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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Un día como hoy

Ayer mi mujer me mostró un comentario en su Facebook y al mirar la pantalla, descubrí que su foto ya no estaba. En su lugar había una silueta sin rostro, que decía simplemente Nunca más. Hoy temprano leí un artículo de Victoria Ginzberg en Página 12 y entendí que muchísima gente había hecho lo mismo, sacar su foto y poner la silueta. Pero la gente que, como Victoria, perdió gente durante la dictadura, puso a prueba otra variante: sacar sus fotos y poner la de sus padres, tíos, amigos, hermanos desaparecidos.

El pasado no ha pasado. Sigue actuando en el presente. Cuando uno de los represores juzgados dijo días atrás que su único error había sido 'no haberlos matado a todos', no se puede menos que entender que cierta visión mesiánica y violenta persiste en nuestra sociedad. El Tigre Acosta no es el único en pensar así. Hay gente, por lo demás, que repite ese esquema de pensamiento con otros colectivos humanos. Le gustaría poder pasar la guadaña bien al ras allí donde crecen los -a su juicio- indeseables. Inmigrantes ilegales. Pobres. Piqueteros. Partidarios del aborto. Homosexuales. Jóvenes de piel oscura, por simple portación de rostro y de miseria. A esta gente tan blanca y tan proba se le hace agua la boca cuando piensa en la posibilidad de arrasar con todos ellos. Si les diesen tan sólo una mínima oportunidad...

Por suerte hay cosas que persisten a pesar de la violencia. La editorial Ventisieteletras acaba de editar aquí en España los Cuentos completos de Rodolfo Walsh. La simple idea de que el arte de Walsh siga difundiéndose y haciendo olas es reconfortante. Walsh es uno de mis escritores argentinos favoritos de todos los tiempos, al nivel de Borges, de Arlt, de Cortázar. El hecho de que su obra se conozca cada vez más es la respuesta más perfecta a la insaciable sed de matar del Tigre Acosta. Porque Walsh fue uno de los que mataron, y sin embargo habla en estos días más alto y claro que nunca.

Hoy se cumplen 24 años del inicio de la dictadura militar en Argentina. Yo no me olvido.

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24 de marzo de 2010
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Hambre de verdad (2)

Antes que la receta dudosamente revolucionaria propuesta por Shields en su libro Reality Hunger: A Manifesto (según Shields, a la novela muerta de muerte natural hay que oponerle 'la anti-novela, construida a partir de sobras, de la chatarra': o sea, un refrito del ya clásico cut and paste, justificado ahora por las facilidades que las nuevas tecnologías regalan a los cultores del plagio), me interesa su diagnóstico.

Para que un manifiesto, tanto artístico como político, haga olas (y Shields las está haciendo, a juzgar por la reacción en la red y en medios como el New York Times y el New Yorker -gracias, Gonzalo B), lo importante es que traduzca una sensación de malaise que debe haber estado flotando en el aire hasta entonces sin que nadie la nombrase del todo, o al menos con agudeza. Y cuando gente como Michiko Kakutani y James Wood se hace cargo del asunto, es porque algo está sonando. No hace falta recurrir a generalizaciones como 'el público', o 'los lectores', para esconder la mano que tira la piedra: estoy convencido de que somos muchos los escritores (y Shields lo es, y hasta hace poco lo era además a la vieja usanza) que creemos también que el Estado Actual de la Novela es, por así decirlo, poco excitante. ¿Quién podría disentir con Shields cuando sostiene que la mayoría de lo que se edita es aburrido y produce, en consecuencia, deserciones en masa en el campo de los lectores de ficción?

