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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Villano se busca

Nunca pensé que en un mundo tan pródigo en males me iba a costar tanto encontrar un villano. Me explico. Estoy escribiendo la segunda versión de un guión llamado Superhéroe, que se atreve a imaginar el surgimiento de un personaje de esos tan caros a la imaginería popular en el contexto de una sociedad despedazada por una crisis feroz (económica, social, política, cultural) como la argentina. En la primera versión me salieron bien unas cuantas cosas: por ejemplo la pintura del protagonista, un típico joven de hoy que al verse sorprendido por la concesión de un poder extraordinario, no piensa ni por asomo en salir a hacer el Bien (una fantasía típicamente norteamericana, derivada del complejo mesiánico tan acentuado en los últimos años por conveniencias políticas) sino en divertirse como loco, dejar de trabajar y seducir a la chica de sus sueños. Por supuesto, con el correr de la historia comprende que no puede permanecer del todo prescindente en un contexto de tan extendido sufrimiento y se anima aunque más no sea a pensar, siquiera, por dónde empezar a desatar semejante nudo. En los relatos convencionales del género, el villano es una anomalía en el sistema: la manzana podrida, una excepción a la regla. Por eso es frecuente que esté loco, como el Joker de Batman, o los científicos desquiciados que suelen torturar al pobre Spiderman, o el asesino serial al que se enfrenta el superhéroe de Unbreakable, la película de M. Night Shyamalan. Un gangster también puede funcionar como villano, en tanto significa un quiste corrupto en el cuerpo por lo demás saludable del capitalismo triunfante. En los últimos tiempos el cine ha recurrido hasta el abuso a los traficantes de drogas, a quienes desprecia porque pervierte algo tan maravilloso como el comercio al vender mercancía dañina (es llamativo, en este contexto, el respeto que les tiene a los fabricantes de armas, que producen mucho más daño y son bendecidos por la ley) y ahora prefiere a los terroristas, a quienes concibe como renegados, gente aislada y solitaria que hace lo que hace porque no tolera el bienestar de las mayorías y envidia el american way. ¿Pero qué ocurre cuando el sistema entero es maligno en su esencia, o cuanto menos permite sin ofrecer mayores resistencias un triunfo recurrente del Mal? Entonces los representantes legítimos del sistema se convierten en símbolos de ese Mal. Los potentados económicos. Los líderes religiosos. Los presidentes electos. Los militares. Los legisladores. Sin ir más lejos, aquí estuvo a punto de asumir como diputado electo Luis Abelardo Patti, sobre quien pesan varias causas por homicidios cometidos durante la dictadura militar en la que se desempeñó como comisario. Una moción de último momento impidió la jura, y en los próximos días su situación será debatida en profundidad. Lo que no borra el hecho de que un homicida confeso (porque Patti se vanaglorió en público de sus hazañas en más de una oportunidad) haya sido votado para el cargo por miles de personas para quienes, es obvio, los villanos tan sólo existen en las películas. ¿Se imaginan a Superman haciéndole frente a Bush, o produciendo la bancarrota de la industria petrolera al propiciar la utilización de fuentes de energía alternativas? Resulta imposible, porque para que ello ocurra los muchachos de DC Comics deberían asumir que un sistema que se precia de defender la democracia, la libertad y la justicia ha permitido la entronización de alguien que en la práctica las demuele a diario. Para ello deberían asumir también que un terrorista no es un renegado sino un hijo natural de un sistema injusto, que por ende no desaparecerá hasta que se eliminen las condiciones que lo generaron; y eso es algo que, todos lo sabemos, no ocurrirá en un futuro inmediato.

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He ahí mi dilema respecto de los villanos del mundo actual. Uno de los personajes del guión lo pone a las claras: hoy en día los supervillanos son señores que visten trajes carísimos, que manejan cuentas multimillonarias, industrias, ejércitos privados y a menudo naciones sin que, en la mayor parte de los casos, conozcamos sus nombres ni sus rostros. (Los nombres y rostros que sí conocemos suelen ser los de sus embajadores: el presidente tal, el dictador cual, el periodista equis, el diputado zeta.) Son los hechos y las omisiones de estos supervillanos reales los que determinan el hambre de las mayorías, la difusión de las enfermedades y la persistencia de la ignorancia. Pero aun cuando nadie dude de que cuentan con superpoderes para el ejercicio del mal, son casi opuestos a sus representantes en el terreno de la ficción. Los supervillanos de las historietas están locos, pero los del mundo real son cuerdos, calculadores, lógicos. Los supervillanos de las películas son carismáticos, pero los del mundo real prefieren el perfil bajo. Los supervillanos de la TV son coloridos, pero los del mundo real son grises: no dan puntada sin hilo. Es decir: terribles como personas e inservibles –o poco menos- como personajes. Una película con un supervillano como Aznar sería aburridísima. (Insisto, aun en el mejor de los casos Aznar no sería un supervillano, sino tan sólo un secundón en las huestes del Mal, un henchman, un matón a sueldo.) La crueldad desbordada e imaginativa de un Joker permite el juego de la ficción; en cambio la crueldad fría y metódica de los villanos de la vida real sólo produce escalofríos y le quita a cualquiera las ganas de jugar. ¿Debería resignarme y crear un supervillano carismático? Como escritor es una tentación. Este tipo de personajes suele dar grandes satisfacciones: Moriarty, el Joker y Dracula, por mencionar tan sólo algunos malvados clásicos, son criaturas brillantes y elocuentes, el sueño de cualquier creador: rezuman drama y teatralidad. ¡Pero en este caso me resisto a intentarlo! En los relatos del género el héroe excepcional y el villano excepcional son dos fuerzas que se anulan una a la otra para que todo siga igual; y yo quiero un héroe excepcional (todo héroe lo es, en estos tiempos) que se enfrente a los villanos que son la norma para que ya nada sea igual. Siento que si optase por el camino más fácil, me estaría negando a abordar la noción del Mal que padecemos hoy en nuestro mundo: y si no logramos descularla ni siquiera en el territorio de la imaginación, ¿cómo lograremos hacerle frente en el mundo real?

