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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El temor del escritor ante la brevedad

Yo que siempre observé la forma del cuento a prudente distancia, con una mezcla de respeto y de terror dosificada en partes iguales, me encuentro escribiendo el guión de un cortometraje que dirigiré, si todo sigue bien, en cuestión de un par de meses. El porqué no le importará a nadie más que a mí: digamos que existen productores de cine que estarían más tranquilos si supiesen que puedo lidiar con actores y pegar un plano detrás de otro con cierto tino, y que eso ayudaría a que respirasen a la hora de avalar mi primer largo. Pero más allá de sus atendibles razones, la realidad no me deja otra salida que bajar la testuz y embestir. Con un corto, nada menos. Un relato que no puede durar más de veintinueve minutos, en el más exagerado de los casos, lo cual en materia de guiones equivale a veintinueve páginas. Que debo pergeñar justo yo, que todavía recuerdo la acusación que Jacobo Timerman me arrojaba por la cabeza a diario cuando trabajaba a sus órdenes como periodista: según Timerman, yo sufría de incontinencia tipográfica. Timerman tenía razón. Podría echarle la culpa a mis lecturas y mis películas favoritas. Aun cuando escribo ficción novelística, esto es no cinematográfica, yo escribo en widescreen. Soy uno de esos locos que saldría a la calle a manifestarse por el regreso de las pantallas en 70 mm. (El único graffitti que escribí en mi vida no fue político, precisamente: lo hice en el frente de una escuela pública y decía Fuera Claude Lelouch, en ocasión de la visita a la Argentina que el director de Los unos y los otros hizo en algún momento de los tardíos 80.) Y aunque sigo sosteniendo que no hay mejor forma de ver el cine que en el cine, estoy muy agradecido por la invención de esas maravillosas y anchísimas pantallas planas de TV. Hace un par de días mi hija más chica manifestó su deseo de ver Apocalypse Now, y yo le dije que encantado, que lo haríamos apenas comprase una de esas pantallotas. ¿Cómo apreciar la Cabalgata de las Walkyrias en una pantalla de nimias 29 pulgadas? Perdón por la digresión. Ya veo por qué todos los textos se me ponen largos. Lo que trataba de decir es que me gustan las ficciones literarias que me demandan la dedicación de un tiempo considerable. (¿Últimas lecturas? David Copperfield: 716 páginas en la abigarrada edición de Penguin. Jonathan Strange & Mr. Norrell: 1006 páginas en la edición paperback de Bloomsbury. On Beauty, de Zadie Smith: 442 brevísimas páginas.) Por supuesto que admiro a los grandes cuentistas. Siendo argentino, he sido criado con base en una dieta constante de Borges y Cortázar. Admiro la perfección a que sólo puede aspirar el relato breve. Uno pisa sobre seguro cuando dice que tal o cual relato borgiano es simplemente perfecto, porque no le sobra ni le falta nada, pero siempre se arriesga cuando afirma que tal o cual novela es perfecta, aun tratándose de clásicos. La novela debe ser imperfecta por definición, necesita nuestra complicidad en el trato que debemos entablar con los personajes y eso sólo se logra con el paso del tiempo, con datos y pasajes que pueden ser irrelevantes desde el punto de vista de la información pero que son vitales para aproximarnos a la circunstancia de los protagonistas. Estoy seguro de que Dickens no necesitaba incluir el detalle de las dificultades de Copperfield en el manejo de los empleados domésticos, la novela bien puede prescindir de esos tramos. Pero al leerlos sentí más próximo al personaje, que además me hizo reflexionar sobre lo poco que han cambiado algunas cosas en los últimos dos siglos. (No pretendan convencerme de que ustedes no tienen esos problemas, porque no les creería.) El arte del cuento me fascina. Pero no suelo incursionar en él por dos motivos. El primero es la simple incapacidad personal. Como dije, suelo escribir en widescreen: necesito fondo, contexto, multiplicidad de historias paralelas. Y el segundo deriva, ahora sí, de la libre elección. Las ficciones que amo leer y que me gusta escribir contienen un elemento importantísimo y vital, que es la emotividad. Amo que me conmuevan: con la furia, con el horror, con el amor, con la piedad, me da igual. Y es mucho más fácil crear emotividad manejando formas largas. Aquellos cuentos emotivos que me vienen a la mente de buenas a primeras son más bien largos: bueno, A Perfect Day for Bananafish de J. D. Salinger tiene quince páginas, pero La balada del café triste tiene 70 en mi edición de Bantam, lo cual lo aproxima a la nouvelle. Ya me imagino que me tirarán por la cabeza infinidad de cuentos breves y emotivos y perfectos que leeré de buena gana, pero aun así porfiaré y defenderé mi terreno y seguiré diciendo que la experiencia de leer textos largos me ha marcado más, aunque más no sea porque conviví con la Miss Amelia de Carson McCullers tan sólo un rato mientras que con Copperfield pasé días interminables y maravillosos, al término de los cuales se había convirtido en parte de mi (a Dios gracias extensa) familia espiritual. Soy de los que cree, como Dorothy Parker, que la brevedad funciona mejor en materia de lingerie.