Ya llevo mucho tiempo comparando en mi país las listas de ventas de Ficción y No Ficción. No tanto por las cifras, de las que paso olímpicamente, sino por la oferta que representan. Del lado de la Ficción suelen estar los best-sellers de siempre, internacionales en su mayoría; el título que haya ganado el premio del momento; alguna novela que haya logrado colarse por obra y gracia de las operaciones que los críticos hacen desde los suplementos literarios, y poco más. Del lado de la No Ficción suele haber siempre algún lamentable título de autoayuda, pero esencialmente hay ensayos y libros de historia y en especial de historia reciente, y también de crónicas e investigaciones. De manera indefectible la columna de No Ficción termina resultándome más interesante, no porque prefiera la prosa periodística o académica (aunque entiendo que muchos libros de crónicas, como por ejemplo los de Leila Guerriero y Cristian Alarcón, tienen un nivel artístico superior a la mayor parte de lo que pasa por ficción), sino porque me parece que refleja las características, complejidades y dilemas de mi tiempo mucho mejor que la otra columna.  

No estoy tratando de decir aquí que la ficción debe hacerse cargo de la realidad, o reflejarla especularmente. (No debe hacerlo de manera realista, cuanto menos.) Lo que quiero decir -y aquí no puedo dejar de sentir cierta empatía con Shields- es que cuando el mundo en que vivo se ve tanto más excitante y potente y desafiante que la literatura que llega a las librerías, algo está funcionando mal.

 (Continuará.)

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23 de marzo de 2010
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Hambre de verdad

En los últimos días me crucé con dos artículos que utilizaban el nuevo libro de David Shields, Reality Hunger: A Manifesto, como punto de partida de reflexiones sobre el estado actual de la literatura. El primero fue uno de Laura Miller en Salon.com, titulado RIP: The Novel. Y el segundo fue uno de Michiko Kakutani, ayer domingo en el New York Times ('Text Without Context'). Según coinciden ambas, el libro de Shields labra por un lado (y por enésima vez, habría que decir: no conozco postulado menos original) el acta de defunción de la novela, al tiempo que propone (otra originalidad dudosa) una escritura basada en el collage o, para decirlo en términos menos anacrónicos, el remix. Lo que Shields entrega, en todo caso, es una excusa au courant para celebrar la apropiación y el plagiarismo. Según sostiene, la ficción "nunca ha parecido menos central a la cultura"; en consecuencia, no debería extrañar que se sienta tan "aburrido por la fabricación pura y dura, tanto mía como de otros; aburrido de los argumentos inventados, de los personajes inventados" e interesado, en consecuencia, en lo que llama "arte basado en la realidad". De hecho, su libro procede de acuerdo al modus operandi que predica: muchos de sus párrafos son no sólo tomados, sino además refritados y corregidos de textos originales de -por ejemplo- Saul Bellow y Philip Roth, citados al final del volumen tan sólo porque, según Shields confiesa con algo parecido al candor, sus abogados se lo recomendaron.

Sería impropio juzgar Reality Hunger: A Manifesto sin haberlo leído. Pero los artículos que inspiró en Miller y Kakutani me parecen una buena excusa para preguntarse si alguno de los diagnósticos que suscribe (que los argumentos de las novelas son 'para gente muerta'; o que los lectores de hoy reclaman de los textos una sensación de verdad, de realidad, que no tiene que estar sostenida en los hechos -razón por la cual defiende, por ejemplo, los libros de memorias fraudulentos) tiene algún asidero, y cuál sería en ese caso.

Si no les molesta, le daré vuelta a alguna de estas cuestiones en los próximos días.

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22 de marzo de 2010
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La vieja idea del bien común

Nunca había oído hablar de Tony Judt, pero me detuve en el artículo del New York Times porque su título hablaba de una cuestión que me obsesiona, y cada vez más. El artículo firmado por Dwight Garner se llama Renovando una vieja idea: el bien común (Renewing an Old Idea: Common Good).

Dice Garner que Judt es un historiador inglés que está muriendo, 'lenta y dolorosamente', de esa esclerosis a la que suele llamarse 'enfermedad de Lou Gehrig'. En algún punto, sostiene, llegará a comunicarse tan sólo por el parpadear de un ojo, como el inolvidable protagonista de La escafandra y la mariposa.