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J. R. R. Tolkien tuvo una percepción certera cuando hizo de Saurón no tanto un personaje como una fuerza corruptora: poco más que un fantasma, un poder incorpóreo que se apodera de todos aquellos que le dan lugar por necesidad, ambición o inseguridad. Algo parecido sugería Kayser Soze en The Usual Suspects, la película de Bryan Singer: “El mejor truco del Diablo es habernos convencido de que no existe”. Los villanos de este mundo nos han convencido de que no son tales, ellos son tan sólo empresarios, estadistas, funcionarios, industriales, soldados, inversores o profesionales independientes. Y nosotros hemos creído que esa máscara anodina es real. Leemos sus hazañas en las revistas de negocios o de moda, los envidiamos, ¡los votamos! El desafío como narrador es ver más allá, y desmontar el rictus del triunfador-del-mundo-de-hoy para demostrar que existe, por detrás, una inteligencia superior al servicio de intereses puramente personales –o para ponerlo de forma apropiada al género, al servicio del Mal. Sí, ya lo sé, me metí en un berenjenal. Ya les contaré si sobrevivo.

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7 de diciembre de 2005
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Los exhumadores de historias

Cuando me enteré hace ya algunos años de la existencia del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), su historia me fascinó por muchos motivos –pero en especial por uno. Los muchachos del Equipo son aquellos que desde los años ochenta dedicaron su vida a la identificación de los restos humanos que el terrorismo de Estado produjo durante la última dictadura con profusión y métodos que sólo pueden ser tildados de industriales. Cuando comenzaron tenían poco más de veinte años, eran estudiantes de medicina y de antropología: sabían poco y nada y contaban con poco más que unas palas y unas escobillas, pero al sonar la oportunidad le pusieron el cuerpo (los forenses diplomados habían declinado la oferta, marcados por el miedo) y estuvieron a la altura de la Historia: no eran iluminados, sino tan sólo gente que decidió no dar la espalda al dolor. Me fascinó también que a consecuencia de aquella decisión original hubiesen privilegiado el contacto con los familiares de las víctimas a la Academia, o a las instancias del Poder. Ellos se entrevistaban con la pobre gente que había perdido hijos, sobrinos, hermanos. Les solicitaban toda la información posible sobre el desaparecido, hasta sus archivos médicos, en busca de pistas que permitiesen reconocer los huesos. Y en caso de triunfar en la identificación, volvían a entrevistarse con los familiares y acompañaban el camino final de los restos hasta su descanso en una tumba con nombre y apellidos. El suyo era un trabajo científico, pero que sólo adquiría su real dimensión en el contacto con aquellos con hambre y sed de justicia. También me sedujo el relato de su propia construcción, gente que comenzó bajo el ala del antropólogo forense Clyde Snow (amigo de Michael Ondaatje, el autor de El paciente inglés, que hasta se animó a convertirlo en personaje de su última novela, Anil’s Ghost) y que lentamente fue armando su saber profesional, sin apoyo oficial y casi sin subvenciones, en una época que ni siquiera contaba con la tecnología de identificación del ADN. Desde aquel origen, los muchachos del EAAF han exportado su triste savoir faire a infinidad de países que han sido víctimas del terrorismo de Estado y de la guerra, contribuyendo con la exhumación de una verdad a la que se había querido matar. Han estado en El Salvador y en el continente africano, han estado en Bosnia y en los parajes bolivianos donde contribuyeron a identificar los restos del Che Guevara –un esqueleto que carecía de manos. El presidente Kirchner acaba de otorgarles un justo premio, que funciona al menos como el comienzo del reconocimiento que esta gente merece. Su historia es de las pocas cosas que nos produce orgullo en medio de tanta destrucción. En una década que se caracterizó por la traición de los líderes al mandato popular (en las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, entre otras tantas renuncias), los muchachos del EAAF fueron de las pocas cosas que nos permitieron conservar viva nuestra esperanza en la Justicia. Pero lo que más me fascinó del trabajo de los antropólogos forenses fue la manera en que se parecía a la labor de los narradores. En esencia, se valían de unos pocos, escasos elementos (huesos, en su caso, así como los narradores parten de una idea, o de una línea argumental, o de una simple inspiración) para tratar de erigir desde allí una historia completa, un universo entero. Se trata de darle carne a quien no la tiene, nombre a quien no lo tiene. ¿O no nos afanamos los narradores a diario para convertir a los desaparecidos, a aquellos sin entidad ni identidad, en aparecidos?

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Hace algunos años escribí un artículo sobre el EAAF para la revista española Planeta Humano, a instancias de mi maravillosa amiga Ana Tagarro. Ese texto sigue siendo lo que más me enorgullece de toda mi carrera periodística, por el trabajo que me demandó y por la gente que me obligó a conocer. Lo incluyo aquí a pesar de su longitud, a sabiendas de que se trata de una historia increíble que vale la pena desde el principio al fin:

…………………… Ver texto completo en documento adjunto de Word.

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5 de diciembre de 2005
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De arcos y de blancos

Estaba viendo No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Bob Dylan, y me quedé colgado de un comentario de Allen Ginsberg sobre el artista como inspirador. Ginsberg dice que inspira aquel que expresa verdades que hasta segundos antes todos intuíamos, sin saber cómo decir. A Dylan le cabe el sayo, eso es indudable. Durante décadas encendió bengalas que aun con la fugacidad de una canción, han iluminado el camino por el que solemos peregrinar a oscuras. Pero Ginsberg me dejó pensando en algo que iba más allá de Dylan. A esta altura decir que los grandes artistas nos inspiran es apenas un lugar común. La cuestión sería, en todo caso: ¿qué nos inspiran, y qué clase de inspiración buscamos en las obras de arte? Hay tantas respuestas a esos interrogantes como personas, puesto que decodificamos cada obra de acuerdo a nuestra propia e intransferible necesidad. Hay gente que busca que un artista refrende lo que ya piensa, o siente; gente que busca seguridad en el arte: confort. Hay gente que espera ser desafiada, gente que espera que un artista cuestione su sistema de valores; gente que espera que un artista haga temblar su mundo. Todos, por cierto, disfrutamos ocasionalmente de una novela, una música o una película ligera: está bien que podamos olvidarla al instante de haberla consumido. Pero algunos necesitamos también de otro tipo de obras, que no sólo se consuman, sino que se consumen: novelas, músicas y películas que no acallaremos en nuestras almas por más que lo deseemos con desesperación; porque no fueron concebidas para que dispongamos de ellas, sino más bien para que ellas dispongan de nosotros.