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20 de enero de 2006
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Conectado y solitario

A veces la dependencia de los nuevos medios de contacto electrónicos me desquicia. Y eso que todavía no me he enviciado con los chats, o con la participación en blogs ajenos. El día que me meta en uno y no encuentre a nadie que me responda de inmediato, voy a quedar al borde de un ataque de nervios. Empecé a pensar en el asunto a causa de mi hija Agustina, que en su remoto destino sureño está alejada de teléfonos móviles, MSN y demás mecanismos de contacto virtual pero instantáneo a los que es por completo adicta. Me pregunté cuánto tardaría en desesperarse. Y al poco rato descubrí que había empezado a compadecerme de mí mismo, desahuciado por una serie de mails que había enviado sin obtener inmediata respuesta. Por lo menos en épocas del correo convencional uno contaba con un lapso prudencial antes de empezar a desesperar. Ahora la tecnología me da la posibilidad de suscitar un eco inmediato. Y si no lo consigo, la culpa será mía y sólo mía. He ahí la ironía de los sistemas como el e-mail y el chat. Uno puede estar rodeado de gente de carne y hueso, amores, amigos, parientes e hijos, y aun así, si la pantalla dice messages: 0, sentirse el tipo más solo del planeta.

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Para peor, ahora me he hecho adicto a este blog. El blog tiene la ventaja de que lo ayuda a uno a ponerse en contacto con maravillosa gente desconocida, y la desventaja de que, de no obtener respuesta, uno no puede cabrearse con nadie concreto.

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Disculpen que hoy la haga corta, pero necesito revisar mi casilla de mensajes.

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19 de enero de 2006
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De las lecturas inolvidables

Uno recuerda buena parte de los libros que leyó, al menos en términos generales. Pero en algunos casos recuerda además dónde los leyó, y cuándo. A veces es la historia narrada la que resignifica la circunstancia en que se la leyó. Y a veces es al revés: la circunstancia externa alteró o subrayó los sentidos de la historia durante su lectura. Para graficarlo con un ejemplo cinematográfico: vi Último tango en París por primera vez a los 18 años, ocasión en la que me pareció una buena película, loca, osada. Volví a verla a los 35, y entonces descubrí una película inmensa. La diferencia entre una y otra visión era, ni más ni menos, la que produce el haber padecido en carne propia la desolación del amor. Asocio El amante de Lady Chatterley al consultorio de mi padre, que guardaba un ejemplar de la novela de D. H. Lawrence en su biblioteca. Yo me escabullía cuando él no estaba, para leer las partes de sexo. Asocio Los tres mosqueteros a la casa de mi abuela: me veo leyendo una versión infantil de Editorial Bruguera, de esas que intercalaba una versión en historieta en medio del texto, mientras la lluvia caía torrencial. Asocio revistas de historietas como D’Artagnan, El Tony y Fantasía a la casa de mi madrina, que vivía a tres cuadras de un local de canje; yo cambiaba revistas como loco, a veces dos o tres veces en el mismo día, con la sensación de que el suministro de aventuras se volvía infinito. ¡Cómo me gustaba Terry y los piratas, de Milton Caniff! Quizás el recuerdo más vívido de una lectura sea el de Salem’s Lot, la novela de Stephen King. Yo era pequeño, estaba de vacaciones en un pueblo cordobés llamado La Falda. Me compré el libro porque me gustó la tapa y porque me atrajo el sumario de la historia, en ese momento no conocía a Stephen King, Salem’s Lot era apenas su segunda novela. Imagino que la inmersión en el pueblo provinciano, por una parte, y la circunstancia física de la lectura (otro día de lluvias torrenciales, a solas en un enorme chalet que hacía las veces de anexo del hotel), se conjugaron para producir en mí una emoción indeleble. Por supuesto, la maestría de King contribuyó con su parte: ese tiempo que se toma en presentar al pueblo y a sus personajes, en involucrarnos con sus historias tan parecidas a las de tantos conocidos, para después, ¡una vez que ya nos sentimos en casa!, sacudirnos con la irrupción de lo sobrenatural. Puede que King tenga mejores novelas, pero Salem’s Lot siempre será mi favorita.

