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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El poder de las pesadillas

Recibí El poder del perro, de Don Winslow, como regalo de cumpleaños de parte de mi amigo el guionista Marcelo Camaño. “Te va a gustar”, me aseguró como quien sabe de lo que habla y me conoce bien. No tuve demasiadas dudas al respecto. Ya había leído algunas cosas sobre el libro de parte del gurú Fresán. El voluminoso relato me acompañó de Buenos Aires a Barcelona y siguió vivo en mi interés a pesar de los avatares del viaje –lo cual no es poco decir.

         Admito que tuve que luchar contra lo que se me apareció como chatura de su lenguaje. Quizás me jugaron en contra las palabras del maestro Richard Price, que en esos mismos días había insistido en la vieja idea de que más allá de lo que cuenta, cualquier relato debe proceder de acuerdo a las reglas incantatorias de la música: además de narrar bien, debe sonar bien. Y Winslow cuenta de una manera que para mi gusto es demasiado elemental. Mientras leía, no podía dejar de preguntarme: ¿será esta forma de narrar –plana y práctica, casi a la manera de un pre-guión cinematográfico- lo que el grueso de la gente quiere leer? Las cifras de ventas parecen indicarlo, al menos. En ese caso, amigos, estoy en problemas…

         En más de un sentido, leer El poder del perro se me antojó igual a releer las viejas novelitas de cowboys que le robaba a mi abuelo cuando niño, firmadas por nombres y alias estilo Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Clark Carrados. Sus personajes no tienen más espesor que la plancha de papel sobre la que sus dudosas hazañas han sido impresas. Y sin embargo no pude dejar de leer sus más de 700 páginas. ¿Por qué?

          Imagino que su atractivo deriva del poder que todavía conserva sobre mí (y sobre Marcelo, aventuraría, y por supuesto sobre Rodrigo) otro subgénero de la narrativa infanto-juvenil: los cuentos de hadas con vena terrorífica, al mejor estilo Hans Christian Andersen. Esas narraciones que hoy se ven tan políticamente incorrectas (esos eran tiempos en que padres y escritores trataban de preparar a los niños para la eventualidad del temblor en la noche, en lugar de –como hoy tiende a hacerse- negar la posibilidad de su ocurrencia), trabajaban poéticamente sobre la naturaleza de este mundo. La idea no era sugerir la existencia de trolls, brujas y sirenas, sino más bien de poner en contacto al lector con el lado oscuro del universo y describir el azaroso camino de la existencia humana, que encuentra tan fácil destruir y tan difícil construir.

         En este sentido, El poder del perro es un terrorífico cuento de hadas para adultos, porque nos confirma lo que ya intuimos, o nos visita ocasionalmente en nuestras pesadillas: la idea de que el orden de nuestras civilizaciones es pura fachada, y que nuestras sociedades están en manos de organizaciones supralegales de un poder casi omnímodo que coleccionan naciones y presidentes como nosotros coleccionamos libros o música.

La diferencia entre los narcobarones, políticos y agentes secretos de El poder del perro y el Sauron de El señor de los anillos es una de género declarado, nomás: todos ellos resultan inasibles, tienen por aliadas a las clases medias y pudientes y a las elites científicas (¿qué otra cosa es Saruman en la novela de Tolkien?) y construyen un poder que crece de modo directamente proporcional a la debilidad humana. ¿O debería decir a su imbecilidad?

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2 de marzo de 2010
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S.O.S.

No soy cultor de las llamadas ‘redes sociales’. No tengo Facebook. Me da pudor convertir mi vida en un espectáculo y tengo ciertas dudas respecto de, por ejemplo, la propiedad intelectual de las fotos que se cuelgan en esas páginas: no querría descubrir que ya no soy dueño de mis propias imágenes. Pero por supuesto, todo el mundo en torno mío las usa. Mis hijas. Mi mujer.

