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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Emulo de Wilberforce, se busca

¿Cuánto menos sabríamos de historia –en un nivel superficial, al menos- de no ser por el cine? Pocos días atrás me quedé prendado de una peli de Michael Apted que emitía la TV: Amazing Grace (2006) recrea la vida de un señor llamado William Wilberforce de quien al menos yo nunca había oído hablar. Dejé de hacer zapping impresionado por el cast: Albert Finney, Rufus Sewell, Michael Gambon, Ciaran Hinds, Toby Jones, Romola Garai… El protagonista no me atraía demasiado (Ioan Gruffudd, a quien la mayoría conocemos por la flojísima King Arthur y su rol de científico elástico en las pelis de Los Cuatro Fantásticos), pero el resto de los actores sugería que debía haber allí algo que valía la pena.

         Y lo había, aunque más no sea para aprender algo sobre Wilberforce, este inglés que (como se imaginarán, apenas terminó el film corrí a Wikipedia) hizo campaña en la Cámara de los Comunes para que se aboliese el tráfico de esclavos y tardó veintiséis años (sí, leyeron bien: veintiséis… ¡a eso le llamo yo perseverancia!) en conseguir que aprobaran su proyecto.

         Amazing Grace no es nada del otro mundo, pero consiguió emocionarme. Sin embargo mientras la miraba se me cruzaron un par de ideas, que comparto ahora con ustedes en la esperanza de recibir ecos que potencien mi pensamiento. La primera: cuánto más tranquilizador es ser espectador de un relato que detalla una campaña épica, sí, pero distante, que por añadidura versa sobre un tema que hoy ya nadie se atrevería a discutir. (¿Quién levantaría la mano en estos tiempos en defensa de la esclavitud?) Imagino que una película actual con el mismo tono de Amazing Grace pero dedicada a, por ejemplo, Evo Morales, generaría resistencias que la de Apted no encontró, a pesar de que no costaría nada encontrar paralelos entre la gesta de Wilberforce y la del actual presidente de Bolivia.

         Y segundo: el hecho de que la noción de esclavitud nos resulte repugnante no niega el hecho de que sigue gozando de buena salud en nuestras sociedades –por supuesto, adaptada a las formalidades y la corrección política que define el relato de la época. Quiero decir: para los ingleses del siglo XIX que habían tenido la suerte de nacer en buena cuna y recibir educación acorde, convivir con esclavos era algo natural, uno de esos signos quizá algo lamentables de su tiempo que, sin embargo, parecían tan fuertemente establecidos como imposibles de ser modificados. (Desde el reparo de su decorado de época, Amazing Grace no temía llamar al tema por su nombre: ¿cómo abolir la esclavitud, cuando todo el comercio del Imperio Británico parecía depender de su existencia?) Sin ánimo de negar los avances en el terreno institucional y legal que nos separan del tiempo de Wilberforce, no puedo dejar de preguntarme si hoy no toleramos con la misma naturalidad la existencia de los homeless y de los que piden monedas en la calle, pero ante todo de los millones de trabajadores que en el mundo entero trabajan sin protección alguna, durante horarios inhumanos y a cambio de salarios que no los elevan por encima del nivel de supervivencia; y si nuestra complacencia, en suma, no responde a la misma convicción de que sin todos esos (casi) esclavos nuestro mundo cotidiano, películas incluidas, no sería para nosotros tan pero tan confortable como ahora lo es.

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21 de enero de 2010
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¿Niños frágiles o Superboys?

En una entrevista concedida a The A.V. Club (www.avclub.com), el cineasta y ex (¿ex?) Monty Python Terry Gilliam habló de algo sobre lo que me ha gustado especular aquí más de una vez: el hecho de que la corrección política pasteurice y por ende banalice los relatos dirigidos al público infantil –la mayor parte de esas historias son víctimas, hoy, de la más flagrante autocensura.