Garner define a Judt como 'un impredecible intelectual de izquierdas', y cita una de sus opiniones para ratificar el aserto. Según Judt, que es judío, Israel es 'un anacronismo' que está perdiendo la oportunidad histórica de perseguir 'un Estado binacional', que incluya tanto a judíos como a árabes, a israelíes como a palestinos.

La excusa del artículo es la publicación del último libro de Judt, que escribió mediante dictado a sus asistentes. Se llama Ill Fares the Land y es una suerte de sermón laico que no teme arriesgarse a la acusación de ingenuidad: su idea central es de que el Estado todavía puede, y además debe jugar un rol central en la vida de los ciudadanos sin poner en riesgo sus libertades. La palabra público, nos recuerda, 'no siempre fue un término oprobioso en el léxico nacional'.

Lo que me motivó a contarles esto es una definición de Judt que me entusiasmó compartir. Según el historiador, en estos tiempos izquierdas y derechas han intercambiado roles. La derecha se habría radicalizado, según él, secuestrada por dirigentes y periodistas que 'sólo pueden beneficiarse del caos y la ansiedad' de la gente. Mientras que ahora es la izquierda la que lucha por conservar algo: 'Las instituciones, legislación, servicios y derechos que heredamos de la época de oro de las reformas durante el siglo XX'.

Una definición que a mi entender, le cuadra perfectamente tanto a los políticos y periodistas de mí país como a los de éste que hoy visito -y por supuesto también a los Estados Unidos de Sarah Palin y el Tea Party.

Me gustaría leer el libro de Judt. Ojalá me lo cruce.

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17 de marzo de 2010
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Mi vecino Miyazaki

Uno decide qué ve en la TV y qué no hasta que tiene (nuevos) hijos. Desde que Bruno empezó a expresar sus propios deseos con elocuencia que va más allá de las palabras, el televisor (y más que nunca ahora en Barcelona) se ha convertido en su propiedad casi exclusiva. Lo cual significa que todo el tiempo está encendido mostrando DVDs de shows como Yo Gabba Gabba! y episodios de los Backyardigans -ninguno de los cuales, por cierto, está nada mal.

El intento de ampliar su paladar nos llevó a ponerle películas de uno de mis cineastas favoritos de todos los tiempos: Hayao Mayazaki. Debo el descubrimiento de Mi vecino Totoro a mi amigo Marcelo Panozzo. (Una de las características del cine animado de Miyazaki es su perfecta representación de la -siempre compleja- psicología infantil. Ver sus películas supone ver no la idealización de un niño, sino un niño de personalidad tridimensional. Por eso Totoro me conquistó desde el vamos: no podía dejar de ver a mis propias hijas en las hermanitas Satsuki y Mei.) De entonces a esta parte mi familia y yo hemos visto todo lo que Miyazaki ha hecho, pero por supuesto, Bruno parecía demasiado verde para semejante goce: una cosa es ver un show episódico o un programa de veinticinco minutos y otra muy distinta es ver un largometraje.

Al principio se resistió, claro. Pero ahora nos reclama Totoro todos los días. Y lentamente está empezando a apreciar Ponyo en el acantilado, que todavía no habíamos visto y le compramos aquí. Más allá de la ya mencionada complejidad de sus personajes infantiles, Ponyo me recordó otra de las características del cine de Miyazaki: su sorprendente creatividad. A diferencia de las películas occidentales de hoy (y no me refiero tan sólo a las de animación, por cierto), las de Miyazaki se mueven con una libertad que lo tiene a uno siempre en vilo, porque nunca es posible predecir su destino. Imagino que el folklore y la mitología japoneses deben tener mucho que ver con su imaginario, pero tampoco olvido que Miyazaki es fan de artistas occidentales como, por ejemplo, Ursula K. Le Guin. Así que no cometeré el error de atribuirle este mérito tan sólo a la cultura que lo formó: estoy convencido de que Miyazaki es un original. Como espectador le agradezco el deleite estético, su posición ante la vida en esta Tierra y el juego siempre sorprendente de sus tramas, y como padre le agradezco que presente a mentes tan vírgenes el desafío de lo nunca antes visto, de lo que nunca antes pensado -en suma, de lo impredecible.

