Marcelo Figueras
En su comentario al blog de ayer, que hablaba del manual para sobrevivir al divorcio de la inglesita de diez años Libby Rees, Andrea M sugería algo brillante: escribir otro manual que se llame Cómo sobrevivir a los hijos cuando uno se divorcia. Me pareció una gran idea, dado que, como la misma Andrea M argumenta, no hay nada más difícil que tolerar la mirada de Bambi de los críos cuando los hemos hecho sufrir con nuestras decisiones. Una de las cosas que más me sorprendió de mi propio divorcio fue la dimensión de la devastación emocional. Había imaginado que el desamor y el resentimiento causarían estragos, pero nada comparable a lo que viví en realidad. Creo que cuando existen hijos el divorcio se parece mucho a una bomba atómica: mata cuando estalla, pero también mata después, y durante años, a consecuencia de la radiación.
Recuerdo el momento en que dejé a mi hija más pequeña en la escuela, el día siguiente a la mudanza de mi propia casa. Me despedí como siempre, me fui a tomar el tren y me puse a llorar como un chico en la punta del andén. Así que ya saben: si alguna vez se encuentran a un hombre o una mujer llorando en el extremo de la estación, trátenlos con cariño, porque son ciudadanos de Hiroshima.
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Hablando de divorcios, y de hijos, y de sufrimientos mensurables en años, me pregunté por qué nunca había leído acerca de un sufrimiento parecido en ninguna novela. (Me imagino que deben existir unas cuantas novelas que describan con maestría la zozobra de un divorcio, pero en todo caso no las conozco, o por lo menos no vienen a mi mente de buenas a primeras: acepto recomendaciones.) Y acto seguido volví a pensar en algo que nunca deja de sorprenderme. ¿Por qué existen tantos escritores que escriben de cualquier cosa, menos de la vida?
Los suplementos culturales suelen endiosar a gente dedicada a la contemplación de los rizos que crecen dentro de los rizos, cuyo único talento discernible es el de consagrar un enorme esfuerzo a describir nimiedades con detalle, o el de fingir que hacen literatura porque trabajan con los despojos de los grandes, o el de consagrar pavadas con argumentos rimbombantes, eso sí, siempre llenos de citas y guiños arcanos. A veces leo algunos párrafos de sus textos y juego a adivinar cuándo fue la última vez que hicieron el amor. (Nunca bajan de los diez meses, aunque algunos parecen no practicarlo desde hace años, al menos con alguien más allá de sus propias personas.) También me pregunto cuándo habrá sido la última vez que se arriesgaron a pisar la calle para visitar un barrio distinto del propio, o para enfrentarse a un adversario más corpóreo que el de las entidades fantasmales contra las que está de moda protestar. O si alguna vez se habrán perdido en una ciudad ajena, desprendiéndose voluntariamente de la muleta de los mapas.
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Estos escritores no tendrían eco alguno si no contasen con amigos manejando suplementos culturales, y además con un público que experimenta similar aversión por la vida. A veces leo el correo de los medios dedicados a la cultura y encuentro comentarios de lectores que, para avalar una idea que pretenden propia, citan la carta que el escritor Hans Sirup le envió a Elsa Dumbkopf en 1935, y que ésta a su vez publicó en el diario Der Unwiederbringlich Dumm en 1938, y me digo: “Hermano, conseguite una vida”.
Get a life, como se suele decir en inglés. Porque está claro que necesitan una vida, e imperiosamente.
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Un señor de quien no sé nada (y por lo cual no mento su nombre, dado que si lo hiciese sugeriría un conocimiento que no tengo) dijo alguna vez que una de las razones por las que la raza humana tiene una opinión tan mala de sí misma es porque obtiene buena parte de su sabiduría de los escritores.
Si todos fuesen Shakespeare, todavía. Pero por cada William hay un millón de cultores de una nada elegante.