         Ayer domingo, cuando los diarios que Bruno había desperdigado por la casa parecían hablar tan sólo de la catástrofe (Chile tiembla, decía La Vanguardia, haciendo uso inquietante de un tiempo presente que se negaba a quedar atrás), el Facebook de mi mujer me permitió llegar al de mi amigo Cristian Alarcón. Notable cronista –notable escritor-, Cristian vive en Buenos Aires pero es chileno de nacimiento. Tan pronto abrí su página, me topé con un mensaje alentador: su familia, que todavía permanece en Chile, estaba bien; asustada, por supuesto, pero bien. Entonces le escribí un mail que respondió de inmediato, contándome que los suyos –tanto los Alarcón como los Casanova, los dos hemiciclos de su corazón- tenían una larga historia con los terremotos. Empezando por el del 1960. “Crecí con los cuentos de mi madre, Sonia: la tierra abriéndose, rajada, bajo sus pies”, me dijo Cristian. “Y la imagen de mi abuela, recien parida de los mellizos, Ivonne e Iván, sentada en una colina humeda”.

         También le escribí un mail a mi amiga Andrea Maturana, otra escritora exquisita. La última vez que intercambiamos mensajes ella estaba todavía de vacaciones en Uruguay y yo estaba a punto de embarcarme rumbo a Barcelona.

         Pero Andrea no me contestó. No todavía.

         Y no tengo el teléfono de la casa a la que se mudó hace poco. Ni la forma de entrar a su Facebook, si es que lo tiene y lo actualizó en medio de tanto dolor. (Quizás mi mujer sabría cómo encontrarla vía Facebook, de todos modos. Pero es temprano y todavía duerme, dado que Bruno tuvo una noche inquieta por culpa de la fiebre; las últimas horas han sido de una temible fragilidad, en cualquier dirección que mire.)

         Me siento impotente. En este silencio, me reconfortaría saber que Andrea, su marido y sus dos hijas están bien.

         A falta de otras redes sociales, ¿servirá este blog como mensaje en botella lanzada al mar?

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1 de marzo de 2010
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BB (Bruno en Barcelona: un diario) (II)

Estas son algunas de las cosas que Bruno F siguió sintiendo, experimentando y descubriendo a partir de la decisión de sus padres de viajar lejos de casa.

 

Barcelona, costumbres alimenticias. Los seres de este sitio tienen las costumbres alimenticias más raras. En la playa, un perro juguetón se devoró su pelota de los Backyardigans: la dejó reducida a flecos. Y durante un paseo por la ciudad, desapareció de su carro el adorado muñequito de Otolo. (O sea Mickey, que para Bruno es Otolo desde que vio un dibujo animado en que el ratón gritaba a los cuatro vientos una fórmula mágica que a sus oídos sonó así: "¡Otolo! ¡Otolo! ¡Otolo!") Desde entonces, Bruno piensa en Barcelona como La Ciudad Que Se Devoró A Otolo.

 

Barcelona, costumbres alimenticias (2). Aunque para ser sinceros, alguna de las cosas que aquí se comen le han deparado placeres que no creía posibles. Días atrás, en un restaurant frente al mar, probó una croqueta de jamón. Tan pronto el sabor tintineó en su lengua, alzó ambos brazos al unísono y empezó a hacer una danza peculiar en su silla. Desde entonces, cada vez que prueba algo igualmente sabroso, o más aun: cada vez que le pasa algo que lo pone feliz, Bruno alza los bracitos y danza de la misma, exultante manera. Desde entonces, la familia se refiere a esa costumbre suya como La Danza de la Croqueta.

 

Palabras nuevas. De las palabras que la gente le va diciendo por donde pasa (porque Bruno es bonito y alegre y simpático y llama la atención sin hacer esfuerzo alguno, a diferencia de Lady Gaga), la que más le gusta es la siguiente: pequeñajo.

 

Bruno Figueras hay tan sólo uno. Una mañana, el titular de un diario llamó su atención. "Figueras se defiende ante el juez de los minoritarios", decía. Al seguir leyendo, le sorprendió comprobar que no se referían a su padre ni a su abuelo, sino a él mismo. El presidente de Hábitat, Bruno Figueras, tuvo que defender ayer ante tres de los accionistas minoritarios de la inmobiliaria... A pesar de lo que la noticia parecía sugerir, la idea de que pudiese existir otro Bruno Figueras ni siquiera pasó por su mente. Todo lo que tenía claro era que nunca había sido presidente de nada; príncipe, con certeza (porque así le dicen ocasionalmente sus padres: mi príncipe), pero nada más. ¡Si ni siquiera sabía lo que significaba la palabra inmobiliaria! Este diario no sabe lo que dice, pensó. Y así fue que aprendió su primera gran lección sobre los medios.