         El periodista Sam Adams le dice al director de Brazil y Twelve Monkeys que “hemos desarrollado una visión super limitada sobre la vida interior de los niños. Antes se les leía los cuentos de hadas de los Grimm y aún así crecían de manera saludable”, aunque concede que The Red Shoes es “más bien horrible en más de un sentido”.

         A lo que Gilliam responde: “Es por eso que semejantes historias son importantes. Sirven para desarrollar los músculos de los niños, para despertarlos a las situaciones que la vida suele ofrecer. Los niños no le temen a la muerte. Eso es lo otro que la gente no comprende. La muerte, creo, simplemente es una idea extraña para ellos… ¿Por qué los adultos se asustan tanto ante esta cuestión? …Dicen que lo hacen para proteger a los niños. Pero no se puede protegerlos. Hay que darles oportunidad de que tengan oportunidades. Dejar que su imaginación fluya. …De otro modo es igual a calzarles un traje como el que Bruce Willis vestía en Doce monos: un condón que cubre el cuerpo entero, para así lanzarlos al mundo”.

         Yo tiendo a estar de acuerdo con Gilliam. Siento que la imaginación de los niños es infinitamente más anárquica y salvaje de lo que los relatos de este tiempo quieren asumir. De ahí el encanto perenne de, por ejemplo, la saga de Alicia según Lewis Carroll, tan pasteurizada por Disney en su viejo dibujo animado. (Ya veremos que hizo Tim Burton al respecto…) Y pensar que hay gente que cuando se dice La sirenita piensa también en su disneyficación… ¡Pocos relatos han sido más banalizados que el original del eterno patito feo Hans Christian Andersen!

         Los relatos clásicos (Grimm, Andersen) siguen encontrando eco en las mentes infantiles porque les resultan más perturbadores, menos predecibles que la papilla intelectual que están acostumbrados a recibir. Cuando los leen en su versión original, comprenden que allí hay algo misterioso que aunque no decodifiquen de inmediato deben investigar. (¡Como me ocurrió a mí con la versión trágica de Robin Hood!) Y eso no es malo, como no lo es tampoco que los niños pregunten porqué el viejito de Up no pudo tener hijos. Es bueno precisamente porque les lleva a hacerse preguntas sobre los aspectos de la vida que no podemos controlar –o sea, a diferencia de lo que nuestras sociedades temerosas quieren comunicar: casi todos.

         ¿Qué piensan ustedes?

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19 de enero de 2010
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La aventura del detective rejuvenecido

En mi carácter de aficionado a la creación más popular de Sir Arthur Conan Doyle (al punto de haberme preocupado, durante mi primer viaje de juventud a Londres, de visitar religiosamente el 221 de Baker Street, y de tener un ejemplar de las aventuras completas, con las ilustraciones originales de The Strand, siempre al alcance de mi mano), me veo en la necesidad de decir lo siguiente: el Sherlock Holmes de Guy Ritchie y Robert Downey Jr. –sería injusto no socializar la creación- me deparó dos horas de maravilloso entretenimiento.

         Habrá quien diga que esta versión del más célebre detective de la historia se aparta demasiado del original, o cuanto menos del estereotipo que nos hemos habituado a asociar al personaje. Al menos en mi opinión, el Holmes que encarna Downey Jr. conserva suficientes puntos de contacto con la criatura de Conan Doyle para permitirme aceptar que se trata del mismo Holmes; en cualquier caso, no veo que exista más distancia entre uno y otro de la que hay entre el Batman creado por Bob Kane y el enmascarado del Dark Knight de Frank Miller o el de Christopher Nolan.

         En segundo término, el Holmes de Ritchie-Downey Jr. funciona perfectamente en los términos que la película propone. Una vez superado el extrañamiento de ver al detective que siempre asociamos con la pura actividad cerebral abocado a una pelea clandestina por dinero, o corriendo por las calles de Londres a lo Indiana Jones, no nos queda más que admitir que el personaje en sí mismo tiene una lógica inapelable dentro de los confines de la película. Puesto de otra manera: ese Holmes no será el Holmes que muchos prefieren, pero al menos para mí es un Holmes dignísimo para los tiempos que corren.

