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Renacimiento

Javier Fernández de Castro

 

Creo necesario hacer una aclaración previa: siempre me ha gustado mucho Kenzaburo Oé, como escritor y como persona. Y me parece una aclaración necesaria porque si en otros escritores la mención a la persona es ociosa (qué importa cómo sea quien firma la obra si ésta, la obra, es excelsa) en este caso es imprescindible porque el personaje favorito de Kenzaburo Oé es Kenzaburo Oé, y resulta imposible delimitar cuándo habla el novelista y cuándo el personaje.  Y no sé qué les ocurre a los demás, pero, en mi experiencia como lector,  si el yo narrador me resulta ruin y mezquino, o si su conducta la juzgo  éticamente inaceptable (porque es un tipo repulsivo), carezco del temple necesario para acallar mis (enérgicas) objeciones morales a fin de disfrutar libremente de las emociones estéticas que provoca la lectura de sus andanzas. Es decir, que si el Kenzaburo Oé omnipresente en todos sus escritos me pareciese un necio, o un mentecato, difícilmente podrían gustarme sus novelas.

                Soy consciente de que en este terreno siempre cabe la posibilidad de llevar a cabo operaciones perversas, y la más extrema es la que todo lector debe hacer para adentrarse en Sade. Es evidente que hay una etapa vital en la que Sade provoca una fascinación superior al deseo de cerrar sus libros. Pero nunca me ha sonado verosímil la afirmación de que dicha fascinación es debida a la prosodia del divino marqués, o a su arte en el uso del adjetivo. Sade fascina porque su material literario es oscuro y es ultrasensible debido a que hurga en  las zonas más ponzoñosas del alma humana, esos estratos donde figura el catálogo de los tabúes  que más trabajo le ha costado domeñar al ser humano. Y me refiero al incesto, el deseo de matar al padre, la tentación de comernos al prójimo y demás impulsos de parecida calaña. Mal que bien todos esos impulsos han sido encerrados en la mazmorra de la especie. Pero siguen ahí,  y  de cuando en cuando afloran a la superficie, unas veces como ficción y otras en la sección de sucesos.

                En el caso de Kenzaburo Oé la fascinación que provoca se debe a que también él, según avanza en su viaje interior, se adentra en zonas oscuras y a veces ponzoñosas, aunque sean de un orden muy distinto a la satisfacción de martirizarle el trasero a una dama virginal e indefensa. Kenzaburo Oé es el resultado de una elaboración cultural que ha precisado de una tradición ancestral y de una sensibilidad extraordinariamente refinada. Lo cual impone, a la hora de sacar a la luz material autobiográfico de ese porte, que cada paso adelante, cada fragmento de vida, precise de una cuidadosa  preparación durante la cual el lector es informado del lugar, la circunstancia, el momento y la persona o personas que intervinieron en el asunto que va a ser investigado. Ello implica, dicho en otras palabras,  que Renacimiento es una  novela lenta, minuciosa y premiosa, y en la que se avanza a tientas porque casi nada acaba siendo lo que parecía ser al empezar.

El propio Oé se ha encargado de dejar claro que esta novela es autobiográfica. Cabría preguntarse por qué les  cambia el nombre a los personajes más directamente implicados si luego apenas se molesta en disfrazarlos: el narrador se llama Kogito, que es el apelativo familiar y cariñoso del propio Kenzaburo Oé. La esposa, que en la realidad se llama Yukari, aquí figura como Chikashi, y el hijo, que en la vida real se llama Hikari, en la novela es Akari, pero en ambos casos son criaturas complejas y con una intensa relación con la música. Y en cuanto al desencadenante de todo ello, el aquí llamado Goro, en la vida real era un actor y director de cine llamado Yudo Itami que se suicidó arrojándose desde una azotea. Tanto en la vida real como en la "ficción"  era cuñado de Kogito-Kanezaburo y su mejor amigo.  Supongo que el cambio de nombres es un simple recurso distanciador, un pequeño truco que permite al escritor tomar un mínimo de distancia y respiro frente a lo que está narrando, ya que la muerte de Yudo-Goro ocurrió en 1997 y Renacimiento se publicó sólo tres años más tarde.

El relato empieza el mismo día en que Goro se ha provocado la muerte, aunque previamente le ha mandado a su amigo una cinta en la que, entre otras cosas, le dice:"Eso es lo que hay, me voy al otro lado", para luego concluir: "Aunque eso no quiere decir que se vaya a interrumpir la comunicación entre nosotros". Y se refiere, el suicida, a las cincuentas cintas que fue grabando a lo largo de los años y en las que se rememoran sucesos, ideas, libros (los libros son un referente continuo y fundamental en la formación de ambos), amigos y enemigos, amores…la vida misma. Esta es la parte más intensa de la novela porque el narrador, a fuerza de escuchar las cintas, y tras adquirir una cierta habilidad en el uso de la tecla de stop, aprende a crearse un silencio que le permite intervenir, ratificar, negar o mostrar su asombro ante lo dicho por la voz grabada del difunto Goro, con lo cual se hace realidad lo dicho por éste en su despedida, cuando le predice que su paso al otro lado no significa que se vaya a interrumpir la relación entre ambos.

La desgracia es que el recurso se agota y al cabo de un centenar de páginas, o más, el diálogo desde uno y otro lado de la línea que separa la vida de la muerte pierde intensidad, se vuelve repetitivo y Kenzaburo Oé, novelista con oficio probado, comprende que no tiene más remedio que poner en juego otros recursos. Y  es entonces cuando más se nota la premiosidad de este tipo de escritura, pues es cuando interviene la preparación minuciosa del tiempo y el lugar, la circunstancia o el perfil de quienes intervienen en el asunto a desentrañar. Pero no estoy diciendo  que al final de tanta preparación la narración resulte insulsa. Si algún lector pierde la paciencia le recomiendo que vaya directamente al capítulo quinto, titulado  La prueba de la suppon.  No me cabe la menor duda de que una vez leído ese (terrorífico) incidente, el lector impaciente regresará al punto donde se impacientó, pero ahora para retomar la lectura con la renovada convicción de que el viejo Kenzaburo-Kogito sabe lo que se hace y que todavía le va a deparar momentos tan intensos como los vividos durante los  diálogos con el difunto a través de una grabadora de bolsillo.

 

 

Renacimiento

Kenzaburo Oé

Seix Barral

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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