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¿Es tan sólo mi impresión, o será verdad que los actos físicos de lectura que uno recuerda casi nunca son las de las obras maestras de la literatura? Quizás porque estos libros producen otro tipo de deslumbramientos, y los recuerdos más entrañables son siempre los de la infancia, los del descubrimiento, que están ligados a las historias más clásicas y los géneros más populares. No recuerdo dónde y cuándo leí La metamorfosis, pero jamás olvidaré dónde y cuándo descubrí a Dumas, a Terry (me veo leyendo en la escalera de mi casa paterna) y a ese señor tan, tan feo llamado Stephen King.

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18 de enero de 2006
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Más fuerte que la muerte

Yo creo que los libros tienen el poder de devolver la vida. No es algo en lo que haya creído desde siempre, sino una revelación que se me fue presentando de a poco, como quien no quiere la cosa. La primera vez que me ocurrió fue durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista. (Horrible título, por cierto, que me sugirió el editor. Originalmente se llamaba Un barco lento hacia la China.) Por aquel entonces, digamos 1991, fui a la Biblioteca del Congreso a consultar diarios de 1938. La historia de El muchacho peronista comenzaba con la fuga de su relator, un niño de doce años que se escapaba de su casa el día de Año Nuevo, y yo quería datos de la época: noticias, la cartelera teatral, objetos de consumo como los cigarrillos Vuelta Abajo. Consultando un diario La Nación del 2 de enero de 1938, di con una noticia que me llamó la atención. Un niño de doce años, llamado Roberto Hilaire Calabert, había muerto el primer día de enero arrollado por un tren. Me pareció un signo. En primer lugar, yo había estado buscando un nombre para mi protagonista. Roberto Hilaire Calabert me pareció magnífico, uno de esos nombres que no podría haber inventado ni en el mejor de mis momentos: romántico, exótico y a la vez verosímil. En segundo lugar, el pobrecito Calabert de la vida real había muerto bajo las ruedas del tren, cuando yo contaba que mi protagonista empezaba a vivir en el momento en que se subía a uno de esos convoyes para lanzarse a la aventura. Me dije que se trataba de un pequeño acto de justicia poética, y así Calabert inició su segunda vida. Con Kamchatka volvió a ocurrir. La historia del niño que se fugaba de su casa con sus padres, perseguidos por la dictadura militar de los 70, reveló su verdadera intención cuando la escritura ya estaba muy avanzada. Entendí entonces que había concebido semejante historia para concederme la oportunidad de despedirme de mi madre, una oportunidad que la vida real me había negado. Y así la madre de Harry, a quien el niño llama jocosamente La Cosa en homenaje a The Thing, el personaje de Los Cuatro Fantásticos, se llenó de las características de mi progenitora: su férrea voluntad, su consumo compulsivo de cigarrillos Jockey Club, su amor por la película Picnic. Escribir la novela y el guión de Kamchatka me permitió llorar todo lo que no había llorado en su momento. Y hoy siento que de alguna forma ese encuentro imaginario, ese adiós, tuvo lugar en verdad; y mi alma está en paz. Con mi cuarta novela, aún inédita, se repitió la cuestión. Esta vez con un personaje menor, llamado Joaquín, que incluso apareció en una escritura tardía. (Como ven, las verdaderas intenciones de las historias deben luchar a brazo partido para imponérseme.) El Joaquín de la novela muere en la montaña como mi amigo Joaquín Ramón murió en la vida real. Fue otra muerte abrupta, que me privó de la posibilidad de despedirme y de asumir la pérdida. Quizás el gesto parezca inútil, pero la posibilidad de ver a Joaquín vivo otra vez, aunque más no sea durante el correr de algunas páginas, me produjo felicidad. Era un homenaje, sí, pero a la vez era mi única posibilidad de volver a pasar un tiempo en su compañía. Nadie premedita estas cosas. Las comento porque a esta altura se han vuelto una constante en mis ficciones. Imagino que algún psicoanalista, ya sea amateur o diplomado, tendrá algo que decir al respecto. Yo prefiero pensar que es un testimonio del poder que le confiero a la literatura. Las buenas ficciones, como tantas veces lo han probado escritores valiosísimos (quiero decir, escritores que no son Figueras), tienen tanto vigor que le tuercen el brazo a la muerte.