         Confieso que iba preparado para lo peor. Sin embargo no pude dejar de disfrutar. Me encantó la actuación maníaca y llena de humor de Downey Jr., el Watson de Jude Law (tan diferente del médico torpe y tontorrón que se asoció a Watson desde el Nigel Bruce que acompañaba al magnífico Basil Rathbone en las viejas películas), la Irene Adler de Rachel McAdams. Me fascinó la Londres clásica revisitada por Philippe Rousselot. Hasta la trama principal, que los medios adscribían de manera acrítica a una conspiración impulsada por la magia negra (¡algo tan poco holmesiano, aunque tan conandoyleano, como el ocultismo!), es en realidad otra cosa y conecta aquel mundo ficticio con este mundo presente: ¿o acaso no vivimos en sociedades que apelan a manejarnos por la vía del miedo?

         Como era esperable tratándose de quien se trata, Guy Ritchie concibió un Holmes más callejero y carnal. Habida cuenta de que en general los personajes de sus películas son poco más que idiotas, reconozco que hizo un buen trabajo con este detective que sigue siendo paradigma de la inteligencia humana.

         La noticia de que Downey Jr. se bajó de la peli Cowboys & Aliens para concentrarse en la próxima de Holmes es, al menos para mí, una buena noticia. Protagonistas para esa otra peli habrá muchos (de hecho estaban negociando ya con Daniel Craig), pero Holmes, al menos hoy, hay uno solo.

         Esperaremos la irrupción de Moriarty, pues.

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15 de enero de 2010
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La Clase B más cara de la historia

Como toda obra artística que deviene fenómeno sociológico, Avatar está siendo objeto a diario de los más diversos comentarios. Que se la sospecha de racismo, en tanto muestra a un hombre blanco salvando a una raza de color. Que el Papa Ratzinger desconfía de su ideología, en tanto otorga categoría de divinidad a la naturaleza. Que se sabe de que existen escenas de sexo entre Jake (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldana), que James Cameron terminó eliminando del montaje. Que marca el camino por el que se adentrará el cine en el futuro, y al mismo tiempo que lleva al cine en una dirección inconducente. (Después de todo tardó quince años en hacerse, y a un precio sideral que muy pocos pueden afrontar.) Que algunos espectadores se quejan de dolores de cabeza y pensamientos suicidas después de la proyección. Que su éxito apresuró el lanzamiento público de la TV en 3D. (Ya que estamos, pregunto: ¿cómo hará la gente que deja la TV de fondo y la mira de tanto en tanto mientras hace otras cosas? ¿Terminaremos llevando los dichosos anteojitos hasta en el baño?) Y mil abordajes más, brotando cada día en cuanto medio pasa por delante de mis ojos.

         Lo que a mí me gustó más de Avatar fue, simplemente, que reavivase en mí la experiencia de la maravilla que el cine me hizo vivir cuando era pequeño; esa sensación de estar viendo algo nunca antes visto, un mundo nuevo o una civilización que hasta entonces había sobrevivido en algún valle inaccesible a la mirada del común de los hombres, como ocurría en la King Kong original y en tantas otras películas clase B. Recuerdo una llamada El valle de Gwangi, cuyos dinosaurios –obra del maestro Ray Harryhausen, tanto antes de la tecnología de Jurassic Park- me parecían de niño increíblemente reales. A fin de cuentas, ¿no es Avatar la película Clase B más cara de la historia?

         Yo le agradezco a Cameron que me haya hecho recordar la esencia maravillosa del cine, esa capacidad de dejarnos con la boca abierta que practicaron tantos grandes y hoy tiende a ser olvidada, entre tantas películas predecibles hasta la exasperación.

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13 de enero de 2010
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El país de la infancia

Ese hombre a quien tantos vieron en los últimos días en el subte de la línea A (Plaza de Mayo-Carabobo) leyendo un libro para niños, era yo en efecto.