Cuando dicen que Miyazaki es el Disney japonés le hacen flaco favor. En todo caso está más cerca de ser el Fellini japonés.

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16 de marzo de 2010
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Del libro como habitación

Por lo general conjugamos los libros en dos tiempos: pasado y futuro, en sus versiones más simples. Siempre pensamos en términos de libros que ya hemos leído y de libros que nos gustaría leer. ¿Por qué será que hablamos poco y nada de ellos en presente, esto es, cuando todavía se están desovillando ante nuestros ojos?

En estos momentos, sin ir más lejos, el libro donde estoy viviendo es Last Night in Twisted River, la última novela de John Irving. Los libros de Irving son buenos lugares para habitar. Recuerdo maravillosas temporadas en The World According to Garp (el primer libro de Irving que leí, regalo de Rodrigo Fresán al igual que este Last Night), en The Cider House Rules, en A Prayer for Owen Meany. Porque uno suele organizar su memoria a partir de experiencias convencionales (años, relaciones, viajes), cuando debería considerar seriamente hacerlo de acuerdo a mejores criterios. Como alguna vez dije aquí mismo, tiendo a llenar las páginas de los libros que leo no sólo de marcas y subrayados, sino también de objetos que pasaron por mis manos durante la lectura: entradas de cine o de museos, servilletas de papel, billetes del metro, los tickets que me dieron (por ejemplo) cuando visité junto a mis hijas las hoy inexistentes Twin Towers... De esa manera logro identificar mes y año en que leí ese libro en particular; y así puedo sustituir el tiempo calendario por un tiempo literario, que me permite decir, por ejemplo: 'Ah, qué buena temporada aquella, la de los días (semanas, meses) que pasé leyendo 'Bleak House' de Charles Dickens...'  

La del lector es una vocación trashumante. Nadie puede, o mejor dicho: nadie debería quedarse a vivir dentro de un único libro. Pero está claro que algunos son más hospitalarios que otros, invitándonos a pasar temporadas en vecindarios llenos de gente más inolvidable que mucha de carne y hueso. En esencia, el recuerdo de la casa de mis abuelos maternos y el recuerdo de la lectura de Los tres mosqueteros no difieren mucho: se trata de sitios en los que viví experiencias que me convirtieron en aquel que soy, y a los que no puedo sino regresar mentalmente con una muy física sonrisa en los labios.

Supongo que el hecho de llevar semanas saltando de un apartamento a otro (ya he vivido en tres en poco más de un mes, y en el mejor de los casos me espera tan sólo una mudanza más por delante) me ha puesto más sensible a esta cuestión del lugar afectivo que uno habita, por contraposición al lugar físico. En cualquier caso, el tiempo que llevo pasado en Last Night in Twisted River (una casa amplia y muy bien amoblada, por cierto) está siendo más que amable. Y el hecho de que la novela cuente la forja de un escritor y la forma en que su historia real y sus ficciones se retroalimentan tampoco es -se imaginarán- lo que se dice una molestia.

Eso es lo que pasa con algunos (muy pocos, pero muy memorables) libros: en el fondo, nos resistimos a la idea de mudarnos de sus páginas.