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17 de enero de 2006
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Promesas, promesas

Poco tiempo atrás, Javier Cercas reflejó en el dominical de El País la polémica que el historiador Gotz Aly desencadenó en Alemania con su libro El Estado popular de Hitler: robo, guerra racial y socialismo nacional. Según Aly (esto es, según Cercas cuenta de Aly), la explicación al hecho de que tantos alemanes hayan sucumbido a la retórica enajenada del nazismo no radica tanto en los argumentos habituales (la humillante experiencia de la Primera Guerra y de su corolario en Versalles, la crisis económica, el aparato propagandístico), sino en las ventajas económicas que el régimen distribuyó. Tal como lo refiere Cercas, “los alemanes fueron sometidos a una suerte de soborno masivo: a cambio de su colaboración con el régimen… obtuvieron abundantes beneficios sociales y económicos, resultado del expolio sistemático e indiscriminado del patrimonio de los judíos asesinados y del de los países ocupados por la Wehrmacht”. Me resultó inevitable asociar esta tesis al proceso que la Argentina vivió durante los años de la dictadura. Más allá de las peculiaridades de cada caso, es indiscutible que la Alemania nazi y la Argentina dictatorial tienen múltiples puntos de coincidencia. Así como lo hicieron en su momento millones de alemanes, una parte vital de la sociedad argentina (vital por su número, y por su rol dentro del contexto social) toleró en silencio el exterminio de decenas de miles de compatriotas, con excusas que recorrían el breve espinel que iba del algo habrán hecho al yo no sabía nada. Sería tranquilizador encontrar datos que permitiesen aplicar la tesis de Aly a la experiencia argentina, poniendo en negro sobre blanco los beneficios económicos que obtuvo la clase media en ese tiempo. Pero no los tengo a mano ni creo que existan. En el terreno económico, los militares garantizaron a los poderes establecidos y a la clase dirigente tradicional que iban a poder seguir robando igual que siempre. El único soborno que la numerosísima clase media de entonces obtuvo fue una promesa, la de conservar sus simples privilegios: la gente se conformó con saber que no llegaría la tan temida dictadura del proletariado, y que en consecuencia nadie expropiaría sus casas ni autos ni sus negocios. Treinta años después, lo que equivale a decir al cabo de treinta años de aplicación del mismo plan económico que inició la dictadura con el ministro de Economía Alfredo Martínez de Hoz, los restos de la clase media argentina deberían entender hoy que colaboraron con el régimen y aun así salieron trasquilados: lo perdieron todo o casi todo, y los fantasmas de los desaparecidos no dejan de acosarlos. Sólo que, a diferencia del fantasma del rey Hamlet, estos espectros no reclaman venganza, sino apenas justicia. La clase media argentina (¿sería más apropiado decir la ex clase media?) está muy lejos aun de asumir su rol cómplice en aquellos tiempos, y por ende de formular su mea culpa. Treinta años debería ser tiempo más que suficiente para ganar perspectiva. A esta altura debería estar claro que la única forma de avanzar en la vida es aprendiendo de los errores propios y ajenos, pero existen millones de argentinos que prefieren seguir aferrados a sus mecanismos de negación como a un salvavidas de plomo.

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16 de enero de 2006
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El escritor chapucero, la alegoría y el ropero