 

         Mudarme a la vieja casa paterna (y materna) me produjo un deseo irrefrenable de releer aquellos libros que marcaron mi infancia. El primero fue una edición de Robin Hood de la Editorial Peuser, fechada en 1945. Para que no queden dudas sobre su dueño original, en la portadilla está el nombre de mi madre: Susana. Pero no está escrito con letra infantil, sino con la letra redonda y perfecta que yo le conocí de adulta; como si mi madre también hubiese regresado de grande a ese Robin Hood, y dejado constancia para mí de ese reconocimiento tardío.

         Ese Robin Hood fue definitorio para mí, en tanto produjo dos efectos que dieron a mi vida la forma que hoy tiene. El primero fue destilar en mi alma el amor por las historias (y en particular, por las historias en formato de libro), y por su condición sine qua non: el arte de narrar. El segundo fue la revelación de que, en este mundo, hacer buenas cosas no entraña necesariamente el éxito ni supone justas recompensas. Porque a diferencia de las versiones más edulcoradas y por lo tanto populares de esta historia (por ejemplo la versión cinematográfica protagonizada por Errol Flynn), este Robin Hood no tiene final feliz. Aquí el héroe triunfa en su lucha épica, pero resulta víctima de una doble venganza. Uno de sus enemigos de siempre asesina a su mujer, Marian, y a su pequeño hijo Richard, así bautizado en honor al monarca por quien tanto batalló. Y al tiempo una familiar resentida, la abadesa del convento de Kirklees, le practica una sangría y se ausenta con una excusa, dejándolo desangrarse hasta la muerte.

Ni siquiera figura en esta versión el gesto romántico que sí hallé en otras, mediante el cual Robin dispara una última flecha para decidir el sitio en que será enterrado. Nada de eso. Aquí Robin, el maestro en el arte de los artilugios y las estratagemas, resulta engañado por una monja amarga y así muere. Y después la gente se preguntaba por qué era yo tan serio, siendo tan pequeño…

El libro me enseñó algo que tardé en comprender, pero que desde entonces resuena en mí. No tiene sentido hacer algo bueno –hacer lo que se debe hacer- en espera de reconocimiento o recompensa. La obra buena –y la buena obra- son un fin en sí mismas. Llevo muchos años tratando de vivir acorde a este principio ingrato pero honesto.

Reservo mis últimas palabras para las ilustraciones del libro. Fue abrirlo y comprender que llevaba grabado cada uno de esos dibujos, cada una de esas láminas, en lo más profundo de mi alma. Las recordaba como si las viese visto ayer por última vez. Todo lo que sé es que el libro acreditaba esas ilustraciones a un tal Manuel Ugarte. Que nada tiene que ver con el célebre socialista argentino, y de quien nada pude encontrar en Google. ¿Quién fuiste, Manuel Ugarte? ¿Acaso imaginaste alguna vez que tus dibujos –tu buena obra- iban a perdurar tanto tiempo en la memoria de alguien –otro exiliado del país de la infancia?

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11 de enero de 2010
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Tener y no tener

Además de los desafíos físicos que entraña de manera inevitable, mudarse supone un tipo de remezón todavía más profundo. Obligados por la necesidad de llenar cajas y canastos, nos vemos interpelados por los variadísimos documentos que nuestras historias produjeron al andar, en lo que constituye una prueba que sólo los insensibles atraviesan sin sufrir mella. ¿Y qué decir cuando uno se muda a la casa en la que pasó los primeros veinticinco años de su vida? En ese caso –mi caso, sin ir más lejos-, lo que uno trae consigo se empequeñece al lado de aquello con lo que se encuentra. Ah, cuántos fantasmas… El castillo de Elsinore no es nada al lado de la casa del barrio de Flores. Lejos de dar abrigo a un solitario que clama por venganza, el sitio desde el que ahora escribo se parece más bien a una convención de espectros –que, por suerte, reclaman de mí algo muy distinto.

