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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Jingle bells

“Lamento referirme al tema de la Navidad,” escribió George Bernard Shaw. “Es un tema indecente; un tema cruel y glotón; un tema borracho y pendenciero; un tema dispendioso y desastroso; un tema malvado, mentiroso, sucio, blasfemo y desmoralizador”. Hecha esta salvedad, lo confieso: ¡amo la Navidad!

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Las Navidades valdrían la pena aunque más no fuese por dos razones. En primer lugar, porque sin ellas Dickens no habría escrito jamás A Christmas Carol, y por ende no habría concebido a Ebenezer Scrooge y a Tiny Tim. La segunda razón es más frívola y por ende perecedera, pero hoy la he tenido muy presente. De no ser por las Navidades el papa Benedicto XVI no habría desempolvado ese gorro rojo con el cual anduvo paseándose por el Vaticano en estos días. Al ver el sombrerete (que se llama camauro, según dicen) coronando ese rostro viejo, de ojeras que traslucen obsesión, pensé: ¡el Grinch usurpó el puesto de San Pedro! Me reí mucho, y se me ocurrió que un mundo en que el Papa juega a ser Juan XXIII y le sale Jim Carrey no debía estar del todo perdido.

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Aborrezco como la mayoría de la gente las complicaciones que derivan de la fecha: las interminables sesiones de compras, los amontonamientos en los shoppings y en los supermercados. Pero llegadas las doce del 24 me olvido de todo, porque adoro la alegría de los míos y muy especialmente la ilusión de los más pequeños, su relumbrante fe en la ficción navideña. Imagino que son las bondades de esta ficción las que la han vuelto tan perdurable; y que esta durabilidad explica, a su manera, por qué la ficción literaria no se enajenará en el futuro por más experimentos, blogs y new media que surjan. Mi colega Fogel se cuestionaba ayer por la suerte del texto narrativo, que corre riesgo de fragmentarse en un medio interactivo como la web. Es cierto que la falta de tiempo para concentrarse en un texto extenso favorece la fragmentación, y que la modalidad democrática de la red permite que todo el mundo colabore con sus propios fragmentos, creando algo parecido a una obra múltiple, o comunitaria: sin dueño, y por ende sin responsables. Pero a no ser que la psique del hombre se fragmente también, seguiremos necesitando ficciones unificadoras, relatos que comiencen, se desarrollen, planteen un sentido y terminen, porque esa es la forma en que necesitamos interpretar nuestras propias vidas: como un gran relato único, que admite digresiones infinitas y cambios de registro, pero que siempre regresa al gran río madre que es nuestra vida una. La Navidad funciona porque es una ficción unificadora: lo tiene todo, nacimiento y muerte, humildad y gloria, pastores y reyes. Los humanos, los animales y el universo entero, en la forma de la estrella que guiará el camino de los Magos, se combinan en una historia que hace perfecto sentido, lo compartamos o no. Me complace además que la celebración incluya hoy como un componente insoslayable la alegría de los niños. (Dickens tiene su parte de culpa en este aspecto: al menos en Navidad, todos los críos son Tiny Tim.) Creo que no debemos culpar a la Navidad por el hecho de que el mundo deje de preocuparse por los niños los otros 364 días del año. El argumento es tan endeble como aquellos que desprecian la fiesta por comercial. Suelo escucharlos en boca de gente que gasta dinero de forma desenfrenada y caprichosa durante el año entero y al acercarse diciembre se pone piadosa.

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Dicho sea de paso, ¿por qué será que la gran mayoría de los escritores contemporáneos le escapan a la efusión de los sentimientos? Parecen pensar que cuanto más cerebral, árida y fría sea su narración, más literaria será. Pobre gente. (Ya volveremos sobre el tema.)

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Mi hija más pequeña nació un 24 de diciembre. Esa noche la pasé en el hospital, viviendo de la caridad del cuerpo médico, que se apiadó de mí y me convidó sidra caliente y sandwiches de miga. De regreso en la habitación, que como el hospital todo estaba en silencio, me asombraron los ruidos que se colaban a través de ventanas y paredes: era el sonido de una ciudad entera entregada a la celebración. Que era una celebración distinta de la mía… y a la vez era la misma. Esa Navidad no conté con la proximidad de un arbolito ni participé de fiesta alguna, pero tuve el mejor de los regalos. Como todas las buenas historias lo certifican, la llegada de un hijo nos cambia la vida. Así que si alguien tiene la intención de insistir con eso de que nada ni nadie cambia en Navidad, más vale que lo piense dos veces: yo soy la prueba viviente de que están equivocados.