Detesté con toda mi alma la versión fílmica de Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el ropero. En realidad la culpa no es tanto de la película, que no deja de ser otra extravagancia de efectos especiales de las que abundan desde el éxito de El señor de los anillos, sino del relato original de C. S. Lewis. Comparto por completo la opinión del profesor J. R. R. Tolkien sobre la fantasía de su viejo amigo: se trata de una alegoría chapucera, que subestima a su público –empezando por los niños. Mucha gente (tanto artistas como público) supone que el género de la fantasía habilita al relator a recurrir a cualquier elemento que le venga a la mente, por disparatado que parezca. ¿Qué sentido tiene meterse a crear un relato fantástico, si uno no va a poner a prueba los límites de su imaginación? Pero con Narnia Lewis pasó por alto que un relato debe ser consistente con las reglas del juego que propone, y muy especialmente en el caso de un relato con elementos fantásticos. Cuanto más alocada la creación, más necesario el rigor del narrador. El universo debe evidenciar una lógica interna extrema para que el relato funcione como debe e imponga su verosimilitud aun cuando esté lleno de magia blanca, negra o mixta. Por eso narraciones como El señor de los anillos funcionan con tanta efectividad. Tolkien llegó al extremo de imaginar un background histórico y religioso apenas insinuado en el libro, creó varias lenguas que otorgan coherencia hasta a la confección de los nombres y recurrió a criaturas fantásticas de la mitología nórdica, como puede atestiguar cualquier estudioso del tema. Del mismo modo funcionan Matrix (la película original), Blade Runner y Metrópolis, por mencionar tan sólo ejemplos clásicos: estos relatos exponen un universo peculiar y respetan su lógica interna a rajatabla. Lewis, en cambio, parece haber improvisado sobre la marcha, recurriendo a cualquier elemento que le hiciese falta en el momento en que se le presentaba un brete. Castores y lobos que hablan, minotauros, grifos, cíclopes: todo vale en el gran guiso de Narnia. ¿Cómo salen los niños Pevensie de este peligro? A ver, déjenme pensar: ¿por qué no hacer que aparezca Santa Claus? Y ya que Santa Claus trae regalos, ¿por qué no aprovechar para que le entregue a los Pevensie sus armas? ¿Papá Noel regalando armas? ¿Qué nos queda para después: el rey mago Baltasar llamando a la jihad? El león, la bruja y el ropero carece de sentido como relato único, no tiene ni pies ni cabeza. Puede, eso sí, ser considerado un antecedente de la lógica de los videogames, en tanto hila una serie de peligros cuya superación significa el paso a otro nivel que no tiene nada que ver con el anterior, hasta llegar a una batalla final tan grande como innecesaria. Ojalá aparezca pronto una película con elementos fantásticos que tenga sentido (¿V for Vendetta, tal vez: la adaptación de la historieta de Alan Moore?), antes que los productores de cine confundan la parte con el todo y concluyan que la fantasía es necesariamente una pavada, el sucedáneo actual de las películas de Stallone y Schwarzenegger en los 80.

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13 de enero de 2006
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Rodolfo, el que se iba

Me emocionó un artículo que Lilia Ferreyra publicó el lunes en el diario Página 12. Lilia fue compañera del escritor Rodolfo Walsh durante los últimos años de su vida, que culminaron el 25 de marzo de 1977, cuando Walsh cayó en una emboscada y fue asesinado por un grupo de tareas de la Armada. En su texto Lilia recuerda haber viajado a España en 1982 desde su exilio mexicano, ocasión en la que conoció a Martín Grass, uno de los sobrevivientes de la ESMA. Grass fue uno de los pocos que vio el cadáver de Walsh: estaba tirado en el suelo como un trapo, sobre el cemento frío del campo de concentración. Según Lilia refiere, dice Grass que había visto otros cadáveres pero ninguno con tantos disparos: tenía el pecho “cortado por una diagonal de impactos”. Respecto del destino de su cuerpo, la tesis de Grass no deja lugar a dudas: no cree que lo hubiesen arrojado al río, sino más bien incinerado durante una práctica de lo que los verdugos, con cinismo sin par, solían denominar “un asadito”. Pero lo que más me emocionó fue otra cosa. Dice Lilia que Grass leyó parte de los textos de Walsh, que los secuestradores se habían llevado de su casa del Tigre, como ya narramos hace algunas semanas en este blog. El recuerdo de Grass era vago en general, pero sí recordaba haber leído el último cuento de Walsh, Juan se iba por el río. Lilia dijo de memoria las primeras líneas, y Grass la interrumpió para continuar el relato. “Yo leí ese cuento,” dice Lilia que Grass le dijo aquella madrugada madrileña, “lo leí allí, en la ESMA”. Juan se iba por el río fue lo que quedó del proyecto de una novela que Walsh decidió, o quizás entendió que no lograría, escribir. Según Lilia, es la historia “del argentino derrotado del siglo XIX, del último argentino antes de las grandes inmigraciones”. Un hombre simple que fue arrastrado de guerra en guerra, participando en batallas que le eran por completo ajenas, hasta que al final de su vida contempla el río, soñando con llegar del otro lado del Plata, y decide cruzar el lecho seco a caballo. Según Lilia, cuando Walsh le leyó el párrafo final (porque Walsh era de los que leía sus textos a aquellos oídos en los que confiaba), ella le preguntó si Juan llegaba al otro lado del río. “No sabemos,” dice Lilia que Walsh dijo, así, en la primera del plural, como si hubiese sido testigo de la vida de Juan en compañía de otras presencias innombradas. La indefinición de la forma verbal resulta apropiada. Juan no se fue, se iba, la acción seguía y sigue abierta. Walsh tampoco se fue, Walsh se iba. Nos gustaría saber dónde está ahora, al menos lo que queda de él. Pero no sabemos.