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12 de marzo de 2010
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Primera nieve

Digamos que estaba siendo un día de aquellos. Lleno de preocupaciones de toda calaña: grandes y pequeñas, económicas y afectivas y hasta médicas (Bruno se abrió la cabeza la semana pasada, al dar la frente contra la mesita del televisor), magnificadas por el sitio nuevo y aún desconocido. Al llegar la tarde los desvelos se habían espesado tanto, que ya no veía más allá de mis narices. Mi cabeza empezó a probar suerte en las regiones del pensamiento mágico. ¿Estaría el piélago de calamidades vinculado al hecho de haber arribado en la cerrazón del invierno? ¿Cambiaría todo, de ser así, tan pronto el calendario anunciase la llegada de la primavera? 

Y entonces empezó a nevar sobre Barcelona.

Salí al balcón. La lluvia sólida caía en cámara lenta, convirtiendo el pulmón de la manzana en un globo de cristal. Pensé apenas que nevaba así sobre todo y sobre todos. Sobre los que teníamos tiempo para contemplar el fenómeno y sobre los que no podían darse semejante lujo. Sobre los que estábamos a reparo y los que estaban a la intemperie. Sobre los que podíamos vivir el momento y los que no dejaban de pensar en los inconvenientes que sobrevendrían. 

Bruno se prendió de mis pantalones. Los copos no tardaron en dibujar una corona sobre su cabeza. Con la nieve que se había acumulado sobre el barandal armé una pelota acorde a su manito. 

'Fría', dijo. Y sonrió.

En esencia nada había cambiado. Los problemas seguían estando allí. Pero le habían hecho un lugarcito a la maravilla. La química que organiza la vida responde a una fórmula semejante: cada tantos átomos de caos y miedo, un átomo de maravilla. 

Me senté a ver caer la nieve.

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9 de marzo de 2010
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La canción del profeta

Debe ser la primera vez que no veo la ceremonia de entrega de los Oscar desde que tengo uso de razón. No es que tuviese mucha elección: aquí en España los transmitía Canal Plus, que no figura en la grilla del televisor del apartamento que ocupo; y además el desfasaje horario no ayuda mucho. Lo que sí hice a pesar de la lluvia que caía sobre Barcelona fue caminar hasta los Renoir de Floridablanca y ver Un profeta, de Jacques Audiard.

         La primera película de Audiard que vi fue Sur mes levres, en Mexico y gracias a Emilio Maillé, el director de Rosario Tijeras. Por aquel entonces ni siquiera había oído su nombre, pero el perfecto balance que obtenía entre una historia de género (policial, en este caso) y la delicadeza con que trataba una improbable historia de amor me produjo una impresión que el tiempo no diluyó. Después vino De battre mon coeur s’est arreté, uno de esos extraños casos en que una remake (y De battre lo era de Fingers, de James Toback) supera a su modelo original. Aquí también había una improbable historia de amor entre el protagonista y su profesora de piano, pero el foco estaba más centrado en Thomas Seyr (el impecable Romain Duris) y la batalla que lleva adelante por la preservación de su propia alma.

           Un profeta se olvida de las historias de amor para concentrarse en una batalla parecida, sólo que con diferentes resultados. En esencia es la historia de Malik El Djebena (Tahar Rahim), un para nada excepcional francés de origen árabe que llega a la cárcel a los 19 años después de un igualmente previsible derrotero de orfandades y experiencias en centros de detención para menores –en pleno siglo XXI, Malik ni siquiera sabe leer.

         En algún sentido Un profeta es la clase de película que habría que mostrar cada vez que alguien pretende que la cárcel es una solución al (más profundo, más esencial) problema del delito y la violencia humana. En vez de argumentar en vano, como he hecho y seguiré haciendo tantas veces, no estaría mal poner Un profeta en el DVD player y dejar que obre su magia. Porque la forma en que Audiard cuenta la iniciación de Malik, que pasa de ser un inocente (en el sentido de víctima de sus circunstancias) para transformarse lentamente en un gangster hecho y derecho (eso es lo que es, a fin de cuentas, cuando le llega la hora de dejar la prisión y ‘reinsertarse’ en la sociedad), resulta pedagógica en el mejor de los sentidos. El don de profecía a que alude el título tiene una explicación endeble en el contexto de la película, pero no impide que resulte aplicable a la película en sí: Un profeta es profética en su pintura de un mecanismo socio-político que engendra más monstruos que el sueño de la razón. En el futuro, parece decir Audiard con voz oracular, Malik será millones.

