Marcelo Figueras
Resulta extraño ver anunciado a Richard Price como “el guionista de The Wire”. Para mí y para tantos otros, Price es desde hace tiempo algo más. El novelista de Clockers y Samaritan, para empezar: uno de los más exitosos rapsodas de la ciudad contemporánea concebida como personaje, un enclave sin centro y sin fin, con más ruinas que historia y sin otro futuro que una repetición interminable, y por ende kafkiana, de este presente carcelario. En cualquier caso, podría pensar también en Price como el guionista de The Color of Money y Sea of Love. Pero el ciclo que lo presentó ayer en la Caixa Forum de Barcelona apunta a pensar la narrativa en los medios más populares de hoy, y en este contexto la serie The Wire, como subrayó Rodrigo Fresán y se dijo aquí mil y una veces, es simplemente la mejor serie de la historia de la TV y en consecuencia estar asociado a ella no debería sonar a desmérito. Demonios, si hasta podría predicar algo más sin temor a exagerar: que The Wire es la mejor adaptación a un medio audiovisual de una novela que Richard Price no escribió nunca.
Ayer Price se mostró en su mejor forma. Filoso y lleno de humor, no vaciló en distanciarse del fenómeno Mad Men con fundamento (atribuyó su éxito al peso de la nostalgia que muchos experimentan respecto de un tiempo que, a su juicio, “nunca fue del todo así”), y se rió de series como Sex & the City con los mismos argumentos que emplearía en una charla de bar en el Lower East Side: “¡Eso es para chicas!”
Después de incurrir en un desliz que haría las delicias de cualquier psicoanalista (queriendo decir ‘mi hija’, dijo ‘mi novia’), se dedicó a cantar una épica oculta, la de las batallas que el productor David Simon presentó a los ejecutivos de HBO para llevar adelante el show que había soñado y que desde entonces –desde que The Wire salió al aire por vez primera- es el show con que nosotros no dejamos de soñar. Según Price, su amigo Simon es “tan reventadamente de izquierdas” que aplicó a la narrativa de The Wire el mismo tamiz democrático que aplica a todo en su vida. Lo cual derivó en la estructura coral de The Wire, que representa su gloria en materia narrativa y constituye también la explicación de los límites de su popularidad. Ese sentido de búsqueda de justicia todo terreno lo impulsó además a pagarle de su bolsillo a escritores como Price y George Pelecanos y Dennis Lehane, “hasta que avergonzó a la HBO lo suficiente” para que escribiesen nuevos cheques.
Por fortuna Fresán lo impulsó también a hablar de literatura. Fue una delicia oírle decir que además de preocuparse por lo que cuenta, el novelista debe buscar una música que transporte al lector. Todavía recuerdo esa tarde de Madrid, tiempo atrás, cuando acababa de comprar Lush Life (última novela de Price, que acaba de editarse aquí como La vida fácil), y mi amigo Juan Gabriel Vásquez se puso a leer en voz alta el párrafo que la abre, llenando de música esa habitación del Hotel de las Letras. El deslumbramiento que inspira The Wire no debería ocultar el hecho de que Price es simplemente uno de los mejores narradores de hoy full stop, creador de un territorio lírico que Walter Kirn delimitó bien al ubicarlo en el mapa literario en algún punto “entre Raymond Chandler y Saul Bellow”.
Fue un gusto escuchar sus palabras. Y también un honor.