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22 de diciembre de 2005
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Sangre caliente

Se supone que como escritor, uno tiene derecho a poner a sus personajes en cualquier situación que se le ocurra, sin importar cuán indigna. (Aunque a veces hay excepciones, como podría dar fe Arthur Conan Doyle, que debió resucitar a Sherlock Holmes para no ser linchado a manos de su público.) Hay escritores que tratan a sus criaturas como moscas y que no parecen temblar al someterlas a tormento; escriben a sangre fría. En mi experiencia particular, suelo sufrir al escribir esos trances tanto como, imagino, sufren mis pobres personajes al vivirlos. En cualquiera de los casos, tenemos licencia para hacer esto del mismo modo en que Bond la tiene para matar: es parte del proceso creativo, y de la necesidad de generar drama ficticio para ponernos en condiciones de asimilar el drama real que la existencia nos presenta a diario. Roncagliolo se manifestaba ayer obsesionado por el tema, en especial desde que vio la película Capote. Durante la gestación de A sangre fría Truman Capote manipuló a gente real como si fuesen criaturas de ficción. Más allá del resultado literario, la actitud fue y es repugnante. Cuán distinta de la actuación de Rodolfo Walsh, que además se adelantó varios años a la edición de A sangre fría con la creación de la novela de no ficción Operación masacre (1957). Lejos de manipular personas para acomodarlas a la conveniencia de su creación literaria, Walsh expuso su vida para que una historia silenciada por conveniencia política llegase al gran público. Tanto Capote como Walsh crearon textos admirables; pero sólo uno de ellos es además admirable como persona.

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De allí en más, a Capote ya no le fue tan bien cuando trató de seguir manipulando a gente real; no le quedó más remedio que manipularse a sí mismo, convertiéndose en personaje. Walsh, por su parte, siguió arriesgándose. Hasta que lo mataron. Murió asesinado el 25 de marzo de 1977, un año y un día después del golpe que marcó el inicio de la dictadura, cuando trataba de repartir ejemplares de su Carta Abierta a la Junta Militar. No recuerdo cuándo leí ese texto por primera vez, presumo que no antes de 1983 ó 1984, cuando la dictadura agonizaba o ya había muerto, aunque más no fuese formalmente. Lo que sí recuerdo es el escalofrío que me produjo y mi otra reacción, la de preguntarme: ¿cómo sabía este tipo todas esas cosas en 1977, cuando la mayor parte de los argentinos recién empezaba a descubrirlas al promediar los años 80? Es simple. Las sabía porque quería saberlas. Porque tenía los ojos abiertos. Los buenos escritores, como Capote, tienen los ojos abiertos: nunca se les escapa un detalle de los que conviene a su narración. Los grandes escritores, como Walsh, tienen los ojos abiertos para verlo todo. Hasta lo que no les gusta, hasta lo que no les conviene.

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Hay una verdad fáctica, reproducible hasta el infinito, que es el objeto del periodismo, o del género literario de la no ficción. Pero existe además una verdad propia de la ficción. Aunque parezca inasible, no es nada difícil de identificar. Bastan las primeras páginas de cualquier novela para percibir si el escritor está escribiendo desde un lugar de su alma desnudo y vulnerable, si escribe así porque no concibe mejor forma de conocerse a sí mismo y de conocer el mundo que ésta, la que le proporciona el extraño mecanismo de la ficción; o si tan sólo está escribiendo así para imitar a alguien, para plegarse a la temática du jour, para consagrarse en algún cenáculo o simplemente porque escribir es la mejor excusa que encontró para no vivir una vida plena. Daría cualquier cosa por escribir la biografía de Walsh. La vida de Capote, por cierto, me tiene sin cuidado.

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21 de diciembre de 2005
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Este libro te salvará la vida

No recuerdo cuándo fue que comprendí que existía una separación entre la literatura “seria” y la que simplemente producía placer. Imagino que de niño no percibiría más diferencia que la que me marcaban entre los libros que me estaban permitidos y los libros de los adultos. (Mi padre escondió una vez una novela picante de Irving Wallace, pero se olvidó de esconder El amante de Lady Chatterley; a esa altura ya había comprendido que las novelas de los grandes apuntaban a otro tipo de placer.) Lo cierto es que durante largos años pensé que, más allá de las obligaciones escolares, no existía otra razón para agarrar un libro que no fuese la de visitar otro mundo para divertirse como loco. Quizás mi abuelo haya tenido algo de culpa en la pérdida de mi inocencia. Debía yo tener 10 años cuando le pedí una revista de Batman y me preguntó muy seriamente “cuándo iba a dejar de leer esas cosas”. Pero pronto entendí que la prédica de mi abuelo carecía por completo de autoridad. El gordo se leía todas las novelitas del Oeste de Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía, tenía la obra entera de Dumas fils publicada por la mexicana Tor y también unas ediciones de los libros de Ian Fleming que incluían fotos de las películas de James Bond. ¡Era el menos indicado para recomendar lecturas serias!

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Recordé todas estas cosas cuando leí la lista que Stephen King confeccionó con los libros que, a su juicio, eran los mejores de este año. Más allá de la lista en sí, que incluye cosas discutibles (como el último Harry Potter), algunas elegantes (como Saturday de Ian McEwan, la última de Cormac McCarthy y la novela aún inédita de A.M. Homes, cuyo título es impagable: Este libro te salvará la vida) y muchos policiales (George Pelecanos, Michael Connelly, Elmore Leonard), lo que me impresionó fue que los libros favoritos de King no fuesen los que le iluminaron el alma, ni los que lo apabullaron con su estilo y con su erudición, ni los que convenía mencionar para quedar como un erudito, sino los que le habían producido más placer, y punto. “Las novelas,” se explica King en el artículo de Entertainment Weekly, “siguen siendo la mejor opción para el entretenimiento. Hasta un libro de tapas duras es más barato que dos entradas de cine, y más aun cuando le sumás el precio de la nafta, el estacionamiento y el pago de la babysitter… Además los efectos especiales son siempre perfectos (porque se los inventa uno)… y aunque leo aproximadamente 80 libros al año, no me he cruzado con las gemelas Olsen ni una sola vez”.