         Lo que me gusta de las películas de este hombre es que nunca son exactamente lo que parecen ser. Un profeta es una peli del ‘subgénero cárcel’, podría decirse; y a la vez es el relato de la formación de un criminal (como El padrino, como la Scarface de De Palma); y también puede ser leída como cine social, dado que narra una realidad (la vida en las cárceles francesas de hoy, el desplazamiento de las viejas estructuras delictivas –en este caso, los corsos- impulsado por la ascendente hermandad musulmana) con la contundencia de un documental. Pero al mismo tiempo es mucho más que la suma de sus partes. Quizás por su capacidad de crear personajes que resuenan más allá de los confines del mismo film. La relación de amor odio entre Malik y el viejo corso Luciani (Niels Arestrup), por ejemplo, está interpretada sin incurrir en una sola nota falsa; a esta altura puedo decir sin temores que Audiard es una verdadera máquina de narrar sin concesiones.

         Gran peli, Un profeta. No se la pierdan.

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8 de marzo de 2010
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Robinson Crusoe y la loza de la abuela

Tan pronto leí su mail, le pregunté a Andrea Maturana (autora de novelas exquisitas como El daño) si me dejaba reproducirlo aquí. Estaba claro que había sido escrito en el espíritu de intimidad que une a dos amigos, pero me pareció que no había leido nada más claro y más profundo sobre el terremoto de Chile y sus consecuencias, y me pareció que tenía sentido compartirlo. Aquí va, pues:

 

“El asunto en Chile fue atroz. Sabrás quizás más que yo, porque yo no tuve electricidad hasta ayer y casi lo agradezco. La prensa está siendo sensacionalista hasta el asco y en mi opinión ha sembrado gran parte del caos que ahora se manifiesta en una casi guerra civil en el sur de Chile, en las ciudades más devastadas, donde a las pérdidas del terremoto se suman ahora saqueos oportunistas, incendios intencionales, robos a tiendas… En una situación como esta, esperaría que la gente se organizara en redes solidarias, no que trataran de cagarse a los demás aprovechándose de la situación. Me hace pensar en lo enferma que está nuestra sociedad y en cuánto (una vez más) los medios manipulan a la gente a través del miedo”.

 

“Yo afortunadamente aunque tenga electricidad no tengo televisión abierta ni cable. Solo un DVD para ver películas. Un amigo me jode, me dice que soy cuáquera. Hoy lo agradezco tanto y lo encuentro la mejor forma de estar retirada cuando ese es mi espíritu, de retiro y de duelo. Hasta ayer, cuando volvió la luz, todos estábamos acampando en el living de la casa, que es el lugar más liviano y menos riesgoso. El sol se ponía, comíamos con velas y luego nos dormíamos temprano porque no había nada más que hacer cuando ya estaba oscuro. todo en completo silencio. Ni leer podíamos en la noche. Ayer volvió la luz y el espíritu fue como de ‘volver a la normalidad’. Cada uno volvió a su pieza, menos Maia que está muy austada, y... y nada, nunca me pude dormir. Tenía un sensación totalmente esquizofrénica de ‘normalidad’ cuando en realidad nada era normal. Había visto las fotos de la isla Robinson Crusoe (que amo) arrasada por el mar, y mi amigo de allá me había dicho que perdió todo (menos la fe y la buena onda, dice), y que se salvaron nadando con sus hijos, ¿te imaginas el horror? Me quedé así despierta sintiendo que quizás necesitaba un par de semanas de dormir con mis dos hijas y el Miki en la misma pieza y temprano, solo a la luz de las velas y con la sensación de recogimiento que eso produce. Así me siento, de duelo profundo”.