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Muchos admiran a ciertos artistas por la perfección con que ejecutan su instrumento. Si yo venerase la técnica impecable, preferiría escuchar Blowin’ in the Wind en la versión de Peter, Paul and Mary; sin embargo prefiero la voz destemplada de Dylan, porque siento que la forma en que rompe con las normas del buen cantar es indivisible de lo que la canción me inspira. Esas palabras suenan muy distintas en la voz de alguien quebrado que en boca de tres universitarios que armonizan como si nunca hubiesen puesto un pie en la puta calle. Yo admiro a Borges como escritor. Es uno de los pocos autores argentinos cuyos libros conservo al alcance de mi mano, en el sector de la biblioteca más próximo a mi escritorio. (Los otros son Roberto Arlt y Rodolfo Walsh.) Pero su obra no me inspira; o en todo caso no me inspira otra cosa que no sea la necesidad de depurar mi propio estilo como narrador. Y la perfección del estilo tiene poco que ver con los motivos que me impulsaron a escribir en el principio, y que siguen impulsándome cada día. Siento en todo caso afinidad con Rodolfo Walsh, el autor de Los oficios terrestres y Operación masacre. Porque en Walsh convive la persecución del párrafo perfecto con el ansia de que ese lenguaje interpele y modifique la realidad de la que participa lo quiera o no, lo busque o no. Walsh trabajaba para producir el mejor relato posible, convencido de que la perfección de ese relato colaboraría con la construcción del mejor mundo posible; puede sonar a utopía, lo entiendo, pero si no hablamos de utopía cuando hablamos de arte, ¿de qué demonios estamos hablando? Me gustan los artistas que me impulsan a escribir mejor. Pero los artistas que me inspiran son los que me impulsan a vivir mejor.

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En Walsh vida y obra eran lo mismo, dos instancias distintas de un movimiento único. Se potenciaban la una a la otra, y sólo tenían sentido si se las leía en conjunto: ética y estética como yin y yang, necesariamente inseparables. (Uno de los grandes músicos argentinos contemporáneos, Luis Alberto Spinetta, lo puso hace tiempo de manera concluyente: Es difícil producir una obra hermosa si uno no tiene una vida hermosa.) Me cuesta entender a aquellos para quienes la estética es un valor absoluto, algo autosuficiente, que no necesita de otro alimento que no sea aquel que se provee a sí misma. (Esta cuestión de la pureza tan cara a los estetas me sonó siempre a la exégesis de la raza aria.) Valoro y respeto el lenguaje, pero a diferencia de otros escritores, no consigo endiosarlo. A pesar de su riqueza insondable y de su complejidad (que por cierto, jamás lograré dominar del todo), no consigo más que verlo como lo que es: un instrumento. Precioso, sublime incluso; pero instrumento al fin. Algo que nació para cumplir con una función que lo supera, que expresa una realidad que va más allá de sus características (y por ende de sus limitaciones) físicas. Yo practico arquería y me cruzo todo el tiempo con gente que tiene arcos mejores que el mío. Lo que también veo es que una vez en el campo, lo que muchos hacen con ese arco soberbio es, ay, lamentable.

……………………………… El lector abstracto no existe: uno es un lector concreto, de un sexo concreto, una edad concreta, que proviene de una cultura equis y es dueño de un saber puntual. Como lector de un país marginal, cuya vida es puesta a prueba diariamente por una realidad salvaje, es lógico que Walsh me inspire y que Borges me produzca un placer ligero y exótico. Si uno viviese en una tierra devastada, ¿qué preferiría que le regalasen: una cena en un restaurant de cinco estrellas o un curso de supervivencia? Yo siento que Walsh escribía para mí. No sé para quién escribía Borges. El viejo era un maestro, no seré yo quien lo niegue. Pero convengamos que la mayor parte de las veces hablaba de cosas que nos tienen sin cuidado y que podemos dejar atrás sin resaca alguna una vez cerrado el libro. La obra de Borges es un artefacto cultural tranquilizador, me conforma en tanto se cierra en sí misma y no dialoga con un mundo que parece estar muy distante de sus intereses. Cuando busco verdadera inspiración, yo prefiero los libros que me parten la cabeza, que se desgarran a sí mismos en el proceso de contarse (¡como la voz de Dylan!) y que también me desgarran y me dejan irreconocible durante una temporada hasta que consigo recuperar la forma humana –hasta que consigo rearmar mi propio relato y contarme a mí mismo nuevamente. El autor (los autores, sería apropiado decir) del Antiguo Testamento. Los autores del Nuevo. Homero. Shakespeare. Dickens. Melville. Conrad. Arlt. Bellow. ¡Walsh! Hagan sus propias listas.

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5 de diciembre de 2005
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A un héroe anónimo