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No voy a discutir el derecho de los autores a escribir obras que pretendan algo más que entretener. Pero me reservo, como lector, el derecho a exigir que los libros me entretengan de manera insoslayable: si no cumplen con ese ABC, si no respetan ese imperativo categórico, no dudo en cerrarlos y en olvidarlos. Por supuesto, mi noción del placer ha variado con los años (hoy siento placer leyendo a Shakespeare, cuando hace años hubiese sido algo impensable), pero sigo exigiéndole al autor, ya se trate de Homero o de Stephen King, que me convenza de las bondades de emprender el viaje –y eso significa, sí o sí, que me entretenga. Quedó atrás la época en que sufría al leer un libro por deber intelectual, o porque estaba de moda. Nunca sentí la tentación de leer a Proust. Nunca terminé The Virgin Suicides, y tampoco Middlesex. Leí a Kundera a fines de los 90, cuando ya había dejado de ser cool, porque una amiga insistió y porque La insoportable levedad del ser me partió la cabeza desde la primera página. Creo que no hay que separar la lectura del placer, habida cuenta de que existen tantas interpretaciones del placer como personas, porque la marca que un libro deja en nuestras vidas es directamente proporcional a ese disfrute. Y estoy convencido de que un libro puede salvar la vida, porque la mía fue así salvada muchas veces. Siempre que leo un listado de novedades, o cuando atiendo a un artículo como el de Stephen King, lo hago en busca del libro que me la salvará la próxima vez.

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20 de diciembre de 2005
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Contra los cultores de la nada elegante (II)

Según el testimonio de un sobreviviente del campo de concentración de la ESMA, el oficial Ernesto Weber confesó su crimen: “Lo cagamos a tiros y no se caía, el hijo de puta”. El hijo de puta en cuestión, aquel árbol que se resistía a caer a pesar de los hachazos, era el escritor Rodolfo Walsh. Ese día de marzo de 1977 se enfrentó solo a un grupo de comandos, que lo emboscaron en la tan porteña esquina de San Juan y Entre Ríos, armado con una pistola de pequeño calibre. Y resistió los balazos hasta ganarse la admiración de sus enemigos, que Weber expresó con renuencia delante de los torturados. Pensaba en Walsh porque acaba de dictarse procesamiento contra diez de sus presuntos asesinos, entre los que se cuentan figuras tristemente célebres como Jorge Tigre Acosta y Alfredo Astiz. El juez Sergio Torres no sólo los acusó por el asesinato, sino también por haberse apropiado de bienes del escritor, entre los que figuraban varios textos literarios. Y este dato, el de los asesinos que se aseguraron de llevarse los relatos de Walsh, me hizo pensar otra vez en tantos escritores inanes de hoy, los cultores de la nada elegante de los que hablaba en el blog anterior. Estoy seguro de que los asesinos y secuestradores no estaban en condiciones de valorar una pieza literaria, pero sí entendían que algo en apariencia tan nimio como un cuento podía hacerles, aunque más no fuese a la larga, un daño enorme. El hecho de que una reciente encuesta haya consagrado al cuento de Walsh Esa mujer como el mejor de la literatura argentina (por encima de Borges, nada menos), sugiere que la intuición de los victimarios no estaba descaminada.

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Si la violencia uniformada arrasase otra vez la Argentina, ¿se preocuparían los asesinos por destruir los textos de algún narrador contemporáneo? Buena parte de los escritores de hoy parecen haber asumido que el libro es un artículo suntuario, y en consecuencia frivolizaron sus ficciones para hacerlas más semejantes a un bien de consumo: escriben para un público al que le sobra un poco de dinero para dedicar a la cultura, pero que se siente demasiado viejo para comprarse un iPod o invertir en un piercing. Llenan páginas con divertimentos, ejercicios de estilo que nunca deberían haber cruzado los umbrales del taller literario, o en su defecto producen textos áridos con los que pretenden convencernos de que hablan de temas importantes cuando, seamos honestos, están a años luz de cualquier cuestión medianamente trascendente para nuestras vidas. No me sorprende el dato que Héctor Feliciano comentaba en su blog de ayer, sobre la caída de las ventas de los libros de ficción en los Estados Unidos a partir del 11 de septiembre. Algo similar pasó en la Argentina de las últimas décadas, un fenómeno que se acentúa cada vez que la crisis transforma el calor en combustión. La gente busca verdad en los libros. Y los libros ofrecen dos tipos de verdad: la que se desprende de la información y del análisis, y la que se deriva del hecho artístico. La primera verdad suele ser constante y confiable, y se la requiere más cuando la realidad apremia. La segunda verdad es variable y esquiva, y suele funcionar mejor en aguas más calmas, cuando existe un margen para la reflexión y la contemplación. Pero aquel que atribuya la caída en la valoración de la ficción tan sólo a la espectacularidad de lo real, se estará mintiendo a sí mismo. Los escritores tienen la mayor parte de la responsabilidad en este fracaso. La gente los lee menos porque no están aportando su cuota de verdad artística. Los escritores no interpretan las necesidades profundas de los lectores, básicamente porque han dejado de interpretar las suyas propias. Durante siglos los escritores importantes fueron aquellos que estaban deseosos de transformarse a sí mismos y que encontraban en la literatura el mejor medio posible para concretar esa transformación. Ahora los escritores no buscan verdad alguna, ni siquiera íntima; ni buscan transformar nada, ni dentro ni afuera suyo. Se contentan con ocupar un pequeño nicho de la sociedad que les permite una módica figuración a cambio de arriesgar nada y de no conmover a nadie. Son plumas flojas, flojas en calidad, flojas en sustancia, que expresan almas flojas.

