Marcelo Figueras
Con el debido respeto, disiento profundamente con el texto que el amigo Fogel difundió ayer, martes 10 de enero. En su argumentación, el amigo Fogel pretendió definir los procesos por los que atraviesa hoy Latinoamérica toda con una sigla robada de las iniciales del ex presidente mexicano Miguel de la Madrid Hurtado: MDLMH. Sólo que en este caso, MDLMH significa más de la misma historia.
En primer lugar, desearía que se me permitiese dudar de cualquier diagnóstico sobre América Latina escrito desde París, y basado en datos que provienen de “los sitios de información de Internet”, Fogel dixit. Por más avanzados que estén los medios de comunicación en el presente, lo pensaría dos veces antes de emitir juicio respecto de la realidad asiática, o de cualquier otra, basándome tan sólo en los datos de la red. Sabrán disculparme, pero sigo pensando que nada reemplaza la experiencia de primera agua: los datos fríos pueden ser correctos, pero el contacto con la realidad suele brindar un prisma invalorable –y siempre imprescindible- para el análisis de los mismos.
En segundo lugar, los ejemplos que Fogel elige para concluir que en Latinoamérica todo lo que ocurre es más de la misma historia son cuanto menos sesgados. Se me ocurren muchos argumentos para cuestionar al actual presidente de Venezuela, pero ninguno de ellos pasa por la escasez de frijoles. Para Fogel, el hecho de que falten café, azúcar y frijoles de las tiendas venezolanas (dicho sea de paso, ¿cuál es la fuente de semejante información?; imagino que no provendrá de un medio chavista, pero me pregunto si provendrá de un medio al que se pueda respaldar por su objetividad) es suficiente para equiparar a Venezuela con “la Cuba socialista”. Digamos tan sólo que Cuba aislada es una isla pobrísima, mientras que Venezuela es un país que duerme cada noche sobre millones y millones de dólares mensurables en petróleo crudo. La diferencia entre ambos países, objetivísima, no podría ser mayor. Si Venezuela carece de frijoles debe ser por razones completamente distintas a las de Cuba.
¿Supone Fogel que, en caso de resultar elegida este domingo como presidente de Chile, Michelle Bachelet pretenderá reeditar el gobierno de Salvador Allende: más de la misma historia? Estoy muy lejos de ser un experto en la realidad chilena, pero me atrevo a aventurar que la mayoría de mis amigos de allende los Andes se sentiría ofendida ante semejante simplificación. Lo cual me lleva al tercer punto.
Creo que Fogel erra fiero en su análisis no sólo porque lo hace desde París y confiando en la información que circula en la red (que está muy lejos de ser verdad revelada), sino porque se limita a observar a los gobernantes de Latinoamérica. Cualquiera que pretenda arribar a un juicio certero a partir de Cháves, Kirchner & Co. terminará meando fuera del tiesto, porque para fortuna nuestra, hace ya algunos años (pocos, pero aún así algunos) que Latinoamérica es mucho más que sus gobernantes de turno. Pensar que todo pasa por Cháves, Kirchner & Co. es reduccionista, en tanto ignora las experiencias y el doloroso aprendizaje que millones de latinoamericanos hemos protagonizado en las últimas décadas. Un dato tan evidente como el del reclamo pacifista que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo vienen efectuando desde hace treinta años debería bastar para entender que en el terreno de los derechos humanos, la Argentina no depende tan sólo del humor de Kirchner. Es la gente, organizada de infinitas formas (casi siempre, vale aclararlo, en asociaciones no partidarias), la que ha tomado como responsabilidad propia la consecución de determinados objetivos.
Sin la presión constante de los familiares y de las organizaciones piqueteras, jamás se habría condenado a prisión perpetua a un comisario de la otrora todopoderosa y por ende nefasta Policía bonaerense, tal como ocurrió este lunes 9 al culminar el juicio por los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Vale subrayarlo: aun satisfechos por el veredicto de la Justicia, los familiares de Kosteki y Santillán ya manifestaron que no regresarán a sus casas como si nada hubiese ocurrido, sino que seguirán presionando (¡pacíficamente!) para que ahora se investigue a los autores intelectuales del crimen. Si algo tiene en claro Kirchner (y pido perdón por la insistencia con Argentina, pero prefiero hablar de aquella realidad que conozco cara a cara), es que ningún gobernante de Latinoamérica puede hoy gobernar hoy de espaldas al reclamo popular. ¿Populismo? Llámenlo como quieran. Yo prefiero pensar que en naciones como las nuestras, con mayorías que padecen necesidades elementales a diario, atender a estos reclamos masivos no es demagogia, sino simple sentido común.
No pretenderé que los actuales gobernantes simbolizan un proceso revolucionario de cambio. Pero eso no significa que deba aceptar juicios tan ligeros como el de Fogel. Kirchner no es el Che Guevara ni pretende serlo, y tampoco es Menem. Cualquiera que equipare a Kirchner con los años de la pizza con champagne está muy, pero muy mal informado. En primer lugar, porque la gente manifestó su repudio a esa concepción de la Argentina con millones de votos y hasta con su sangre, y no está dispuesta al regreso de nada parecido. (¿Recuerdan los muertos de diciembre de 2001?) En segundo lugar, porque Menem manipuló a una Corte Suprema que avaló el indulto a los genocidas de la dictadura y Kirchner hizo posible la formación de una Corte Suprema independiente que en pocas semanas más anulará ese indulto por anticonstitucional. Se me ocurren docenas de otras diferencias sustanciales, como lo que va del alfa a la omega, pero me abstendré de enumerarlas para no fatigarlos ya más con mi indignación.
No pretendan que ignore las enseñanzas de nuestra historia reciente. Coincido en que tal vez estos líderes no sean todo lo que esperamos de ellos, pero eso me preocupa poco porque el cambio sustancial, el imprescindible, es el que se verifica en la gente. Al menos en la Argentina, la gente ha aprendido a manifestar sus deseos y a trazar límites de formas que van mucho más allá del voto cada cuatro años. Suponer que mi gente va a tolerar cualquier cosa de cualquier manera es ofensivo, aunque más no sea porque implica creer que tantas muertes, tanto dolor y tanta sangre han ocurrido en vano. Aquí ya nadie tolera más de la misma historia; mi país, en todo caso, es el país del nunca más. Si fuese a juzgar por lo que experimenté en mis viajes por Latinoamérica durante estos últimos años, juraría que la gente no sólo está dispuesta a buscar una historia distinta, sino que manifiesta día a día que la buscará dentro de la ley y repudiando todo tipo de violencia. Y esto, al menos en lo que a mí respecta, marca toda una diferencia.
Otórguenos al menos el beneficio de la duda, monsieur Fogel. Somos humanos, lo cual implica que somos recalcitrantes, pero no necesariamente que somos idiotas.