En respuesta al texto de ayer sobre los relatos que marcaron nuestra infancia, Djuna recogió el guante y mencionó sus favoritos. Uno de los que anotó llamó mi atención: “Moby Dick, naturalmente,” escribió en su comentario. Lo primero que pensé fue que el libro de Melville había cruzado por mi mente al redactar mi propia lista, pero que lo había desechado porque durante mi infancia sólo había leído versiones adaptadas. Los libros que yo había mencionado eran relatos que un niño puede leer en su versión original: las novelas de Salgari o Dumas (que leí en la ediciones de Tor que pertenecían a mi abuelo Ángel), La espada en la piedra, David Copperfield. Pero sin dudas no es posible que ningún niño más o menos convencional lea Moby Dick tal cual Melville la escribió. Es una novela larga, densa, abrumadora y compleja, cuya música constante es la desolación de la existencia: Moby Dick la asume y la lleva hasta sus últimas consecuencias, con una impiedad que no he vuelto a encontrar en la literatura –tan sólo en King Lear y en ciertas escenas de Beckett–. La pregunta que se me ocurrió entonces fue: ¿quién habrá sido el primer editor a quien se le ocurrió que Moby Dick podía ser versionada como un relato infantil? Por lo pronto, debe haber sido alguien que se arrogó el derecho cuando Melville ya había muerto; porque de haber estado vivo el pobre Herman lo habría ido a buscar y lo habría colgado de un árbol para luego destriparlo. ¿Su novela más dolorosa, más terrible, más ambiciosa, convertida en un pasatiempo para niños? Melville padeció en vida el sufrimiento de aquel que no obtiene el reconocimiento esperado, pero aun así no debe haber imaginado, siquiera, un destino semejante; nada más fácil que malinterpretar la versión infantil, que sin dudas le habría sonado a burla póstuma. Está claro que las imágenes que Moby Dick sugiere a simple vista son atractivas para todo público: la mar interminable, la ballena blanca y el capitán obsesionado por la cacería. Lo más probable es que el editor no haya leído nunca el original. Debe haberle pedido a un empleado que fatigue el libro para después relatarle la historia, y haber concluído, al oír la sinopsis, que era un material lo suficientemente colorido como para atraer la febril imaginación infantil. Algo parecido a lo que hacen todavía hoy la mayor parte de los productores de cine: pedirle a un subordinado que resuma la anécdota de una novela en dos palabras, para proceder a la reserva de derechos si le parece un material potable para la pantalla.

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Pero también existe la posibilidad de que se haya tratado de un editor responsable, que leyó Moby Dick hasta la palabra finis y aun así tuvo ánimo suficiente para imaginar que los niños valorarían la historia tal cual era. Porque algunas historias clásicas han sido edulcoradas, como la de Robin Hood, que suele culminar con el regreso triunfal de Ricardo Corazón de León para evitar a los lectores la amargura de los tragos por venir. O La sirenita en su versión disney-ficada. Pero no Moby Dick, que hasta en su relectura más pedestre culmina siempre de la misma manera: con Ishmael flotando en el océano aferrado a un ataúd. ¿Será posible concebir una imagen que describa con mayor precisión el destino último del ser humano? Si el caso fue como aquí imagino, este editor debería ser considerado un héroe. Al igual que aquel que intuyó que La Ilíada y La Odisea podían ser bien recibidas por los más pequeños. Al igual que aquel que versionó Las mil y una noches. Y La Morte d’Arthur. Y Dr. Jekyll and Mr. Hyde. En su momento Charles y Mary Lamb adaptaron las obras shakespirianas a la forma del relato corto, pensando en la formación de los más pequeños. Sus textos familiarizaron a varias generaciones de ingleses con las historias del dramaturgo de Stratford, aunque no con su poesía. Aquella decisión de los Lamb, suscrita por sus editores, tampoco estuvo exenta de locura. ¿En qué habrán pensado cuando imaginaron que esas historias de ambición, venganza, locura, celos y crímenes indescriptibles podían ser adecuadas para el paladar de un niño? Cualquiera que haya sido la razón, le debemos a los Lamb y al editor de Moby Dick en plan infantil y a aquellos que pusieron a Poe y a Homero y a Victor Hugo y a Conrad y a Lovecraft y al Quijote a circular entre los niños, a todos ellos les debemos, insisto, una deuda tan enorme que se vuelve impagable. Porque hicieron posible que quedásemos expuestos a historias imperecederas en el momento más tierno de nuestra existencia, y al hacerlo nos modificaron para siempre. Desde entonces hemos creído que el marco en que transcurrían nuestras vidas podía ser tan bello y trascendente como aquellas historias. Sin las versiones infantiles de Melville, de Shakespeare y de tantos otros gigantes, nuestra existencia hubiese sido infinitamente más pobre.

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2 de diciembre de 2005
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La sartén de la vida

Estoy corrigiendo el texto del que será mi primer libro para niños. Al releerlo al cabo de algunos meses de haberle puesto punto final, recordé con vivacidad cuánto me había divertido escribiéndolo. Ojalá escribir fuese siempre así de placentero. Si el Genio de la Lámpara me diese a elegir entre convertirme en Proust o en Hans Christian Andersen, no lo dudaría un instante. Preferiría toda la vida escribir cuentos como El compañero de viaje a la totalidad de En busca del tiempo perdido. Eso sí, le pediría al genio que de ser posible me hiciese un poco más agraciado que el pobre danés. Nadie debe haberle preguntado nunca de dónde había sacado la inspiración para El patito feo.

………………………………………………………… La Argentina no tiene una gran tradición de escritores infantiles. Por supuesto, se han escrito y se escriben y se editan infinidad de relatos para niños, lo que digo es que no contamos con figuras del nivel de un Borges; no hemos generado ni siquiera un Roald Dahl. Algunos cuentos de Horacio Quiroga podrían aspirar al podio; y algunos textos de Cortázar tienen el espíritu adecuado, como el relato Los venenos o fragmentos de los Cronopios. La fama de una María Elena Walsh depende más de sus canciones que de sus libros: cien mil Dailan Kifkis no hacen una sola Manuelita la Tortuga. Alguien dirá que somos un país demasiado trágico para generar una literatura apta para los más pequeños. Recuerdo un libro debido a Constancio C. Vigil. Su título era Chicharrón, contaba la historia de un perrito y terminaba diciendo (cito de memoria): “Lo llamaron Chicharrón, porque en la sartén de la vida lo habían freído”. Después de semejante final, ¿con qué ánimo podía enfrentarse un niño al resto de su vida? Pero en todo caso, lo trágico de nuestras últimas décadas debería ser interpretado como un gran aliciente, el terreno adecuado para el surgimiento de relatos duraderos. Porque a no dudarlo: las mejores historias para niños son siempre las más terribles.