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Necesitamos escritores que no se caigan ni aunque los caguen a balazos.

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16 de diciembre de 2005
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Contra los cultores de la nada elegante

En su comentario al blog de ayer, que hablaba del manual para sobrevivir al divorcio de la inglesita de diez años Libby Rees, Andrea M sugería algo brillante: escribir otro manual que se llame Cómo sobrevivir a los hijos cuando uno se divorcia. Me pareció una gran idea, dado que, como la misma Andrea M argumenta, no hay nada más difícil que tolerar la mirada de Bambi de los críos cuando los hemos hecho sufrir con nuestras decisiones. Una de las cosas que más me sorprendió de mi propio divorcio fue la dimensión de la devastación emocional. Había imaginado que el desamor y el resentimiento causarían estragos, pero nada comparable a lo que viví en realidad. Creo que cuando existen hijos el divorcio se parece mucho a una bomba atómica: mata cuando estalla, pero también mata después, y durante años, a consecuencia de la radiación. Recuerdo el momento en que dejé a mi hija más pequeña en la escuela, el día siguiente a la mudanza de mi propia casa. Me despedí como siempre, me fui a tomar el tren y me puse a llorar como un chico en la punta del andén. Así que ya saben: si alguna vez se encuentran a un hombre o una mujer llorando en el extremo de la estación, trátenlos con cariño, porque son ciudadanos de Hiroshima.

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Hablando de divorcios, y de hijos, y de sufrimientos mensurables en años, me pregunté por qué nunca había leído acerca de un sufrimiento parecido en ninguna novela. (Me imagino que deben existir unas cuantas novelas que describan con maestría la zozobra de un divorcio, pero en todo caso no las conozco, o por lo menos no vienen a mi mente de buenas a primeras: acepto recomendaciones.) Y acto seguido volví a pensar en algo que nunca deja de sorprenderme. ¿Por qué existen tantos escritores que escriben de cualquier cosa, menos de la vida? Los suplementos culturales suelen endiosar a gente dedicada a la contemplación de los rizos que crecen dentro de los rizos, cuyo único talento discernible es el de consagrar un enorme esfuerzo a describir nimiedades con detalle, o el de fingir que hacen literatura porque trabajan con los despojos de los grandes, o el de consagrar pavadas con argumentos rimbombantes, eso sí, siempre llenos de citas y guiños arcanos. A veces leo algunos párrafos de sus textos y juego a adivinar cuándo fue la última vez que hicieron el amor. (Nunca bajan de los diez meses, aunque algunos parecen no practicarlo desde hace años, al menos con alguien más allá de sus propias personas.) También me pregunto cuándo habrá sido la última vez que se arriesgaron a pisar la calle para visitar un barrio distinto del propio, o para enfrentarse a un adversario más corpóreo que el de las entidades fantasmales contra las que está de moda protestar. O si alguna vez se habrán perdido en una ciudad ajena, desprendiéndose voluntariamente de la muleta de los mapas.

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Estos escritores no tendrían eco alguno si no contasen con amigos manejando suplementos culturales, y además con un público que experimenta similar aversión por la vida. A veces leo el correo de los medios dedicados a la cultura y encuentro comentarios de lectores que, para avalar una idea que pretenden propia, citan la carta que el escritor Hans Sirup le envió a Elsa Dumbkopf en 1935, y que ésta a su vez publicó en el diario Der Unwiederbringlich Dumm en 1938, y me digo: “Hermano, conseguite una vida”. Get a life, como se suele decir en inglés. Porque está claro que necesitan una vida, e imperiosamente.

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Un señor de quien no sé nada (y por lo cual no mento su nombre, dado que si lo hiciese sugeriría un conocimiento que no tengo) dijo alguna vez que una de las razones por las que la raza humana tiene una opinión tan mala de sí misma es porque obtiene buena parte de su sabiduría de los escritores. Si todos fuesen Shakespeare, todavía. Pero por cada William hay un millón de cultores de una nada elegante.