 

El mar. Hasta ahora, toda su experiencia en materia de arena había tenido lugar en las plazas de Buenos Aires. Le alcanzó para entender que no le gustaba nada: tan pronto se le metía en las zapatillas o se pegoteaba en sus manos, Bruno empezaba a hacer gestos de asco y reclamaba auxilio. Pero con la arena de Barcelona es otro rollo, como dicen aquí. Hasta sabe rico, a juzgar por la fruición con que se la mete en la boca. Lo mejor de esta arena, sin embargo, es su proximidad al mar. ¿Y qué es el mar? Esa inmensidad hacia la que Bruno carga como tren cada vez que la tiene cerca, como si no hubiese acción más sensata en este mundo que la de zambullirse.

 

El mar (2). La primera vez que lo tuvo delante le pidió a su padre que lo cargase y se quedó viendo el Mediterráneo con seriedad ajena a sus años. Por fortuna no emitió ningún pronunciamiento filosófico. (A esta altura, su lenguaje oral tiene mucho en común con el de Tarzán. Un pensamiento simple como: "Me gustaría ver a las hijas de Juan Gabriel Vásquez" puede ser formulado así: "¡Vázquez! ¡Nenas! ¡Buscal!") Pero la concentración con se que aplicó a la tarea -guardó un silencio religioso, mientras abría los ojos de modo que se le llenasen de azul- le sugirió a su padre que Bruno no necesitaba que le enseñasen a ver. Muy por el contrario, sabía muy bien lo que estaba mirando -más que su padre, para empezar.

 

(Continuará.)

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26 de febrero de 2010
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El artista en su semilla

He llorado millones de veces en el cine, pero esta es la primera vez que lloro viendo un trailer.

         La película se llama Nowhere Boy, y me detuve porque había leído cosas muy auspiciosas sobre ella. Dirigida por Sam Taylor-Wood (ojo, que es una mujer), lo que cuenta es la adolescencia de aquel que terminó convirtiéndose en un nowhere man: John Winston Lennon de nacimiento, y más tarde John Ono Lennon por amor.

         En esencia el trailer hace lo que todos: presentar el conflicto de la historia en breves imágenes. Pero supongo que hay algo en esa trama (el niño abandonado por su madre y criado por una tía estricta, el padre ausente, la reaparición de la madre cuando John tenía 16, su trágica muerte, la rebeldía inevitable y la canalización de esa energía en la música más maravillosa del último siglo) que reverbera en mí con dimensiones mitológicas.

         Una de las cosas inteligentes que el trailer hace –siguiendo el derrotero del film, imagino- es tornar creíble lo increíble: que un actor joven (Aaron Johnson, que también protagoniza otra peli que tengo muchas ganas de ver: Kick Ass) que no se parece en nada a Lennon vaya metamorfoseándose en el personaje a medida que corren las brevísimas escenas. Al principio del trailer uno se siente escéptico: ¿será posible que una película triunfe donde tantas otras fracasaron y nos haga creer que estamos viendo a Lennon? Sobre el final de esos casi dos minutos, al menos a mí ya no me quedaban dudas. No porque Johnson hubiese acentuado el parecido físico mediante maquillaje y utilería, sino porque en efecto empieza a transmitir esa extraña, mercurial mezcla de soberbia y fragilidad, de humor y crueldad, de talento y de pathos que hizo de Lennon quien fue.

         Se los dejo aquí, para que le echen un vistazo. Si son tan fanáticos de Los Beatles como yo, estoy seguro de que lo disfrutarán. (Esto también va para vos, Andrés Neuman.)

         Qué ganas de ver esa peli…

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24 de febrero de 2010
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El ídolo que no cayó

Esta es una máxima de la que ninguno de nosotros se libra. Anótenla: Todo escritor es, o llegado el caso se comportaría como, groupie de (al menos) un escritor entre sus contemporáneos.