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Este lunes que pasó habría cumplido 79 años.

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12 de enero de 2006
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Nunca más la misma historia

Con el debido respeto, disiento profundamente con el texto que el amigo Fogel difundió ayer, martes 10 de enero. En su argumentación, el amigo Fogel pretendió definir los procesos por los que atraviesa hoy Latinoamérica toda con una sigla robada de las iniciales del ex presidente mexicano Miguel de la Madrid Hurtado: MDLMH. Sólo que en este caso, MDLMH significa más de la misma historia. En primer lugar, desearía que se me permitiese dudar de cualquier diagnóstico sobre América Latina escrito desde París, y basado en datos que provienen de “los sitios de información de Internet”, Fogel dixit. Por más avanzados que estén los medios de comunicación en el presente, lo pensaría dos veces antes de emitir juicio respecto de la realidad asiática, o de cualquier otra, basándome tan sólo en los datos de la red. Sabrán disculparme, pero sigo pensando que nada reemplaza la experiencia de primera agua: los datos fríos pueden ser correctos, pero el contacto con la realidad suele brindar un prisma invalorable –y siempre imprescindible- para el análisis de los mismos. En segundo lugar, los ejemplos que Fogel elige para concluir que en Latinoamérica todo lo que ocurre es más de la misma historia son cuanto menos sesgados. Se me ocurren muchos argumentos para cuestionar al actual presidente de Venezuela, pero ninguno de ellos pasa por la escasez de frijoles. Para Fogel, el hecho de que falten café, azúcar y frijoles de las tiendas venezolanas (dicho sea de paso, ¿cuál es la fuente de semejante información?; imagino que no provendrá de un medio chavista, pero me pregunto si provendrá de un medio al que se pueda respaldar por su objetividad) es suficiente para equiparar a Venezuela con “la Cuba socialista”. Digamos tan sólo que Cuba aislada es una isla pobrísima, mientras que Venezuela es un país que duerme cada noche sobre millones y millones de dólares mensurables en petróleo crudo. La diferencia entre ambos países, objetivísima, no podría ser mayor. Si Venezuela carece de frijoles debe ser por razones completamente distintas a las de Cuba. ¿Supone Fogel que, en caso de resultar elegida este domingo como presidente de Chile, Michelle Bachelet pretenderá reeditar el gobierno de Salvador Allende: más de la misma historia? Estoy muy lejos de ser un experto en la realidad chilena, pero me atrevo a aventurar que la mayoría de mis amigos de allende los Andes se sentiría ofendida ante semejante simplificación. Lo cual me lleva al tercer punto. Creo que Fogel erra fiero en su análisis no sólo porque lo hace desde París y confiando en la información que circula en la red (que está muy lejos de ser verdad revelada), sino porque se limita a observar a los gobernantes de Latinoamérica. Cualquiera que pretenda arribar a un juicio certero a partir de Cháves, Kirchner & Co. terminará meando fuera del tiesto, porque para fortuna nuestra, hace ya algunos años (pocos, pero aún así algunos) que Latinoamérica es mucho más que sus gobernantes de turno. Pensar que todo pasa por Cháves, Kirchner & Co. es reduccionista, en tanto ignora las experiencias y el doloroso aprendizaje que millones de latinoamericanos hemos protagonizado en las últimas décadas. Un dato tan evidente como el del reclamo pacifista que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo vienen efectuando desde hace treinta años debería bastar