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15 de diciembre de 2005
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Cómo sobrevivir a los manuales de supervivencia

Según el diario The Guardian, una niña de 10 años está a punto de publicar una guía sobre cómo sobrevivir al divorcio de los padres. Su nombre es Libby Rees, y viene recolectando información para su libro desde 2002, fecha en que sus progenitores decidieron separarse. El cable de ANSA que refrita el artículo de The Guardian no dice demasiado sobre los consejos en sí, más allá de vaguedades como “no entristecerse”, “disfrutar de tu película o libro favoritos” y “repetirse cinco veces por la mañana frente al espejo: ¡eres el mejor!” Este anticipo no es promisorio: suena idéntico a la mayoría de los libros de autoayuda para adultos. Pero si fuese verdad que Libby decidió hacerse cargo de su propia supervivencia, la historia resultaría enternecedora; casi tanto como que haya pensado que su experiencia podía servirle a millones que atravesaban el mismo desierto, o lo atravesarían en el futuro. Si el libro de Libby es medianamente bueno, debería integrarse a la bibliografía escolar en el mundo entero. Siempre pensé que la educación formal abusaba de los contenidos científicos en detrimento de una enseñanza más profunda o vitalista. Llevamos siglos siendo atosigados por conocimientos de mayor o menor valor, sin que nadie nos enseñe nunca cómo lidiar con nuestra propia tristeza, o con nuestros impulsos violentos, o con nuestro deseo sexual. Alguno dirá que esa clase de educación debería ser impartida por los padres, pero a todos nos consta que los padres estamos muy ocupados juntando información para un libro que se llamará Cómo sobrevivir en el mundo de hoy.

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La educación que contribuyó a la formación de nuestros líderes mundiales y al fenómeno de los libros de autoayuda no puede ser otra cosa que un fracaso.

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Pensé: qué bueno sería abrir una escuela que enseñase a vivir bien. Y entonces recordé el chiste de Mafalda. Uno de los personajes, no recuerdo cuál, tenía la brillante idea de abrir una escuela para presidentes. A lo que Mafalda (creo que era ella, debe serlo) respondía: “¿Y quiénes serían los maestros?”

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Siempre me divirtió aquella broma de Jules Feiffer: “Crecí para tener los rasgos de mi padre, la forma de hablar de mi padre, la postura de mi padre, la forma de caminar de mi padre, las opiniones de mi padre… y el desprecio de mi madre hacia mi padre”.

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Cuando le pedí a una de mis hijas que emulase a Libby y formulase un consejo para sobrevivir al divorcio de los padres, soltó una carcajada. Ese solo consejo convierte al libro de Libby en algo innecesario.

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14 de diciembre de 2005
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Viviendo en KingKonglandia

A veces creo que la maquinaria promocional ha reducido al mundo entero al espacio comprendido entre cuatro esquinas. La sensación me asaltó por primera vez hace ya algún tiempo, cuando en el lapso de unos pocos días salté de Buenos Aires a Madrid y a Bogotá. Las tres ciudades estaban empapeladas de ceca a meca con las imágenes de Matrix 3: en carteleras y en muros, en afiches y en gigantografías, en los televisores encendidos de los metros y también en los videowalls armados en las vidrieras de los negocios. Aun cuando había viajado en aviones y atravesado aduanas, tenía la impresión de no haberme movido nunca del sitio original. Las ciudades habían perdido parte de su identidad para transformarse en el escenario de Matrix. Ya no eran ciudades, sino tan sólo pantallas. Hoy la excusa es King Kong, la remake del clásico de Schoedsack y Cooper que marca el retorno al cine de Peter Jackson después del éxito de El señor de los anillos. Esta vez no tengo a la vista más muros que los de Buenos Aires, pero estoy seguro de que el gorila también frunce su ceño hirsuto en Madrid y en Bogotá, en New York y en el DF, en Barcelona y en París, ya que su estreno mundial está previsto en simultáneo entre el 14 y el 15 de este mes. Más allá de los valores del film, lo que me perturba del blitz promocional es la efectividad con que la maquinaria propala su música ensordecedora en todas partes y en simultáneo. Desearía tener la libertad de no ver el rostro del gorila por doquier, la libertad de no oír la música del film a toda hora, la libertad de no enfrentarme en cada canal de TV con el trailer que me obliga a tragarme sus imágenes. Sueño con una isla remota, o cuanto menos con una ciudad que no sea espejo de todas las otras. Está claro que necesito vacaciones.

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La maquinaria existe desde hace mucho, pero distaba de ser así de efectiva. Recuerdo mis sufrimientos de cinéfilo adolescente, al preguntarme cuándo se estrenaría la película equis que mis equivalentes europeos y estadounidenses ya habían visto y celebrado meses atrás; también consideraba, por supuesto, la terrible posibilidad de que nunca se estrenase en Buenos Aires. (Como nunca se estrenó La última tentación de Cristo, por ejemplo: en esa oportunidad me subí a un barco y me fui a verla a Montevideo.) El cinéfilo adulto que hoy soy celebra ver tantos films-evento en simultáneo con las grandes capitales, pero extraña la sensación de estar en otra ciudad y sentirse en verdad en otra parte. Creo que no tengo esta sensación de estar realmente en otra parte desde que estuve en Palestina. Allí no había imágenes de Matrix ni de Harry Potter ni de King Kong, no sólo porque los palestinos casi no están en condiciones de ir al cine, sino porque en su patria casi no hay muros. En Palestina hay, ante todo, piedras.

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Si Orson Welles viviese y tuviese otra vez veinte años, no se contentaría con dramatizar La guerra de los mundos en la radio, sino que soñaría con utilizar esta industria propagandística para crear una realidad nueva. Cualquier mentira propalada a través de tantas bocas produciría de inmediato un efecto de verdad, dado que todo el mundo sería sometido a la misma información en el mismo momento. ¿O no ha dejado el mundo de ser mundo en estos días, para convertirse más bien en KingKonglandia?