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¿La sirenita? Trágica. ¿El soldadito de plomo? Idem. La epidemia de corrección política ha causado estragos en la literatura para niños. Está mal visto perturbarlos, o darles miedo de verdad, y ni hablar de presentarles modelos reprobables. En estos tiempos el pobre Andersen tendría que haberse dedicado a otros menesteres. Nadie dice que los relatos deban ser usados para asustar a las criaturas, como se hizo durante largo tiempo. Pero tampoco es bueno quedarse en la superficie, en las rimas fáciles, en los juegos de palabras o en los guisos recalentados con sobras del ayer (quien quiera entender Harry Potter, que entienda), perdiendo la maravillosa oportunidad de enfrentarlos por vez primera a los aspectos más oscuros y conflictivos de la vida, que deberán enfrentar, con literatura o sin ella, más temprano que tarde. Ya adulto, descubrí a Roald Dahl junto con mis hijas. Me encantó su incorrección política y la naturalidad con que trataba los problemas verdaderos que sus protagonistas, aun siendo niños, debían enfrentar. En Matilda, los padres de la protagonista son despreciables. En James y el durazno gigante, los padres del protagonista han muerto y las despreciables son las tías. En Las brujas, el protagonista es convertido en ratón a causa de un hechizo –y nunca puede volver a ser niño. Dahl da por sentado que shit happens, las desgracias ocurren y no hay modo de evitarlas; lo importante es lo que uno hace con su vida a partir del minuto después.

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Relatos infantiles que se me han quedado grabados… Digo los primeros títulos que me vienen a la cabeza:

. La pata de mono del relato homónimo de W. W. Jacobs: casi puedo sentirla moviéndose en mi mano. (Ya sé que no es un relato estrictamente infantil, pero su horror es así de esencial.) . La espada en la piedra. (El libro de T. H. White, no la película de Disney.) . Las novelas de Salgari dedicadas a la saga de Sandokán y Yáñez. . La isla del tesoro, por supuesto. . Dumas: tanto Montecristo como la saga de los mosqueteros. . Las distintas versiones de la historia de Robin Hood. (Aun aquellas que contaban el asesinato de su esposa y su hijito y su propia muerte a manos de una parienta lejana.) . David Copperfield. . Los libros del Príncipe Valiente, escritos e ilustrados por Hal Foster.

Les dejo un par de líneas abiertas, para que anoten sus propias elecciones:

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De todo el material que he leído en los últimos años, me entusiasman los libros de Lemony Snicket. El primero de la serie se llama El mal comienzo. Su dedicatoria no deja lugar a dudas: Para Beatrice: querida, adorada, muerta”. Y la frase con que abre el relato es simplemente brillante: “Si están interesados en historias con finales felices, lo mejor que pueden hacer es irse a leer otro libro”. Lemony Snicket es el seudónimo de Daniel Handler. Este hombre tiene claro que los relatos nos ayudan a lidiar con nuestros peores miedos. Y que una vez lanzados a la lid, no está de más divertirse en el proceso.

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Escribir para chicos es liberador, al menos para mí. Porque al hacerlo ya no siento la obligación de encarar Grandes Temas así, con mayúsculas: me limito a contar una historia en la que por supuesto, shit happens, y no queda más remedio que seguir adelante. También es liberador porque al hacerlo ya no siento la necesidad de impresionar a nadie con mi estilo, mi ambición o mis conocimientos: el relato flota o se hunde por sus propios méritos. Y porque escribir para chicos me obliga a ponerme esencial, a no apartarme ni un instante del Primer Mandamiento del narrador, aquel mandato divino que los aspirantes a Proust suelen olvidar a riesgo de recibir condena eterna: No aburrirás.

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Hay una frase de W. C. Fields que bien podría pasar por un brevísimo relato de horror: Me gustan los chicos. Si están bien cocidos. Nadie disfrutaría de este relato más que un niño.

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1 de diciembre de 2005
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Deficiente pecunia, déficit omne

Deficiente pecunia, déficit omne, dice el proverbio: cuando falta el dinero, falta todo. Por lo general no se asocia a los escritores con el dinero, salvo para emplearlo en su contra. Las dimensiones de la fortuna de John Grisham, Pablo Coelho y J. K. Rowling serían directamente proporcionales a su ramplonería como escritores. Que Martin Amis gastase un dineral en arreglarse los dientes fue considerado un gesto frívolo. Sus detractores no advirtieron que uno de los motivos por los que acudía al dentista era el de asegurarse que, de allí en más, podría reírse de ellos sin necesidad de disimulo. Muchos autores aceptarán que nunca han escrito texto más dramático y sangrante que el de su declaración de impuestos. Otros dirán, en cambio, que la declaración de impuestos fue su obra más imaginativa.