         Cualquier escritor que pretenda lo contrario está mintiendo como una marrana. Por supuesto, la forma que los escritores tenemos de manifestar nuestra devoción suele ser bastante peculiar. Conozco varios que estarían más que dispuestos a prender fuego a sus ídolos y después comérselos, a la mejor manera de ciertas tribus de antaño. Pero (por fortuna para los grandes escritores) no todos tenemos instintos tan antropofágicos.

Si tuviese que confesarme, mi lista sería larga. Empezando por Ondaatje, claro. Podría ser Chabon, también. Salinger se me ha muerto hace tan poco… John Irving, claro. ¡Lorrie Moore! Dennis Lehane. …En fin: ¡muchos más!

         Todo lo que antecede es preámbulo para esta pequeña historia. Digamos que la semana pasada, por obra y gracia de un amigo dilecto, tuve la fortuna de cenar aquí en Barcelona con uno de esos escritores a los que admiro profundamente. Una vez superado el pánico escénico, la velada se convirtió en una de esas noches que recordaré siempre. Porque no volteé botella de vino alguna y porque no flambeé a nadie, para empezar, pero ante todo por los méritos del escritor en cuestión. (Cuyo nombre mantendré en secreto, si me permiten, dado que se trató de una cena privada y no de un encuentro profesional.)

         A los méritos artísticos que ya me constaban sobradamente, este hombre sumó el mayor de los encantos. Hizo gala de humor y de sensibilidad, demostrándome que más allá de su ideario estético, tenía –como su ficción permitía entrever- el corazón en el lado correcto del pecho. Además me trató como el igual que no soy, y sobre el final dio prueba de su generosidad, no sólo porque se hizo cargo de la cuenta (God save America), sino porque por motu proprio me instó a mantenerme en contacto. (¡El sueño dorado de todo groupie!)

         Descubrir que un artista está a la altura de sus obras como ser humano, créanme, no es tan habitual como a uno le gustaría. Este gremio tiene mayor proporción de miserables que la mayoría. Por fortuna, tanto mi amigo como el escritor de marras son una (maravillosa) excepción a la regla.

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23 de febrero de 2010
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Price is Right

Resulta extraño ver anunciado a Richard Price como “el guionista de The Wire”. Para mí y para tantos otros, Price es desde hace tiempo algo más. El novelista de Clockers y Samaritan, para empezar: uno de los más exitosos rapsodas de la ciudad contemporánea concebida como personaje, un enclave sin centro y sin fin, con más ruinas que historia y sin otro futuro que una repetición interminable, y por ende kafkiana, de este presente carcelario. En cualquier caso, podría pensar también en Price como el guionista de The Color of Money y Sea of Love. Pero el ciclo que lo presentó ayer en la Caixa Forum de Barcelona apunta a pensar la narrativa en los medios más populares de hoy, y en este contexto la serie The Wire, como subrayó Rodrigo Fresán y se dijo aquí mil y una veces, es simplemente la mejor serie de la historia de la TV y en consecuencia estar asociado a ella no debería sonar a desmérito. Demonios, si hasta podría predicar algo más sin temor a exagerar: que The Wire es la mejor adaptación a un medio audiovisual de una novela que Richard Price no escribió nunca.

         Ayer Price se mostró en su mejor forma. Filoso y lleno de humor, no vaciló en distanciarse del fenómeno Mad Men con fundamento (atribuyó su éxito al peso de la nostalgia que muchos experimentan respecto de un tiempo que, a su juicio, “nunca fue del todo así”), y se rió de series como Sex & the City con los mismos argumentos que emplearía en una charla de bar en el Lower East Side: “¡Eso es para chicas!”

         Después de incurrir en un desliz que haría las delicias de cualquier psicoanalista (queriendo decir ‘mi hija’, dijo ‘mi novia’), se dedicó a cantar una épica oculta, la de las batallas que el productor David Simon presentó a los ejecutivos de HBO para llevar adelante el show que había soñado y que desde entonces –desde que The Wire salió al aire por vez primera- es el show con que nosotros no dejamos de soñar. Según Price, su amigo Simon es “tan reventadamente de izquierdas” que aplicó a la narrativa de The Wire el mismo tamiz democrático que aplica a todo en su vida. Lo cual derivó en la estructura coral de The Wire, que representa su gloria en materia narrativa y constituye también la explicación de los límites de su popularidad. Ese sentido de búsqueda de justicia todo terreno lo impulsó además a pagarle de su bolsillo a escritores como Price y George Pelecanos y Dennis Lehane, “hasta que avergonzó a la HBO lo suficiente” para que escribiesen nuevos cheques.

