lo que la naturaleza posibilita, si pretende dar un paso más no sólo no conseguirá su propósito sino que además la naturaleza le llamará al orden restableciendo un equilibrio que no es favorable a nuestra especie. En este sentido la ecología no sólo es una exigencia ética sino una exigencia del anhelo de supervivencia para nuestra especie.
Pero si se niega la jerárquica singularidad de nuestra especie, si se pretende que nuestra causa no es causa final de nuestra acción, entonces se da un paso más: se está efectivamente arrojando el bebé, es decir, se está repudiando lo que la humanidad, en su tensa lucha por algo más que sobrevivir ha ido construyendo: se está, como decía poniendo en tela de juicio los fundamentos del humanismo.