Vicente Verdú
El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.
Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.
Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.
La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna presencia atosigante, echada al lado.
La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento. Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.
El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas, pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.
Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena, cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.
No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción y la minería.
La cama de matrimonio
El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.
Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.
Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.
La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna presencia atosigante, echada al lado.
La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento. Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.
El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas, pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.
Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena, cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.
No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción y la minería.