para entender que en el terreno de los derechos humanos, la Argentina no depende tan sólo del humor de Kirchner. Es la gente, organizada de infinitas formas (casi siempre, vale aclararlo, en asociaciones no partidarias), la que ha tomado como responsabilidad propia la consecución de determinados objetivos. Sin la presión constante de los familiares y de las organizaciones piqueteras, jamás se habría condenado a prisión perpetua a un comisario de la otrora todopoderosa y por ende nefasta Policía bonaerense, tal como ocurrió este lunes 9 al culminar el juicio por los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Vale subrayarlo: aun satisfechos por el veredicto de la Justicia, los familiares de Kosteki y Santillán ya manifestaron que no regresarán a sus casas como si nada hubiese ocurrido, sino que seguirán presionando (¡pacíficamente!) para que ahora se investigue a los autores intelectuales del crimen. Si algo tiene en claro Kirchner (y pido perdón por la insistencia con Argentina, pero prefiero hablar de aquella realidad que conozco cara a cara), es que ningún gobernante de Latinoamérica puede hoy gobernar hoy de espaldas al reclamo popular. ¿Populismo? Llámenlo como quieran. Yo prefiero pensar que en naciones como las nuestras, con mayorías que padecen necesidades elementales a diario, atender a estos reclamos masivos no es demagogia, sino simple sentido común. No pretenderé que los actuales gobernantes simbolizan un proceso revolucionario de cambio. Pero eso no significa que deba aceptar juicios tan ligeros como el de Fogel. Kirchner no es el Che Guevara ni pretende serlo, y tampoco es Menem. Cualquiera que equipare a Kirchner con los años de la pizza con champagne está muy, pero muy mal informado. En primer lugar, porque la gente manifestó su repudio a esa concepción de la Argentina con millones de votos y hasta con su sangre, y no está dispuesta al regreso de nada parecido. (¿Recuerdan los muertos de diciembre de 2001?) En segundo lugar, porque Menem manipuló a una Corte Suprema que avaló el indulto a los genocidas de la dictadura y Kirchner hizo posible la formación de una Corte Suprema independiente que en pocas semanas más anulará ese indulto por anticonstitucional. Se me ocurren docenas de otras diferencias sustanciales, como lo que va del alfa a la omega, pero me abstendré de enumerarlas para no fatigarlos ya más con mi indignación. No pretendan que ignore las enseñanzas de nuestra historia reciente. Coincido en que tal vez estos líderes no sean todo lo que esperamos de ellos, pero eso me preocupa poco porque el cambio sustancial, el imprescindible, es el que se verifica en la gente. Al menos en la Argentina, la gente ha aprendido a manifestar sus deseos y a trazar límites de formas que van mucho más allá del voto cada cuatro años. Suponer que mi gente va a tolerar cualquier cosa de cualquier manera es ofensivo, aunque más no sea porque implica creer que tantas muertes, tanto dolor y tanta sangre han ocurrido en vano. Aquí ya nadie tolera más de la misma historia; mi país, en todo caso, es el país del nunca más. Si fuese a juzgar por lo que experimenté en mis viajes por Latinoamérica durante estos últimos años, juraría que la gente no sólo está dispuesta a buscar una historia distinta, sino que manifiesta día a día que la buscará dentro de la ley y repudiando todo tipo de violencia. Y esto, al menos en lo que a mí respecta, marca toda una diferencia. Otórguenos al menos el beneficio de la duda, monsieur Fogel. Somos humanos, lo cual implica que somos recalcitrantes, pero no necesariamente que somos idiotas.