         Por fortuna Fresán lo impulsó también a hablar de literatura. Fue una delicia oírle decir que además de preocuparse por lo que cuenta, el novelista debe buscar una música que transporte al lector. Todavía recuerdo esa tarde de Madrid, tiempo atrás, cuando acababa de comprar Lush Life (última novela de Price, que acaba de editarse aquí como La vida fácil), y mi amigo Juan Gabriel Vásquez se puso a leer en voz alta el párrafo que la abre, llenando de música esa habitación del Hotel de las Letras. El deslumbramiento que inspira The Wire no debería ocultar el hecho de que Price es simplemente uno de los mejores narradores de hoy full stop, creador de un territorio lírico que Walter Kirn delimitó bien al ubicarlo en el mapa literario en algún punto “entre Raymond Chandler y Saul Bellow”.

         Fue un gusto escuchar sus palabras. Y también un honor.        

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18 de febrero de 2010
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¿Qué significa ser artista?

Lo que sigue es un fragmento del prólogo que escribí para Mijail Bulgákov y Evgeni Zamiatin: Cartas a Stalin, un libro que acaba de editar en España Veintisieteletras. Lo pongo aquí no porque el prólogo importe, sino para llamar la atención sobre el libro en sí mismo y la obra de estos autores que emprendieron una lucha quijotesca contra el poder omnímodo del Estado.

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En su introducción a la trilogía The Coast of Utopia, el dramaturgo Tom Stoppard recuerda la historia que fue semilla de esas obras. Su inspiración, dice el autor de Hapgood y The Invention of Love, nació de una anécdota sobre Vissarion Belinsky, un crítico literario que trabajó entre Moscú y San Petersburgo en la primera mitad del siglo xix.

         Debido a su mala salud, las autoridades rusas concedieron a Belinsky un permiso para viajar a Alemania, desde donde se trasladó a París. Una vez allí, sus nuevos amigos y los viejos conocidos que habían optado por el exilio le pidieron que no regresase a su patria, «donde vivía una existencia precaria bajo la mirada maligna de la policía secreta del Zar». Sin embargo Belinsky no quiso ni siquiera considerar la idea. Según dijo, en San Petersburgo, aun bajo una censura punitiva, «la gente consideraba que sus verdaderos líderes eran los escritores. El título de poeta, novelista o crítico –dice Stoppard– importaba de verdad».

         Cuando uno lee las desgarradoras cartas que Mijail Bulgákov y Evgueni Zamiatin dirigieron a Stalin, conviene tener claro aquello que Belinsky sabía tan bien: que incluso en la Rusia de la Revolución, la de escritor no era una profesión más.

Lejos de reclamar el derecho a publicar un best-seller, salir en las revistas y ser invitados a todas las fiestas, lo que Bulgákov y Zamiatin le solicitaban al poder era que les permitiese seguir existiendo en la comunidad de la única manera que sabían –esto es, siendo escritores.

         En nuestra cultura de bajas calorías, donde la única relación entre los escritores y su comunidad suele ser mediática y regida por la conveniencia, las tribulaciones de Bulgákov y de Zamiatin corren el riesgo de ser malentendidas. El presente volumen de Cartas a Stalin puede ser, pues, sumamente útil como correctivo: porque permite evaluar lo que arriesgaron estos hombres para preservar su arte, y porque nos ayuda a reconsiderar lo que debería ser el rol del escritor, incluso –o mejor dicho: más que nunca– en estos tiempos de new media.