         A pesar de la proliferación de libros que vino conmigo, cuando tuve que salir para hacer una diligencia me llevé el primer volumen que encontré en la vieja biblioteca de lo que alguna vez fue mi cuarto. Era la primera parte de la autobiografía de una actriz que siempre amé: Lauren Bacall por sí misma. La contratapa tenía pegada una etiqueta que explicaba su origen: el libro (no me pregunten por la segunda parte, que no está a la vista) vino como regalo cuando compré el primer fascículo de una enciclopedia de cine que editó Salvat a mediados de los 80. (Como ven, la cinefilia del que escribe viene de lejos…)

         Elegí ese libro porque me interesaba el relato de su relación con Humphrey Bogart, uno de mis actores favoritos de todos los tiempos. Y no me decepcionó. Bacall debutó en cine con To Have and Have Not, como protegida del director Howard Hawks. Y allí se enamoró de Bogart a pesar de la diferencia de edad: ella tenía 19 y él 44, además de estar casado con una mujer difícil, Mayo Berthot, víctima de un alcoholismo que terminó venciéndola.

         Los fragmentos de las cartas de Bogart que Bacall reproduce me llenaron de ternura, en tanto espejan –más allá de las distancias- algunos de los sentimientos que me visitaron desde que conocí a mi actual mujer, y en particular al aproximarse el casamiento: “Nena, te quiero enormemente y no deseo hacerte daño nunca, nunca, nunca, ni traerte la menor infelicidad; quiero que tengas la vida más feliz que ningún mortal haya tenido. Hace tanto tiempo, querida mía, que nadie me ha importado tan profundamente, que no sé qué decir ni qué hacer… Nunca creí que pudiera querer a alguien otra vez. Ocurrieron demasiadas cosas en mi vida y tenía miedo de querer de nuevo; no quería amar porque cuando lo haces, duele demasiado… Los últimos años han sido terriblemente duros y estuvieron muy cerca de volverme horriblemente loco… Parece muy extraño que después de cuarenta y cuatro años de rodar por ahí te haya encontrado… cuando yo pensaba que ya no podría sucederme nunca más”.

         Hasta ahora, cuando su nombre salía a colación yo decía: Bogart, ¡qué actor! Después de leer este (medio) libro, seguramente diré de aquí en más: Bogart, ¡qué hombre!

         Más fantasmas en próximas entregas.

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6 de enero de 2010
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Mi vida sin mí, mi vida conmigo

Nada pasa porque sí. En las últimas horas de este 2010, mientras los hechos del año en fuga desfilaban por mi mente en puntas de pie (los títulos obtenidos por mis hijas, la novedad de mi hijo Bruno, la aparición de Aquarium y el estreno de Las viudas de los jueves en la Argentina, mi casamiento y la mudanza inminente –en este momento estoy rodeado de cajas), terminé de revisar la traducción al inglés de Kamchatka, que será editada en Inglaterra durante el año que está arrancando. Lo cual me obligó de manera inevitable a releerla. Y fue así que en sus últimas páginas encontré algo que obviamente escribí hace mucho, pero que expresa con precisión escalofriante lo que hoy siento y vivo.

         Empecé los posts de los últimos días hablando de ciclos. Yo intuyo que hay un ciclo mío que se está cerrando en estos días, mientras me mudo transitoriamente a la casa paterna de la que me fui hace un cuarto de siglo. En pocas semanas mi familia y yo nos subiremos a un avión, pero estoy convencido de que el tránsito por esa casa todavía vacía (mi madre murió, mi padre vive lejos), aunque obligado por razones prácticas, dista de ser una casualidad o un hecho menor.

         Cuando pensaba qué le diría a mi mujer durante la ceremonia, entendí que ese matrimonio significaba para mí mucho más que una formalidad: era, en todo caso, la manera perfecta de asumir –delante del mundo entero, pero ante todo en mi corazón- que Flavia era la persona que me había salvado del más grande de los peligros que enfrenté en estos años: aquel que entraña el no animarse a amar a fondo. La metáfora de Kamchatka se refería a eso, precisamente. No se habla allí del lugar geográfico sino de un lugar del alma, aquel remoto y helado en que uno se encierra cuando ha sido muy lastimado y quiere protegerse. Como mamá le dice al pequeño Harry en una escena clave, hay momentos en que uno se pone una armadura para preservarse de los dardos del destino y termina comprendiendo, al fin, que se ha quedado encerrado dentro de esa coraza, imposibilitado de sentir el contacto de otra piel, el calor de otra alma.