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No puedo dejar de pensar en el dinero. Tengo una excusa formal, por cierto. El banco del que soy cliente no me deja acceder a mi propios bienes hasta que presente una serie de documentos absurdos, echándole la culpa a las nuevas normativas del Banco Central. Estoy a un tris de pedirle a mi contador que avale mis posesiones con su sangre. Tampoco he podido dejar de pensar en El mercader de Venecia en estos días. La adaptación al cine que hizo Michael Radford tiene sus momentos. Desde que eligió a Al Pacino para hacer de Shylock estaba claro que iba a moderar el humorismo para apostar al pathos. Pesan tantas acusaciones de antisemitismo sobre la obra, que era previsible que Radford evitaría reírse del judío a cualquier precio. (Habrá que ver qué hizo Polanski con Fagin en su flamante versión de Oliver Twist: Fagin es otra caricatura del judío, un tanto más cercana a la fantasía del Hombre de la Bolsa.) Sin embargo no es posible olvidar que El mercader de Venecia fue concebida como comedia y representada como tal: en la Inglaterra del siglo XVI, reírse del judío era un pasatiempo popular, socialmente aceptado y políticamente correcto, que congraciaba al bromista con su público con la misma efectividad que hoy logra cualquiera que ría a expensas de George Bush. (Pacino está bien, pero me encantaría ver a Bill Murray haciendo de Shylock.) La película no dejó de inquietarme desde que la vi. Al principio supuse que me perturbaba la extraña superposición de sus elementos: el conocido drama de la libra de carne, encajado dentro de la trama liviana sobre el noble Bassanio y su intento de seducir a la rica heredera Portia. Es cierto que Radford se queda con el aspecto más melodramático de Shylock a costa de los matices más ligeros, más farsescos; pero la tragedia del personaje ya estaba en Shakespeare. Shylock es un antecesor de Lear: se trata de dos viejos que han conservado una extraña dignidad en un mundo violento, y que al enfrentarse a una situación límite toman una decisión equivocada que conduce a la destrucción de su propio universo. La decisión parte de un error de juicio; y tanto en El mercader como en Lear, el error de juicio gira en torno de una hija, esto es, del afecto al que se presume incondicional. Es posible imaginar que Shakesperare quiso concebir un villano que resultase muy fácil de odiar, como el protagonista de El judío de Malta de Christopher Marlowe, y que con el correr de la pluma descubrió dentro de ese cofre mucho más de lo que había esperado encontrar. Shylock es un personaje secundario, pero resulta tan complejo, tan tridimensional, que se despega del papel. ¡De hecho borra de escena a los verdaderos protagonistas de la obra! Contra la noción generalizada, el mercader de Venecia al que el título alude es Antonio, no Shylock. El judío es tan sólo un prestamista. Portia (que en buena medida es la heroína del relato) subraya la diferencia entre ambos personajes al hacer su entrada en el juicio: ¿Cuál de estos es el mercader, y cuál el Judío? El “Judío” perdura en las conciencias por encima de Antonio, de Bassanio y de Portia, porque es más que un personaje: es un hombre, a quien resulta natural imaginarse fuera de los confines de la obra, respirando, bebiendo, rezando de manera clandestina y maldiciendo su propia soledad. En el cine de hoy, donde la mayor parte de los personajes tiene la complejidad psicológica del policía Torrente, Shylock resulta tan desconcertante como el monolito negro de 2001. La dimensión que cobró el personaje por encima de rol que Shakespeare le tenía reservado debe haber sellado el destino de Mercutio en la obra que escribiría después: Shakespeare no tuvo más remedio que matar a Mercutio al comienzo de Romeo y Julieta, antes de que su elocuencia arrebatase el protagonismo a los adolescentes del título. ¡Ya había aprendido la lección de El mercader de Venecia! Pero la tentación de creer que Shylock se fue de las manos del autor resulta desmentida, al menos en parte, por la estructura de la obra. El relato se pone en marcha con Bassanio tratando de seducir a Portia, para lo cual debe vencer en un juego galante que le permitirá obtener su mano. Portia presenta tres cofres a sus pretendientes: uno de oro, otro de plata y uno de plomo. Dentro de uno de esos cofres hay un retrato de la joven. Aquel que lo encuentre al primer intento, la ganará como esposa. A partir de allí El mercader de Venecia confirma que es un relato sobre lo engañoso de las superficies. Propone un divertimento sobre venecianos ricos, elegantes y algo aburridos que se enfrentan a un judío despreciable, pero esconde dentro de ese envase otro tipo de emociones. Al desconfiar de las superficies bruñidas del oro y de la plata, Bassanio obtiene lo que deseaba: la mano de Portia. Aquel espectador que no se deje engañar por la comedia de enredos y elija la superficie menos atractiva, esto es el despreciable Shylock, se verá igualmente recompensado. El verdadero tesoro está en el interior del cofre de plomo.