 

 

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16 de febrero de 2010
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Goya 1, Oscar 0

No sé que pensarán los que viven aquí (la tendencia a ningunear al compatriota simplemente porque es del mismo vecindario no es patrimonio exclusivo de la Argentina, por cierto), pero para mí que la vi desde afuera, la ceremonia de entrega de los premios Goya al cine de España fue más que digna. Entretenida (gracias, Andreu Buenafuente: haz hecho mucho mejor papel que mi admirado Jon Stewart en los Oscar, sin ir más lejos), celebratoria en medida justa (después de todo, si hay un año en que el cine local tiene derecho a celebrar es es el 2009 que acaba de concluir) y con la dosis de humor necesario para no tragar sin agua la píldora del artista. En este sentido, el discurso del actual presidente de la Academia de Cine (y ante todo, al menos para mí, director de El día de la bestia) Alex de la Iglesia puso el tren en la vía correcta, con su llamamiento a la humildad. “El público, que es la gente para la que trabajamos, ha ido a ver nuestras películas más que nunca, y eso es un honor y un orgullo. No pensemos que somos mejores por eso. Pensemos que nos han dado una oportunidad. Hay que aprovecharla”. Me tomo esas palabras en serio, porque siento que el sayo me cabe.

         El discurso de Alex de la Iglesia constituyó un llamado a la ubicación que excede los límites de la disciplina cinematográfica. “No somos tan importantes. Importante es salvar vidas en un hospital. Eso sí que debería tener trascendencia mediática… Creemos que somos artistas, genios alternativos, creadores. Antes de todo eso, somos trabajadores. Nos pagan por hacer un trabajo, y hay que hacerlo bien”. Ojalá haya también escritores, y artistas plásticos, e historietistas, y dramaturgos que se reconozcan en estas palabras.

         También fue sensato en su evaluación del sentido de la entrega de premios. “Estamos aquí –reconoció- para que esta gala sea divertida, promocionar las películas, y que la gente vaya al cine”. Si ese es el rasero, conmigo cumplieron con su cometido: las imágenes que se repitieron durante la noche me dieron ganas de salir a ver Celda 211, Agora (todavía estoy a tiempo en algún lugar, creo), Gordos, Tres días con la familia y unas cuantas más.

         Y por supuesto, el hecho de ver celebrada a gente que conozco y quiero también ayudó. Los Goyas recibidos por El secreto de sus ojos, la candidatura de Cristina Zumárraga como directora de producción de la película de Soderbergh sobre el Che y Juan Gordon de Morenafilms recibiendo el premio mayor concedido a Celda 211 me hicieron sentir que, aunque más no sea de tanto en tanto, los buenos también reciben reconocimiento.

         Más allá de los detalles, estoy convencido de que el cine español ha hecho un esfuerzo meritorio en este último tiempo por hallar el balance entre las historias mínimas que merecen ser contadas y la inserción en el ágora planetaria del relato audiovisual, imprescindible para que las industrias cinematográficas puedan sobrevivir. Desde aquí, mis más profundos –y humildes, ya que no puede ser de otro modo- respetos.

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15 de febrero de 2010
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El mundo según Irving

La primera vez que me encontré con Rodrigo Fresán en Barcelona (hace de esto ya muchos años, puesto que lleva once aquí), me citó en la puerta de la FNAC, frente a la Plaça de Catalunya. Ayer nos encontramos en exactamente el mismo lugar. Y Rodrigo tenía para mí, a modo de obsequio por mi llegada, un libro que a su manera también completaba un círculo. En algún momento de la década del 80, cuando todavía vivíamos ambos en Buenos Aires, me regaló mi primer libro de John Irving: The World According to Garp. Sin exagerar ni un poquito, confieso que Garp cambió mi vida. Ayer me regaló la más reciente novela de Irving: Last Night in Twisted River. A eso le llamo yo una bienvenida.