         En las páginas finales (insisto: aquello que escribí entonces lo estoy viviendo hoy), Harry comprende que ya no necesita seguir escondiéndose en aquel exilio helado. Narrar su propia historia, o lo que es lo mismo: reapoderarse de su destino le ha hecho comprender que está en condiciones de arriesgarse nuevamente, porque si uno no se expone a ser lastimado jamás podrá amar de verdad. Ya no necesito más de Kamchatka, de la protección que me otorgaba al estar lejos de todo, inaccesible, entre nieves eternas, dice Harry. Me llegó el momento de estar otra vez en mi lugar, estar por completo allí, todo yo, para dejar de sobrevivir y empezar a vivir.

         Vamos a casa, dice el abuelo. Ya es hora.

         El abuelo tiene razón. Es hora de que vuelva a casa.

         Les deseo el mejor de los años, al tiempo que les agradezco que estén allí. Como se imaginarán, significa mucho para mí.

         Mientras escribía esto, Mayté me invió como regalo un libro que se llama Physics of the Impossible. Nada pasa porque sí.

         Feliz 2010 para todos.

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31 de diciembre de 2009
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Mis aventuras con la TV (2009)

Si bien sigo sosteniendo que los mejores relatos audiovisuales de estos tiempos están siendo producidos no para el cine, sino en televisión, debo admitir que el 2009 no ha sido el mejor de los años para las series. Terminada The Wire, no ha surgido nada comparable en ambición y logros. El trono vacante sigue ocupándolo Breaking Bad, que aunque muy distinta en tono y modalidad narrativa coronó una segunda temporada brillante. Pero más allá de la prolongación de series ya probadas (Weeds, Dexter, In Treatment –la segunda temporada me pareció floja, por cierto-, Lost, Dr. House y otros títulos por el estilo), lo que pude ver de la nueva cosecha no arrojó hasta el momento nada inolvidable.

         Glee tiene sus momentos maravillosos (cada vez que aparece Jane Lynch en el papel de Sue Sylvester) y sus momentos bochornosos (buena parte de los musicales, cada vez más predecibles y American Idolescos). The Good Wife, una producción de Ridley y Tony Scott, está bien, aunque sigo sintiendo que lo que más me gusta de la serie es que haya rescatado de las sombras a Julianna Margulies. Más interesante en términos narrativos es United States of Tara, otra serie protagonizada por una mujer, Toni Colette, que brilla interpretando a la Tara del título… y a las múltiples personalidades en que se desdobla cuando algo la angustia.

         Disfruté Lie to Me, con Tim Roth interpretando a un profesional en el arte de percibir las mentiras humanas.

         Las nuevas series de HBO me dejaron con sabor a poco. Hung parece no cuajar en ninguna dirección interesante. Me perdí Eastbound & Down, y Bored to Death me resulta simpática pero no mucho más, al menos por el momento. Y lo poco que alcancé a ver de The No. 1 Ladies’ Detective Agency, un proyecto del malogrado Anthony Minghella, me pareció excesivamente light.

         Dicen que Modern Family es graciosísima, pero todavía no pude verla. A cambio me reí como loco con la temporada 2009 de Peter Capusotto y sus videos, emitida en la Argentina por Canal Siete. El personaje más brillante de este año fue Violencia Rivas, una cantante que habría tenido su apogeo en los nuevaoleros años 60, y que usaba el tipo de canciones que aquí popularizó Violeta Rivas y en el mundo Rita Pavone para transmitir mensajes protopunk o simplemente agresivos, como lo testimonia su hit Metete tu cariño en el culo.