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La televisión y los diarios presentan a toda hora otra historia que me venden como drama cuando no lo es per se; tiene mucho de comedia, eso es innegable. El presidente Kirchner despidió al Ministro de Economía Roberto Lavagna, a quien se considera artífice (uno de ellos, cuanto menos) de la recuperación argentina. La prensa conservadora tomó partido de inmediato, entrando con gusto en el juego de los cofres. El ex ministro Lavagna es alto y elegante, tiene algo de noble veneciano: podría hacer de Antonio en cualquier versión de El mercader. Y Kirchner tiene mucho de Shylock, es feo y su comportamiento es obsesivo, persigue sus deseos con la voluntad irredenta del prestamista shakespiriano: I will have my bond! La trama del desplazamiento es compleja. Pero al menos en uno de sus aspectos, está tan alejada del tema del dinero como la mismísima obra shakespiriana. La apariencia de El mercader de Venecia remite de forma constante al dinero. Bassanio necesita dinero para cortejar a Portia. Antonio necesita dinero para prestarle a Bassanio. Shylock presta dinero a cambio de respeto. Cuando los acontecimientos se precipitan, parecen hacerlo igualmente impulsados por cuestiones de dinero: Antonio pierde sus naves y con ellas su inversión, Shylock pierde los ducados y el anillo que le roba su propia hija al fugarse con un gentil. El mercader y el Judío se quiebran porque han perdido dinero, pero la pérdida del dinero es símbolo de un dolor más profundo. Antonio ha perdido a su amado Bassanio en manos de Portia y ya no quiere vivir. Shylock ha perdido a su hija, pero en lugar de deprimirse como Antonio, simplemente enloquece. No con la locura desatada que después padecería Lear, sino con una locura fría, metódica. Antonio se convierte en la personificación de todo lo que odia: el antisemita, el hombre respetado por la sociedad que a él lo desprecia, el gentil que se robó a su hija. Por supuesto, siendo quien es, Shylock jamás deja de pensar en el dinero: su ambivalencia ante la fuga de su hija Jessica (lamenta su pérdida, y lamenta el dinero que se llevó, y lamenta su pérdida una vez más) es uno de los detalles del genio de su creador. Pero para estos dos hombres de negocios, el dinero no es la mayor de las consideraciones. El dinero es lo que saben producir y manejar, lo dado, lo seguro: uno y otro tienen capital suficiente como para tolerar las pérdidas. El problema está en aquello que el dinero no pudo comprarles. Todo el capital de Antonio no ha alcanzado para garantizarle el amor de Bassanio. Todo el capital de Shylock no ha alcanzado para garantizarle el amor de su hija. Estos hombres han construido su identidad en torno al dinero, y al descubrir las limitaciones de su riqueza material (cofres de oro y plata que no guardan nada valioso de verdad), se derrumban. Al final de la obra habrá un vencedor y un derrotado aparentes, pero en realidad serán dos los perdidosos. El reclamo inexpresado de Antonio y de Shylock es el mismo, pero tal como se ha dicho, resulta más elocuente en el caso del Judío. Shylock soportó la marginación y el desprecio durante años. Cuando el noble Antonio, que lo había pateado y escupido repetidas veces, llega a pedirle dinero, Shylock acepta prestárselo sin cobrarle intereses porque intuye la posibilidad de una transacción que le interesa más que la del dinero. Antonio le ha pedido a Shylock lo único que Shylock tiene, esto es ducados; el prestamista se sabe pobre en su riqueza. Y Shylock presta el dinero a cambio de algo que Antonio tiene y él no: respeto. Cuando Antonio no paga ninguna de sus dos deudas (ni la del dinero ni la del respeto), y cuando Jessica lo defrauda con las suyas (no paga el amor debido al padre ni a la tradición), Shylock se quiebra. En este contexto de apocalipsis íntimo, en que todos sus deseos más profundos se han visto burlados, el reclamo de Shylock de cobrarse la deuda con la libra de carne de Antonio no puede ser visto como locura, sino como expresión de una desesperada necesidad de reivindicación. Durante el Acto Cuarto, Shylock le explica al Duc de Venecia que aunque parezca extemporáneo, su reclamo no le es ajeno. ¿O acaso no tiene esclavos el Duc, y hace lo que le place con todas las libras de esa carne servil? Lo que Shylock está pidiendo es que le reconozcan su derecho a ser dueño de algo, aunque ese algo no sea más que un jirón de carne. Shylock sabe que la carne en sí misma no vale nada, que es un símbolo. (Como lo es el dinero la mayor parte de las veces.) Por eso pide con vehemencia que aunque suene absurdo, le reconozcan señoría sobre algo; que le dejen un mínimo margen de decisión, aunque más no sea sobre un trozo de carne. En suma, que lo reconozcan como sujeto con derechos. Cuando Kirchner, que llegó al poder con un magro caudal de votos, se desprende de un ministro exitoso, lo que está haciendo es reafirmar su poder. En ese acto dice: existo. Soy el Presidente. Reconózcanme como tal. Cuando Shylock dice esta libra es mía, cuando yo voy al banco y digo esa plata es mía (¡cuando el escritor lanza su libro y el director estrena su película!), lo que se dice es en realidad: existo. No me ignoren. Por favor, véanme. Reconózcanme. La melancolía de Antonio me es ajena. Pero a Shylock lo entiendo bien.

