Marcelo Figueras
Según el diario The Guardian, una niña de 10 años está a punto de publicar una guía sobre cómo sobrevivir al divorcio de los padres. Su nombre es Libby Rees, y viene recolectando información para su libro desde 2002, fecha en que sus progenitores decidieron separarse. El cable de ANSA que refrita el artículo de The Guardian no dice demasiado sobre los consejos en sí, más allá de vaguedades como “no entristecerse”, “disfrutar de tu película o libro favoritos” y “repetirse cinco veces por la mañana frente al espejo: ¡eres el mejor!” Este anticipo no es promisorio: suena idéntico a la mayoría de los libros de autoayuda para adultos. Pero si fuese verdad que Libby decidió hacerse cargo de su propia supervivencia, la historia resultaría enternecedora; casi tanto como que haya pensado que su experiencia podía servirle a millones que atravesaban el mismo desierto, o lo atravesarían en el futuro.
Si el libro de Libby es medianamente bueno, debería integrarse a la bibliografía escolar en el mundo entero. Siempre pensé que la educación formal abusaba de los contenidos científicos en detrimento de una enseñanza más profunda o vitalista. Llevamos siglos siendo atosigados por conocimientos de mayor o menor valor, sin que nadie nos enseñe nunca cómo lidiar con nuestra propia tristeza, o con nuestros impulsos violentos, o con nuestro deseo sexual. Alguno dirá que esa clase de educación debería ser impartida por los padres, pero a todos nos consta que los padres estamos muy ocupados juntando información para un libro que se llamará Cómo sobrevivir en el mundo de hoy.
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La educación que contribuyó a la formación de nuestros líderes mundiales y al fenómeno de los libros de autoayuda no puede ser otra cosa que un fracaso.
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Pensé: qué bueno sería abrir una escuela que enseñase a vivir bien. Y entonces recordé el chiste de Mafalda. Uno de los personajes, no recuerdo cuál, tenía la brillante idea de abrir una escuela para presidentes. A lo que Mafalda (creo que era ella, debe serlo) respondía: “¿Y quiénes serían los maestros?”
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Siempre me divirtió aquella broma de Jules Feiffer: “Crecí para tener los rasgos de mi padre, la forma de hablar de mi padre, la postura de mi padre, la forma de caminar de mi padre, las opiniones de mi padre… y el desprecio de mi madre hacia mi padre”.
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Cuando le pedí a una de mis hijas que emulase a Libby y formulase un consejo para sobrevivir al divorcio de los padres, soltó una carcajada. Ese solo consejo convierte al libro de Libby en algo innecesario.