         Otro punto alto del año fue la transmisión por I-Sat de Monty Python: Almost the Truth, el documental de seis horas sobre el grupo de comediantes ingleses. Y al menos para mí, la visión del final de E.R. fue prácticamente un asunto de familia, dado que seguí la serie durante cada una de sus… ¡quince temporadas! (Mi romance con E.R. duró, por cierto, más que cualquiera de mis relaciones amorosas…)

         También hubo momentos de televisión involuntaria e inolvidable, como las imágenes que le valieron la destitución a la ahora ex jueza Rosa Parrilli. Esta mujer abusó de su cargo para tratar de escapar de una infracción de tránsito, mientras se burlaba de las empleadas por ser morochas y no rubias, las trataba de ‘tontitas’ y amenazaba con ocho meses de prisión si no hacían lo que ella pretendía. Su actuación deleznable quedó registrada por una cámara de seguridad del lugar, sellando su destino laboral al tiempo que la lanzaba al estrellato en internet (http://www.youtube.com/watch?v=uxQRFFja34A).

         Quizás la mayor sorpresa haya sido la forma en que Canal Siete alteró mis hábitos televisivos. Es el único canal de aire (estatal, dicho sea de paso, lo cual por cierto no es ninguna casualidad) que puedo ver. Peter Capusotto se emite allí, como el sitcom Ciega a citas. Los noticieros son los únicos que tienen algún asidero en la realidad. Y ver 6,7,8 -que ahora se emite a las nueve de la noche- es prácticamente un lujo: ¿gente inteligente, debatiendo abiertamente sobre los temas que importan? A diferencia del resto de la TV argentina, condescendiente al punto de tratar al espectador como un idiota redomado, 6,7,8 funciona como una muestra de lo que podría ser la TV local si prefiriese confiar en los espectadores en vez de secuestrarlos.

          ¿Y ustedes, qué? ¿Tienen algún momento de maravillosa TV para compartir?

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29 de diciembre de 2009
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Mis aventuras con las películas (2009)

Antes de comentar cuáles fueron mis películas favoritas del año que culmina, dejo constancia de una consideración.

         Víctima de las presiones del mercado y de sus propios esquemas de producción, el cine de hoy parece determinado a parafrasear a Richard Matheson y convertirse en el increíble arte menguante. Las películas –admitámoslo- son cada vez peores. Y las variantes tecnológicas (3D, IMAX) no van a salvarlo de su actual marasmo, del mismo modo que no fueron ni el Cinemascope ni la pantalla en 70 mm lo que preservó al cine de perecer a manos de la TV entre los años 50 y 60. (Los salvadores fueron narradores como David Lean y Anthony Mann, más allá de la dimensión de las pantallas; y por supuesto, los productores que confiaron en ellos en lugar de contratar a profesionales mediocres para dirigir Lawrence de Arabia y El Cid.) Esa es la razón por la cual la lista de películas nuevas que desgranaré es corta: ¡es que simplemente no hay tantas películas buenas!

         Las que más me gustaron de este año son: Let the Right One In de Tomas Alfredson (una bellísima historia de amor, que para más datos tiene por protagonistas a dos niños o, para ser preciso, a un niño y a una niña-vampiro), Public Enemies de Michael Mann (no es la mejor peli de su carrera, pero uno elige comparando con el resto de la manada del año), District 9 de Neill Blomkamp (fantástica como ciencia ficción, pero también como cine político –y cine a secas, por supuesto), Up (si los muchachos de Pixar se animasen a no convertir los terceros actos de sus películas en persecuciones convencionales, Wall-E y Up serían obras maestras), Historias extraordinarias (el maratón de Mariano Llinás, una máquina narrativa con vocación de sinfín) y La sangre brota de Pablo Fendrik.

         Gran Torino y Bastardos sin gloria me parecen buenas pelis, y punto. Mi hija Agustina sostiene que Two Lovers de James Gray es maravillosa, pero todavía no pude verla. The Hangover me resultó muy graciosa. Encontré que (500) Days of Summer era encantadora. Y Antichrist de Lars von Trier me perturbó tanto que no me animé a escribir sobre ella en este sitio; precisamente porque sigo tratando de entender qué me produjo, creo que no debe faltar en esta lista.