“En particular para nosotros tuvimos mucho miedo porque nuestra casa es antigua y de barro, que no trabaja muy bien en los sismos. Para lo que es se portó muy dignamente, sólo con trizaduras y vidrios rotos. La dimensión del daño era atroz, eso sí, la biblioteca entera por el suelo, botellas de vino reventadas en la cocina, muebles rajados, y todo por el suelo, los juguetes de las chicas, los adornos rotos, todo. Mucha tierra, también. Cuando salió el sol fue impresionante verlo, pero es solo desorden. Hay gente que lo perdió todo, como mi amigo. Es una tramenda tragedia para muchos, desoladora. Entre mis amigos, hay chicos que no quieren volver a entrar a la casa, ni siquiera al baño, y hay una sensación de estrés post traumático tremenda. Todos estamos muy cansados, irritables, con el pecho apretado. Mientras la tierra se encabritaba como una yegua salvaje ese día y se veían relámpagos de luz en el cielo (supongo que habrán sido centrales eléctricas que colapsaban) y el ruido era estridente, yo pensaba: la impermanencia. Pensaba que tenemos esta casa, y otra que alquilamos en Reñaca, y que siempre los humanos volvemos a creer que tenemos cosas, cuando esas cosas pueden desaparecer así, tris, en cualquier momento. La tierra acá en Chile nos da lecciones periódicas de humildad. Cuando nos olvidamos, nos vuelve a recordar. O, como dice un amigo, hace un lavado de nuestra memoria quebrando siempre la loza de la abuela, para que quizás puedan entrar cosas nuevas, también”.

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5 de marzo de 2010
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El cronista de indios

Como era inevitable, la presentación en Barcelona de Egos revueltos, el último libro de Juan Cruz, resultó encantadora. Por razones extraliterarias, para empezar: al menos para mí, la posibilidad de estrechar la mano de Juan Marsé y de cruzarme con Joan Manuel Serrat me hizo sentir como un niño entre gigantes. Intuyo que la reunión en la Librería Laie fue un verdadero who’s who de la vida literaria en esta maravillosa ciudad. Aunque sólo me sentía en condiciones de reconocer unos pocos rostros (estaban los agentes Mercedes Casanovas y Willy Schavelzon, los escritores Juan Gabriel Vásquez, Jordi Soler, Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán), estoy seguro de que todos los nombres me habrían sonado si se hubiese tratado de esas convenciones que lo obligan a uno a pegarse etiquetas identificatorias en el pecho.

         Pero el encanto principal es el que corresponde endilgarle a Juan Cruz, y por extensión a su libro. Anecdotario infinito, Egos revueltos (premio Comillas de historia, biografía y memorias) es en esencia una carta de amor a esa práctica oracular que es la literatura, y a todos los gremios que velan por ella, desde los escritores a los periodistas, desde los editores a los agentes. Durante la presentación salieron a luz tan sólo algunas de las pocas historias que pueblan el libro: cosas de Cabrera Infante, del inolvidable Rafael Azcona (a quien tuve el privilegio de conocer en Madrid, precisamente por gracia de Juan Cruz) y hasta de Fernando Esteves, actualmente en México, a quien Juan le reconoció pasta de editor cuando se escapó en secreto de un restaurant para lograr que Arturo Pérez Reverte tuviese el dulce de batata que anhelaba a la hora de los postres.

         El editor Malcolm Otero dijo algo que me pareció pertinente. Mientras hablaba del entusiasmo de vivir que es la característica más inocultable de Juan Cruz, dijo que el escritor y periodista siempre encontraba algo positivo que decir de las figuras a las que elegía entrevistar. En un medio tan signado por la individualidad y las mezquindades (la broma de Juan dice, precisamente, que para desayunar los escritores comemos egos revueltos), una generosidad como la suya destaca como el diamante en el lodazal.

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3 de marzo de 2010
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