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Chesterton dijo que para ser tan listo como requiere el ganar mucho dinero, hay que ser lo suficientemente estúpido como para desearlo. Hay veces en las que me gustaría ser estúpido.

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30 de noviembre de 2005
Blogs de autor

Una misión por mis pecados

Acabo de poner punto final a mi cuarta novela. Tengo los ojos rojos y la mente en un alero. En algún momento asomará algo parecido a la satisfacción del deber cumplido, pero por el momento no existe otra cosa que desolación. Vengo de un sitio al que ya no volveré, le he dicho un adiós definitivo a gente a la que amé con locura durante mucho tiempo; en el futuro no les hablaré ni me hablarán. Ninguno de ellos me necesita ya, de aquí en más completarán sus vidas delante de otros ojos. Estoy solo. Alone. Seul. Allein. Para colmo Buenos Aires es Saigón esta noche: calurosa y húmeda, ofrece su cuerpo en las calles porque no le queda otra cosa que ofrecer. (El resto ya lo ha vendido en los ‘90.) Voy a echarme en la cama debajo del ventilador, a ver girar sus aspas. Mi alma está en pleno Apocalypse Now. El capitán Willard arrancaba su relato derrotado. Saigon. Shit, decía, y se tomaba todo el whisky mientras esperaba que le encomendasen una misión. Pronto lo lamentaría: Y por mis pecados me dieron una. Yo prefiero el mezcal o el aguardiente antioqueño. Menos mal que no hay espejos en mi habitación. Buenos Aires. Shit. ¿Y ahora qué? ............................................................................. ............... No existe actividad más solitaria que la del escritor. Estamos solos mientras trabajamos, porque no podemos conversar con nadie sobre ese mundo a medio cocer que existe tan sólo en nuestras cabezas. Y estamos solos cuando concluimos la faena, porque no podemos compartir la experiencia con los lectores; por lo general son furtivos y se ocultan, como vampiros. (¿Por qué será que la única gente que se exhibe con libros en la mano son los estudiantes o los que frecuentan a autores como, Ugh, Bucay?) Si uno tiene la suerte de ser Stephen King, consultará las posiciones del ránking de best-sellers y el volumen de e-mails recibidos. Pero si el libro no llega al mismo puesto que al anterior, o si los e-mails disminuyen, empezará a desconfiar de su propia existencia. Apuesto que hasta el pobre Stephen siente de tanto en tanto que no hay nadie del otro lado. ¡Debe creer que esas cifras son una invención de su agente, que las dibuja para que no se deprima! A veces pienso que Rushdie habrá sonreído en secreto mientras duró la fatwa, porque lo hacía sentirse menos solo. Ahora la fatwa acabó, pero el fauno Salman sigue sonriendo porque se ha conseguido una mujer guapísima. (Un amigo me lo puso en claro hace ya mucho: desconfíen del talento de los escritores con mujeres feas.) Uno de los motivos por los que también me dedico al cine es la compañía. En el cine uno está acompañado durante el proceso creativo (una vez superada la tentación del solipsismo, se comprende que crear con otros no sólo es posible, sino que depara satisfacciones insospechadas) y sigue acompañado una vez que la tarea terminó. Existen pocas cosas más satisfactorias que meterse en un cine y comprobar que la gente se ríe donde uno esperaba que riera y llora en la misma escena que lo hizo llorar a uno mientras escribía. Centenares de personas por sala. En varias funciones diarias. Durante todas las semanas que el éxito lo permita. ¿Cuántas veces ha soñado uno con espiar a su lector y percibir sus reacciones, cuántas veces hemos deseado poder oír sus pensamientos? Como novelista, la satisfacción más próxima a esta del cine ha sido oír el relato de dos personas, ¡dos!, que me confesaron haber leído Kamchatka en el transporte público y haberse reído en voz alta con las peripecias de Harry y el Enano. Algo es algo, el cuento me permitió imaginarme la escena. Subo al colectivo. Hay alguien que está leyendo mi libro. Sus labios se curvan en una sonrisa. Jesús, lo está disfrutando. Literatura. Shit. ................................................................................ .................... Uno emerge del parto de un libro boqueando y a los gritos: es el libro que lo ha parido a uno, y no al revés. En estas horas miro Buenos Aires como si me hubiese ausentado durante los dos últimos años. Mi cuerpo siguió aquí, pero el espíritu estaba muy lejos. Por cierto, la ciudad ha cambiado en este tiempo. Camino por la calle y la gente ya no me mira como si supusiese que estoy a punto de matarla. La actividad cultural sigue siendo frenética, pero esto no representa sorpresa alguna: incluso durante la crisis del 2001, la cartelera teatral era más amplia y variada que la de Broadway y el Off juntos. Ahora hay más milongas, las nuevas generaciones han descubierto que el tango es aquel sentimiento que se baila… hasta en las raves. Las escuelas de cine son un negocio floreciente, hay camiones con equipos de rodaje en todos los barrios. Los chicos consideran la opción con absoluta seriedad, antes de salir de la escuela secundaria: ¿quiero ser médico, economista o Wong Kar-Wai? Más allá de estos fenómenos, la Argentina padece todavía el sindrome del país-más-grande-que-la-vida: sus personajes reales siguen siendo más interesantes que su ficción. Este 2005 marcó el retorno a la senda maradoniana. Con la resurrección summa cum laude del Diego, la gente ha vuelto a rezarle a su tótem. Maradona es el fenómeno televisivo del año. Maradona es nuestro referente político, el primero que ni siquiera necesita hablarnos: le basta con enseñarnos sus tatuajes o con sentarse a la vera de Hugo Chávez en el Estadio Mundialista de Mar del Plata. Maradona es nuestro patrón de conducta moral: si él hizo lo que hizo y volvió, todo nos está permitido. Maradona es nuestro periodista estrella, entrevistando a Fidel, a Mike Tyson, a Sabina, a Chespirito… y hasta a sí mismo. (Juro que no miento, la pantalla de mi televisor mostraba a Diego-conductor interrogando a Diego-Diego.) Y para certificar que nuestro pensamiento no está siendo víctima de la insularidad argentina, ahí están los extranjeros que comparten nuestra devoción. En este momento hay un italiano que está filmando aquí una biografía no autorizada: es Marco Risi, hijo del célebre Dino. Y Kusturica está terminando su documental. Si el sublime Emir considera a Diego digno de protagonizar una película suya, ¿quién podrá decirnos que nuestra idolatría está descaminada? (Maradona se dio el lujo de intentar reconquistar en pantalla a su ex mujer. Si lo hubiese logrado habría acabado con todos los reality shows del mundo de un solo golpe. Imaginen la escena: el abrazo con Claudia, el llanto de las hijas, don Diego padre besando a doña Tota… No descarto que la hayan dejado pendiente, para arrasar con las mediciones durante la temporada 2006.) Un fenómeno similar ocurre con el Presidente de la Nación. Kirchner también ocupa la totalidad de la pantalla. Es quien es, con lo cual ya debería tener bastante, pero al mismo tiempo la prensa conservadora insiste en describirlo como su peor adversario, su propia oposición. (Kirchner-conductor versus Kirchner-Kirchner; parece el enfrentamiento entre Spy & Spy que recurría en las páginas de la revista Mad.) Pocos años atrás le reclamaban al Presidente De La Rúa que no fuese pusilánime. Ahora les parece que Kirchner tiene demasiada intensidad. Figuras carismáticas como Maradona y Kirchner ocupan la totalidad del espacio público. Son personajes que producen y controlan sus propios relatos, King-Kong suelto por las calles de Nueva York: demasiado grandes, demasiado idiosincráticos. Los artistas deberían estar agradecidos, al igual que la rubia que interpretaba Fay Wray en la película original y Naomi Watts en la versión nueva: porque es la existencia de esas criaturas la que hace posible el relato. Pero la mayor parte elige otro papel, el de neoyorquinos asustados que dan gritos y escapan para no ser arrollados por la bestia. Prefieren la supervivencia a la consagración. Ni Kirchner ni Maradona tienen la culpa de que la literatura argentina de hoy siga siendo tan digna de De La Rúa: tan blanda, tan inocua, tan genuflexa. ........................................................................... .................... Durante los viajes de estos años descubrí que existía mucha gente en similares condiciones en toda Hispanoamérica, desde México a Santiago de Chile, desde Medellín hasta Barcelona. Artistas que lamían las heridas recibidas en combate contra molinos de viento. Y un público que escaneaba los medios al derecho y al revés, sospechando que debía haber algo más por detrás de lo que mostraban. Tanta soledad junta debía configurar, aunque más no fuese por definición, una compañía. Desde entonces sueño con un espacio que alguna vez nos reuna a todos sin intermediarios. Y por mis pecados me dieron uno. Cierto día sonó el teléfono y Basilio Baltasar me contó de El Boomeran(g). Por fortuna esta misión tiene más de génesis que de apocalipsis. El río Saigón es digital. ¿Y ahora qué? A no ser que reniegue del mundo, la pregunta que un escritor se formula al lanzar botella al mar es siempre la misma: ¿están ahí? Nadie arroja un bumerán deseando perderlo. Es la misma pregunta que hoy me hago desde aquí, en la esperanza de que este espacio virtual se revele como un espacio real, más temprano que tarde. Mi cuerpo está a miles de kilómetros de distancia, respirando el aire mefítico del pantano bonaerense, pero algo me dice que nuestros espíritus están próximos; que ya hemos comenzado a conspirar. ¿Están ahí?

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28 de noviembre de 2005
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