         Por supuesto, algunas de las pelis memorables de este año las vi gracias a la maravillosa tecnología del DVD, porque –admitámoslo también- cada vez vemos menos cine en los cines. Este es uno de los signos de los tiempos que los grandes estudios cinematográficos parecen reacios a comprender: no es el que la proliferación de nuevas tecnologías conspire contra el cine porque impulsa a la gente a ver pelis en sus casas, en sus computadoras-ordenadores y hasta en sus teléfonos; se trata, por el contrario, de que la gente tiene tanta avidez de ver cosas buenas que, con tal de saciar su sed, buscará donde sea y cómo sea.

         Antes de irme, anoto algunas pelis que siguen esperando su oportunidad de actuar para mí, en una torre que se eleva junto a la TV de casa: Synecdoche, New York de Charlie Kaufman, Election y Election II de Johnnie To, Siete novias para siete hermanos (una de las favoritas de mi madre), El prisionero de Zenda (la de Ronald Colman), Tideland de Terry Gilliam, El afinador de terremotos de los hermanos Quay…

         Tantas pelis interesantes, y tan poco tiempo.

         ¿Vieron ustedes algo que valga la pena buscar?

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27 de diciembre de 2009
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Mis aventuras con los libros (2009)

¿Qué cosas leí durante 2009 que no olvidaré?

A continuación una lista armada confiando tan sólo en mi memoria. Por supuesto incluye también libros publicados en otro tiempo: ¡uno no lee tan sólo novedades!

Empiezo por dos libros de crónicas que proceden con el arte y la contundencia narrativa de la mejor ficción. El hombre mojado no teme la lluvia, de Olga Rodríguez, maravilloso y desgarrador en simultáneo. Y Frutos extraños, colección de artículos de Leila Guerriero.

Para seguir con la no ficción, anoto El arte de la distorsión, de Juan Gabriel Vásquez: lo mejor que he leído en materia de ensayos literarios en este tiempo. (Y conste que también leí, por ejemplo, How Fiction Works del reputadísimo crítico James Wood. Vásquez es mejor...)

La novela más impresionante del año fue Blood Meridian, de Cormac McCarthy: violenta, visionaria, febril, un clásico contemporáneo.

Disfruté enormidad de Raise High the Roof Beam, Carpenters y Seymour, an Introduction, dos de los relatos de Salinger sobre la familia Glass que me quedaban pendientes. (Todavía me guardo Hapworth 16, 1924 del mismo modo en que un personaje de Lost se guardaba Our Mutual Friend de Charles Dickens: porque siempre hay que tener a mano algo delicioso que leer en el momento adecuado.)

Disgrace de J. M. Coetzee está muy bien, también.

Leí A Gate at the Stairs, la nueva novela de Lorrie Moore, pero lo que recomiendo verdaderamente es la colección The Collected Stories. Llevo meses postergando la intención de escribir aquí sobre los cuentos de Moore, porque sé que me va a salir uno de esos posts larguísimos que prolongo durante días, acorde a la intensidad de mi fascinación. ¡No voy a tener más remedio que leer The Collected Stories otra vez!

La trilogía de Stieg Larsson. Ya sé que lo cool ahora es hablar mal de esas novelas, pero para mí significaron muchas horas de placer en estado puro.

Algunas lecturas en español, ya que este ha sido uno de esos años excepcionales en que encuentro muchos libros en mi lengua que me parecen soberbios. Empezando por El fondo del cielo de Rodrigo Fresán. Siguiendo con La Anunciación de María Negroni. También mencionaría Pájaros en la boca de Samantha Schweblin. Y Lejos de Berlín de Juan Terranova. Y Hacé que la noche venga, de Leonardo Oyola.

Por último quiero recordar el placer que me produjeron los premios recibidos por Andrés Neuman y Sergio Olguín: dos tiros para el lado de la justicia.

¿Y qué hay de ustedes? No me digan que no leyeron nada recomendable...

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22 de diciembre de 2009
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