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Propongo que cada uno de nosotros haga algo que convierta a nuestro lugar en otro lugar, aunque más no sea durante algunos minutos. Rezar en voz alta la oración de una religión nueva. Velar un muro, para evitar que sea utilizado como pantalla. Vivir como un ciego durante un día entero, para registrarlo todo con los demás sentidos. Inventar palabras para realidades que aun no han sido definidas por el lenguaje, como el cansancio que sienten los ojos ante la saturación de imágenes. Ustedes son libres. Imaginen.

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Sinclair Lewis escribió alguna vez que la publicidad era un factor económico valioso porque representaba la forma más barata de vender mercancías, particularmente cuando las mercancías carecen de valor alguno. Pero hace ya mucho que la publicidad ha dejado de vender mercancías, para vender en cambio un estilo de vida. Pregúntenle a los chinos y a los musulmanes. Ellos son el nuevo target, el mercado a inundar con bienes prescindibles y sensaciones predigeridas. En inglés también se le dice target al blanco al que se apunta con un arma.

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13 de diciembre de 2005
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Bajofondo

¿Qué es lo que determina que un sonido se vuelva tan característico de un lugar como el caracol de la huella de los dedos respecto de una persona? No tengo forma de saberlo, pero sí sé que ocurra donde ocurra, el tango sigue sonando a Buenos Aires. Esto era indiscutible hace casi un siglo, en el tiempo en que su métrica quebrada animaba las veladas en los prostíbulos, pero también lo es hoy, cuando arrastrándose sobre un loop pregrabado es capaz de hacer bailar a chicos y a viejos por igual en una improvisada disco al aire libre. Yo fui parte del fenómeno anoche, bajo una luna que estaba casi llena a excepción de una franja que parecía haber sido tajeada y perdida en pelea callejera; uno más entre los miles de personas que acudieron a la convocatoria de Bajofondo Tango Club, un experimento musical liderado por el inquieto Gustavo Santaolalla. En los últimos tiempos, esta música propia del Río de la Plata ha protagonizado una resurrección anunciada. Existen al menos un centenar de clubes y academias donde jóvenes aprenden hoy a bailar las intrincadas coreografías del tango y de la milonga, aceptando el consejo de decanos en el arte del corte y la quebrada. El espectáculo de las chicas tatuadas trenzadas en abrazo con señores de zapatos charolados es uno recurrente en las noches de Buenos Aires. En el terreno de lo puramente musical el fenómeno fue impulsado por el éxito de Bajofondo, una iniciativa de Juan Campodónico y Gustavo Santaolalla (músico talentosísimo y sagaz productor, ganador del Grammy y responsable de éxitos de Café Tacuba y Juanes, entre tantos otros), que se animaron a cruzar los sonidos clásicos con bases rítmicas bailables y pulsos electrónicos. Bajofondo Tango Club suena hoy en los títulos de los noticiarios y en las películas de Hollywood. Su triunfo hizo posible que un público masivo prestase atención a la nueva movida del tango, donde se destacan tanto artistas como La Chilinga y Cristóbal Repetto, que apuestan a apropiarse de las viejas sonoridades, como aquellos que no temen releerlas desde el hip hop y la electrónica; el caso de Gotan Project, por ejemplo. Ayer fue el Día del Tango y Bajofondo lo cerró con una velada memorable. A pocos metros del Río de la Plata, en el Anfiteatro Puerto Madero, Santaolalla y su troupe demostraron que el tango goza de buena salud porque sigue teniendo lo que hay que tener: lirismo, energía y una capacidad intocada para expresar nuestra circunstancia. Esto que era cierto hace tanto, en la época de las primeras formaciones y de los primeros cantores, todavía lo es hoy. Hubo algo de presciente en el tango: porque contó su tiempo cada vez que le dieron pista, desde Gardel hasta Piazzolla, y le sobró resto para contar el presente. No encuentro música que resuma mejor los últimos treinta años. Muchas de las piezas de Bajofondo me describen en tres minutos la intensidad de lo vivido de los 70 hasta el 2000: la lucha sangrienta, las enormes derrotas y las victorias pírricas que animan a seguir andando. Por ejemplo Mi corazón, en que Campodónico se apropia de la voz de Roberto Goyeneche para hacerle repetir versos de La última curda: “Mi corazón te lleva hasta el hondo bajofondo”. La frase describe el credo del tango entero, pero Capodónico se atreve a despojarla aun más para quedarse tan sólo con Goyeneche diciendo mi corazón, mi corazón, mi corazón, un poema tan conciso pero expresivo como aquel yo, nosotros que Mohammad Alí se animó a recitar en presencia de un público universitario. Mi corazón, pronunciado por la vieja voz aguardentosa del Polaco, dice todo lo que hay que decir. Tanta vida, tanta pasión, carajo. Tanta sangre. Tanta muerte.

