Marcelo Figueras
Estas son algunas de las cosas que Bruno F siguió sintiendo, experimentando y descubriendo a partir de la decisión de sus padres de viajar lejos de casa.
Barcelona, costumbres alimenticias. Los seres de este sitio tienen las costumbres alimenticias más raras. En la playa, un perro juguetón se devoró su pelota de los Backyardigans: la dejó reducida a flecos. Y durante un paseo por la ciudad, desapareció de su carro el adorado muñequito de Otolo. (O sea Mickey, que para Bruno es Otolo desde que vio un dibujo animado en que el ratón gritaba a los cuatro vientos una fórmula mágica que a sus oídos sonó así: "¡Otolo! ¡Otolo! ¡Otolo!") Desde entonces, Bruno piensa en Barcelona como La Ciudad Que Se Devoró A Otolo.
Barcelona, costumbres alimenticias (2). Aunque para ser sinceros, alguna de las cosas que aquí se comen le han deparado placeres que no creía posibles. Días atrás, en un restaurant frente al mar, probó una croqueta de jamón. Tan pronto el sabor tintineó en su lengua, alzó ambos brazos al unísono y empezó a hacer una danza peculiar en su silla. Desde entonces, cada vez que prueba algo igualmente sabroso, o más aun: cada vez que le pasa algo que lo pone feliz, Bruno alza los bracitos y danza de la misma, exultante manera. Desde entonces, la familia se refiere a esa costumbre suya como La Danza de la Croqueta.
Palabras nuevas. De las palabras que la gente le va diciendo por donde pasa (porque Bruno es bonito y alegre y simpático y llama la atención sin hacer esfuerzo alguno, a diferencia de Lady Gaga), la que más le gusta es la siguiente: pequeñajo.
Bruno Figueras hay tan sólo uno. Una mañana, el titular de un diario llamó su atención. "Figueras se defiende ante el juez de los minoritarios", decía. Al seguir leyendo, le sorprendió comprobar que no se referían a su padre ni a su abuelo, sino a él mismo. El presidente de Hábitat, Bruno Figueras, tuvo que defender ayer ante tres de los accionistas minoritarios de la inmobiliaria… A pesar de lo que la noticia parecía sugerir, la idea de que pudiese existir otro Bruno Figueras ni siquiera pasó por su mente. Todo lo que tenía claro era que nunca había sido presidente de nada; príncipe, con certeza (porque así le dicen ocasionalmente sus padres: mi príncipe), pero nada más. ¡Si ni siquiera sabía lo que significaba la palabra inmobiliaria! Este diario no sabe lo que dice, pensó. Y así fue que aprendió su primera gran lección sobre los medios.
El mar. Hasta ahora, toda su experiencia en materia de arena había tenido lugar en las plazas de Buenos Aires. Le alcanzó para entender que no le gustaba nada: tan pronto se le metía en las zapatillas o se pegoteaba en sus manos, Bruno empezaba a hacer gestos de asco y reclamaba auxilio. Pero con la arena de Barcelona es otro rollo, como dicen aquí. Hasta sabe rico, a juzgar por la fruición con que se la mete en la boca. Lo mejor de esta arena, sin embargo, es su proximidad al mar. ¿Y qué es el mar? Esa inmensidad hacia la que Bruno carga como tren cada vez que la tiene cerca, como si no hubiese acción más sensata en este mundo que la de zambullirse.
El mar (2). La primera vez que lo tuvo delante le pidió a su padre que lo cargase y se quedó viendo el Mediterráneo con seriedad ajena a sus años. Por fortuna no emitió ningún pronunciamiento filosófico. (A esta altura, su lenguaje oral tiene mucho en común con el de Tarzán. Un pensamiento simple como: "Me gustaría ver a las hijas de Juan Gabriel Vásquez" puede ser formulado así: "¡Vázquez! ¡Nenas! ¡Buscal!") Pero la concentración con se que aplicó a la tarea -guardó un silencio religioso, mientras abría los ojos de modo que se le llenasen de azul- le sugirió a su padre que Bruno no necesitaba que le enseñasen a ver. Muy por el contrario, sabía muy bien lo que estaba mirando -más que su padre, para empezar.
(Continuará.)