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11 de enero de 2006
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Un oscuro día de justicia

La broma sostiene que en las novelas policiales al estilo inglés el asesino es siempre o casi siempre el mayordomo. En la novela negra de la realidad argentina, el asesino es siempre o casi siempre el policía. Ayer lunes 9, al cabo de ocho extenuantes meses de juicio, se condenó a los autores materiales de dos crímenes a sangre fría perpetrados el 26 de junio de 2002. Los asesinados fueron los dirigentes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, de 21 y 22 años. Por su responsabilidad, el ex comisario Alfredo Franchiotti y el ex cabo Alejandro Acosta recibieron pena de prisión perpetua. Otros ex policías fueron sancionados con penas menores, encontrados culpables de encubrimiento. Lo repito, por si no se comprendió bien: policías homicidas. Y policías cómplices, que destruían evidencias del crimen y presentaban falso testimonio. Kosteki y Santillán formaron parte de una protesta que pretendía cortar el puente Pueyrredón, uno de los tradicionales accesos a la Capital desde los suburbios del Gran Buenos Aires. Por vía de distintos voceros, el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde había hecho saber que pensaba reprimir con la dureza que fuese necesaria para impedir la toma del puente. Los dos jóvenes fueron baleados a quemarropa en el interior de la estación Avellaneda. Aunque no se conocían, Santillán acudió en ayuda del herido Koskeki y resultó fusilado por la espalda, a un metro de distancia. Miles de argentinos recordamos todavía la imagen de Franchiotti en sus apariciones televisivas de aquel día: con el rostro ensangrentado, culpaba a los piqueteros de la violencia y trataba de despertar compasión por su abnegación en el cumplimiento del deber. Un rato antes había fusilado a un hombre. Ahora actuaba ante las cámaras en pleno dominio de su histrionismo; un psicópata de manual. La así llamada Masacre de Avellaneda precipitó la salida de Duhalde del gobierno: no le quedó más remedio que anticipar el llamado a elecciones, que culminarían con el triunfo de Néstor Kirchner. El nuevo presidente ha hecho algunas cosas loables en el terreno de la Justicia, como renovar la Corte Suprema, y otras aun teñidas de gris, como la reforma del Consejo de la Magistratura, pero no estaba en sus manos evitar que el crimen fuese juzgado en Lomas de Zamora, la patria chica de Duhalde sobre la que todavía hoy, aunque desplazado de los sitios formales de poder, el ex gobernador y ex presidente sigue proyectando sombras. La historia nos enseñó que allí donde hay un uniformado que tortura o dispara a quemarropa, casi siempre existe una mano oscura que sugiere, habilita y palmea sus espaldas. Algo similar ocurrió en diciembre de 2001, cuando las protestas por la instauración del llamado “corralito” que arrebató a la gente sus depósitos bancarios; allí también hubo muertos a manos de la policía, que se enfrentó a la muchedumbre siguiendo órdenes del gobierno de Fernando de la Rúa. No nos engañamos, sabemos que los verdugos son siempre empleados, no hacen nada sin que sus superiores se lo indiquen. Lo difícil es condenar a los autores intelectuales de crímenes como los de Kosteki y Santillán, tanto como lo es condenar a los autores intelectuales del genocidio de la dictadura de los años 70. Franchiotti y Acosta quedarán presos, pero aquellos que de modo directo o indirecto les comunicaron que tenían licencia para matar no han sido identificados y probablemente no lo sean nunca, al menos mientras Franchiotti y Acosta prefieran seguir presos a terminar muertos en sus celdas. Por eso la historia argentina es novela negra y no enigma inglés: porque aquí el crimen paga y muchas veces se sale con la suya. Y porque los enigmas a lo Agatha Christie siempre se resuelven, y los crímenes perpetrados en países oscuros sólo en rara ocasión.

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10 de enero de 2006
Blogs de autor

El sello de lo real

Mi pasaporte dejó de ser válido. Debería renovarlo con urgencia. Cuando uno concurre a hacer el trámite siempre le otorgan uno nuevo, pero yo conservo siempre los pasaportes caducados. De tanto en tanto me gusta revisar sus sellos y recordar los sitios que visité. Calais, Francia, octubre de 1986: primer viaje a Europa. La Habana, noviembre de 1989, para cubrir el festival de cine. New York, septiembre de 1992: ¿será de la vez que entrevisté a Madonna para el diario Clarín? Narita, Japón, noviembre de 1993, para entrevistar a Paul McCartney. Heathrow, Londres, junio de 1995, cuando entrevisté a Sean Connery para la TV. St. Maarten, diciembre de 1999, donde viví el cambio de siglo. Aeropuerto Ben Gurion, noviembre de 2000, cuando fui a cubrir la Intifada para la revista española Planeta Humano. Colombia, mayo de 2003, cuando la investigación para el guión de Rosario Tijeras, hoy candidata al Goya como mejor película no española pero de habla hispana. A veces encuentro sellos de sitios que no recuerdo haber visitado. ¿República de Panamá? ¿Cuándo estuve allí? Lo divertido es imaginar los sellos que deberían agregarse, si también contasen los lugares que uno ha visitado con la imaginación. Un breve recuento de mis viajes mentales de las últimas semanas debería incluir la New York de la Depresión, gracias al King Kong de Peter Jackson. (No pongo Skull Island porque allí no sellan pasaportes.) La Inglaterra de mediados del siglo XIX, gracias a la relectura de David Copperfield y la visión del Oliver Twist de Polanski. La Alemania ocupada por los franceses de Los hermanos Grimm, la película de Terry Gilliam. Y por supuesto, la Londres del blitz. (No agrego Narnia por las mismas razones que excluyen a Skull Island.) Alguno argumentará que se trata de viajes de distinta índole, y quizás hasta agregue que de distinta intensidad, dada la diferencia presunta entre lo real y lo imaginario. Pero tratándose de un escritor, queda claro que no existe diferencia de intensidad alguna. Cuando uno se mete con toda el alma en una ficción, suele producir recuerdos más duraderos que los de muchas vacaciones. A veces creo que tengo el mejor trabajo del mundo.

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9 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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