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Siempre supuse que la sonoridad del bandoneón, un instrumento originario de Europa Central, tenía mucho que ver con la tristeza esencial al tango. Hay algo en sus acordes asmáticos que expresa distancia, el desgarramiento de una separación que es física antes de ser amorosa. Expresa lo que sentían los inmigrantes que habían arrastrado consigo aquellos instrumentos durante su travesía atlántica: la tristeza insondable de quien ha perdido el barco de regreso. Una pena compacta y rotunda pero a la vez capaz de estirarse, interminable como el fuelle, hasta donde los brazos den, hasta donde resista el alma. Qué instrumento más entrañable. El bandoneón es un órgano portátil, poco más que un instrumento de bolsillo. (Aquel que bautizó órgano al instrumento lo hizo a sabiendas de que su sonido le resultaba imprescindible, y por eso le puso un nombre que lo definía vital.) Pero tiene la sabiduría de imponerle a su intérprete el precio de su magia: sólo suena cuando uno se lo carga encima.

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Bajofondo se hace fuerte en otra de las características del tango: el ritmo. Le debo aunque más no sea la alegría de transformarme momentáneamente en un bailarín de tango, a mí, que soy incapaz de danzar la danza más simple. Por supuesto, no soy el único agradecido: existe una generación entera que ahora entiende de qué le habla el tango por el sencillo hecho de que puede registrarlo con el cuerpo y bailarlo en una disco. Alguien dijo alguna vez que el tango era un sentimiento que se baila. Me permito afinar la definición para decir que en todo caso es una tristeza que se baila, una música que permite asumir el dolor y lo transforma en su perfecto opuesto, en la alegría y la energía y la pasión y la sensualidad del baile. En este sentido, el tango es una perfecta síntesis de la experiencia vital. Una canción exquisita que sólo puede ser cantada con los labios partidos.

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Mi corazón. Mi corazón. Mi corazón.

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12 de diciembre de 2005
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Génesis

Me gustaría recordar cómo empezó todo. Debe haber existido un inicio: algo que ocurrió en una hora precisa de aquel día equis, el momento puntual en que la mente del niño que uno era por entonces relacionó los prolijos garabatos dispuestos sobre la página con la historia que su madre o su padre le estaban refiriendo en voz alta. Me gustaría, insisto, recordar el instante en que reconocimos la magia de las letras, el código en que estaban cifrados los cuentos que tanto nos gustaban. Debemos haber comprendido que quien dominase ese código dominaría las historias; y por eso nos abalanzamos sobre las letras, A, B, C, Ana ama, Beto barre, Cora come, y aprendimos a leer más rápido que el resto y –¡a diferencia de la mayor parte de nuestros amigos!- a disfrutar de los regalos que venían en paquetes con forma de libro. El amor original fue el amor por las historias; al menos eso está claro. Nos contaron historias a todos y todos flipamos, no hay niño pequeño que se resista al ejercicio de la narración oral. Pero aunque todos crecimos adictos a las historias, somos pocos los que trasladamos la fascinación por lo oído y también por lo visto (al comienzo nos ayudan las ilustraciones, luego es todo TV) al dominio de lo escrito. Algunos de nosotros empezamos a amar las letras porque las historias estaban contadas con letras que conformaban palabras que se articulaban en frases. Debemos haber creído que el que dominaba las letras era capaz de dominar las historias, de contarlas también. (Algo que tan sólo hacían nuestros mayores, los grandes escritores son siempre viejos, o por lo menos lo es la imagen de ellos que uno ha fijado en su cabeza.) Y de soñar con dominar las historias a esperar dominar la vida hay tan sólo un paso. Por fortuna a esa edad uno no ha oído aún de las aporías, ni del infinito espacio que existe entre los puntos A y B. (Ana ama, Beto barre.)

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Escribir es una compulsión. Y todas las compulsiones tienen algo de enfermo. Siempre me gustó el cuento de Cortázar en que el protagonista empieza a vomitar conejitos. No sabe por qué le ocurre, ni puede parar. Vomita criaturitas primorosas pero incómodas, los conejitos mastican los muebles y cagan por doquier y reclaman comida, son lindos pero uno no sabe bien para qué sirven. Todos los escritores vomitamos conejitos.

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Pocos párrafos más frecuentemente citados que el inicial de David Copperfield, donde se supedita el sentido de la historia (determinar si David es o no el héroe de su propia vida, lo cual equivale a determinar si se ha adueñado de su historia al narrarla), a la lectura del libro completo. Pero en realidad las primeras palabras de la novela no son esas, sino las que constituyen el título del primer capítulo: Yo nazco. Puesto así, en tiempo presente, de tal forma que David, y también el lector, vuelvan a nacer cada vez que se lee la frase. La mayor parte de la gente nace una vez, pero los escritores nacemos dos veces. Una cuando salimos del vientre de nuestra madre, y la otra cuando descubrimos que estamos en condiciones de leer Yo nazco.

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Bob Dylan escribió alguna vez: aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo.