 

         ¿Qué es lo que me enamoró tanto de la literatura de Irving? Que encapsulaba de un modo profundamente personal alguna de las cosas que más me gustan de la literatura. (Y por ende que más persigo en mis novelas, salvando las enormes distancias que me separan de aquellos a quienes considero maestros.) Empezando por el largo aliento: aquellos relatos que se prolongan durante décadas y le conceden al lector la sensación de haber pasado una vida entera junto a esos personajes. Los personajes entrañables: fallidos siempre como seres humanos, pero dignos de la redención que tanto buscan. El sentido del humor. (“Escriba lo que escriba, por más gris u oscuro que sea el tema, siempre me va a salir una novela cómica”, declaró alguna vez.) El empleo de la literatura como una variante del exorcismo. (“Escribo una y otra vez –contra mi voluntad- sobre las cosas que más temo”) Y la dedicación a las cuestiones esenciales de la vida: los afectos, la identidad, la posibilidad de hacer el bien aunque esto implique incurrir en un anacronismo. En un tiempo donde las únicas cosas que parecen importantes en la literatura son las que atañen a la literatura misma y sus minucias, Irving es de los que creen que los mejores libros son los que hablan, más bien, de otras cosas. Leyendo a William Goyen hace poco tiempo tuve (como la tengo cada vez que leo a Salinger) la misma sensación: de que la mejor literarura se produce cuando uno no está pensando en cuestiones librescas, sino más bien en los misterios de la vida.

         Gracias, Fresán. Nuevamente.

         Cuando termine el libro espero estarle agradecido a Irving otra vez, como lo estuve con Garp, The Cider House Rules y A Prayer for Owen Meany.

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12 de febrero de 2010
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BB (Bruno en Barcelona: un diario)

 

Estas son algunas de las cosas que Bruno F sintió, experimentó y descubrió a partir de la decisión de sus padres de viajar lejos de casa.

 

  • 1. Barcelona, sus límites. Digan lo que digan, Barcelona comienza en un avión.
  • 2. Avión. Sometido por vez primera al despegue de la máquina, Bruno reaccionó de la siguiente manera. Primero aplaudió, como quien está sentado en un teatro; y después pronunció su grito de batalla: "¡Más! ¡Más! ¡Más!" (En Bruno, el pedido de más, más y más no es la demanda insaciable de la mayoría de sus congéneres, sino un reconocimiento a la excelencia. Suele decirlo a la manera en que ingleses y franceses dicen "Encore! Encore!", o que los argentinos solicitamos "¡Otra!" Esto es, para prolongar la delicia de la experiencia al tiempo que se homenajea a los artistas -o bien, como en este caso, a la elegancia con que ocasionalmente se expresa la vida.
  • 3. Barcelona, sobre su nombre. Desde el primer momento, Bruno se movió por Barcelona como por casa. Las explicaciones sobre este comportamiento varían. Hay quien sostiene que se debe a la adaptabilidad infinita de los niños. Hay quien supone que la genética puede tener algo que ver. (Después de todo, el apellido de su padre es tan catalán como el Tibidabo.) Una tercera versión aventura lo siguiente: que Bruno está convencido en efecto de que la ciudad pertenece a su padre, y en consecuencia la vive con naturalidad. Después de todo, entre Barcelona y Marcelona la diferencia es tan exigua...
  • 4. Sobreabundancia de tíos. Bruno reconoce a sus tías como tales, pero a sus tíos los llama por su nombre: Pipo, Germán... Sin embargo, en Barcelona entiende que hay tíos por todos lados. Como nada le gusta más que trabar relación con gente, se excita cuando entiende que aquí todos conocen a una de sus tías: Valeria, a quien llaman Vale. Y dado que oye por doquier pero tío esto, u oye tío, mira, Bruno empieza a gritar "¡Tío! ¡Tío!" a diestra y siniestra, como quien se trata con el pueblo entero o bien, en un arranque arzobispal, a modo de bendición.
  • 5. Locutorio, su definición. Su madre fue a El Corte Inglés de Plaça de Catalunya para averiguar si podía reciclar un vetusto teléfono móvil de Argentina. Para explicar dónde podía realizar esa discutible operación, el empleado del área de telefonía le preguntó si sabía qué era un locutorio; y antes de que mamá pudiese contestar que en efecto lo sabía, le entregó la siguiente definición: "Locutorio es un sitio lleno de hindúes y pakistaníes, donde ofrecen llamadas internacionales". Desde entonces, cada vez que se cruza con un mapa donde se ve la India o Pakistán, Bruno piensa indefectiblemente: "¡Locutorio!"

 

(Continuará.)

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10 de febrero de 2010
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