Jean-François Fogel
Hablé una vez con Roberto Bolaño. Una sola vez. Se encontraba en un bar cercano a la librería “La Central” en Barcelona (me gusta el artículo; subraya que es “la” librería en Barcelona). Iba con amigos que conocían a Bolaño. Me acuerdo de su mirada irónica detrás de sus anteojos redondos y de su sonrisa de perro que no se rinde. La vida no le había hecho ningún favor y se percibía. Habló mal de Chile y de los chilenos, de la tristeza de Santiago en invierno, tan triste que estos chilenos tienen un adjetivo para describirla: fome.
No se puede negar que la muerte ubicó a Bolaño en la clásica leyenda del autor maldito que muere cuando se reconoce su talento. Los textos de su editor Jorge Herralde recopilados en el librito “Para Roberto Bolaño” contribuyen a esa misma visión: una ingrata muerte a los cincuenta años. Pero la manera en que se publica ese delgado volumen dice mucho sobre el papel de Bolaño en el mundo hispanohablante. Cinco editoriales, nada menos, se movilizan: El Acantilado (España), Adriana Hidalgo (Argentina), Alfadil (Venezuela), Catalonia (Chile), Sexto Piso (México). Bolaño, sí, tenía una audiencia a lo largo de toda América Latina.
“Un perro romántico, un perro rabioso, un perro apaleado” escribe Herralde de su autor. El perro sabía morder. Dentro de su generación fue quizás el que más talento tuvo para atacar a los miembros de la generación del “boom”. Pero ahora le toca competir al lado de ellos, frente al tiempo. Adivinaba la pelea: “No creo en el triunfo, decía en una entrevista. Nadie con dos dedos de frente puede creer en eso. Creo en el tiempo. Eso es algo tangible, aunque no se sabe si es real o no, pero el triunfo no lo es”.