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9 de diciembre de 2005
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Algo en que creer

¿Necesitamos héroes? Porque el mundo real está lleno de supervillanos, aunque hayan aprendido a camuflarse con los vestuarios del empresario, del estadista y del líder religioso. (Esa fue una de las grandes intuiciones de Ian Fleming, cuyas novelas de James Bond no estaban nada mal: en el mundo contemporáneo, los mejores villanos son siempre hombres de negocios que navegan los ríos de la política y las aguas del crimen tan sólo para aumentar sus ganancias: el Dr. No, Le Chiffre, Goldfinger.) Está claro que nos vendría bien un poco de ayuda en esta batalla desigual. Pero en ese caso, ¿dónde están los héroes? En el cine de hoy, el heroísmo tiende a ser interpretado por personajes de historieta (Batman, un Superman que regresa, los X-Men, Spiderman & Co.) que enfrentan a villanos tan coloridos como ellos para que todo siga igual. Son, en esencia, criaturas anacrónicas, concebidas durante un tiempo en que todavía se creía en la bondad del sistema imperante. (Nótese que los personajes mencionados han sido creados en los Estados Unidos, entre las décadas del ‘30 y del ’60: ninguno después.) Por eso trabajan para perpetuar ese sistema, en vez de derribarlo para crear otro más justo; son conservadores en esencia. Pero por supuesto, hay excepciones como The Constant Gardener, la novela de John Le Carré y también la película de Fernando Meirelles. Allí hay un héroe realista: involuntario, porque no elige serlo sino que se ve virtualmente obligado por las circunstancias; torpe y solitario, en su lucha contra un poder que lo supera con creces; y que cambia nada, o poco, a un precio demasiado alto: ¡pero al menos trata! Por supuesto, cuando uno va a ver las películas de superhéroes sale exaltado. (O al menos esa es la intención de sus productores; por lo general uno sale deprimido por lo malas que son.) Y cuando va a ver The Constant Gardener sale al borde del suicidio; no es lo que se dice el mejor programa para un sábado por la noche. La pregunta es: ¿podemos crear héroes que se enfrenten al Mal que hoy conocemos, en el contexto de relatos que nos exalten en lugar de deprimirnos? En su momento, Matrix demostró que era posible. La tragedia fue que las películas 2 y 3 ya no fueron dirigidas por los hermanos Wachowski, sino por la mismísima Matrix, que destruyó la revolución desde adentro.

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¿Por qué las ficciones hispanoamericanas son tan poco afectas a la creación de héroes? No será porque no los necesitemos. Imagino que debe tener algo que ver con nuestra desconfianza respecto de las instituciones. Los angloparlantes depositan en ellas buena parte de su religiosidad, necesitan creer en su sistema, comulgan con él; en este sentido los superhéroes son santos laicos, embajadores del Bien Supremo. Pero los hispanoparlantes sabemos que las instituciones no han hecho gran cosa por nosotros, más allá de instrumentar la explotación y la represión: ¿por qué aplaudiríamos a alguien que defendiese un sistema que aunque se disfrace de oveja, nos enseña dientes de lobo a la primera de cambio? Lo más frecuente es que nuestros héroes sean pícaros, gente que vive al margen del sistema o que lucra con sus sobras, y que en ocasiones aprovecha la oportunidad de humillar a algún poderoso. Son más bien antihéroes, o a lo sumo héroes trágicos como el protagonista de El Eternauta, la ya clásica historieta de Héctor G. Oesterheld y Solano López: alguien que se ve impulsado a acciones heroicas tan sólo porque quiere recuperar a su mujer y a su nena. El héroe del mundo hispanoparlante es siempre remiso: hace algo porque no tiene más remedio. Si le diesen a elegir, se quedaría en casa haciendo nada. Para actuar en el mundo hay que creer en algo, y la vida en el Tercer Mundo lo forja a uno en el escepticismo. Todo lo que queremos es que nos dejen vivir y que no dañen a nuestros afectos, con eso nos damos por contentos. Los héroes de The Constant Gardener y de El Eternauta parten de la devastación que produce la pérdida de alguien querido, la irrupción de la Historia en el mundo privado: sólo entonces reaccionan, sólo entonces despiertan. Algo parecido a lo que le ocurrió al héroe-narrador Rodolfo Walsh, que hasta 1956 era apenas un periodista, traductor y escritor de cuentos policiales. En el verano del 57, frente a un vaso de cerveza, alguien se le aproxima y le dice: Hay un fusilado que vive. La frase lo pone en movimiento. La promesa de una aventura real lo fuerza a salir de su torre de marfil, y Walsh acepta mezclarse con la Historia para producir una investigación periodística primero (el fusilado era uno de aquellos peronistas a los que la represión policial baleó en un basural de José León Suárez, en junio de 1956) y después uno de los libros más importantes de la literatura argentina del siglo XX: Operación masacre, que inventó la non fiction novel nueve años antes de que Truman Capote publicase A sangre fría. Otro héroe remiso es el Corto Maltés, aquel de las maravillosas historietas de Hugo Pratt. Al mejor estilo del Bogart de Casablanca, el Corto es de aquellos que dice no creer en nada más que en su propio provecho. Su discurso es escéptico, pero su práctica es romántica: el Corto es dueño de una ética vital que no le deja otro remedio que exponer su propio cuerpo para refrendarla. Parece ser que para creer aunque más no sea en la existencia de una ética personal hay que irse al pasado, como también lo demuestra el éxito de las aventuras del Capitán Alatriste. Al menos Alatriste demuestra que es posible que consagremos hoy a un héroe, que no sólo estamos en condiciones de reconocerlo como tal, sino además de valorarlo. Algo en lo que creer, por fin.

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Esta noche iré al Malba. Estrenan un documental llamado El último confín, sobre una de las tantas quijotadas que han protagonizado en los últimos años los muchachos del Equipo Argentino de Antropología Forense. Ellos son mis héroes desde hace tiempo.

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7 de diciembre de 2005
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