Marcelo Figueras
Como toda obra artística que deviene fenómeno sociológico, Avatar está siendo objeto a diario de los más diversos comentarios. Que se la sospecha de racismo, en tanto muestra a un hombre blanco salvando a una raza de color. Que el Papa Ratzinger desconfía de su ideología, en tanto otorga categoría de divinidad a la naturaleza. Que se sabe de que existen escenas de sexo entre Jake (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldana), que James Cameron terminó eliminando del montaje. Que marca el camino por el que se adentrará el cine en el futuro, y al mismo tiempo que lleva al cine en una dirección inconducente. (Después de todo tardó quince años en hacerse, y a un precio sideral que muy pocos pueden afrontar.) Que algunos espectadores se quejan de dolores de cabeza y pensamientos suicidas después de la proyección. Que su éxito apresuró el lanzamiento público de la TV en 3D. (Ya que estamos, pregunto: ¿cómo hará la gente que deja la TV de fondo y la mira de tanto en tanto mientras hace otras cosas? ¿Terminaremos llevando los dichosos anteojitos hasta en el baño?) Y mil abordajes más, brotando cada día en cuanto medio pasa por delante de mis ojos.
Lo que a mí me gustó más de Avatar fue, simplemente, que reavivase en mí la experiencia de la maravilla que el cine me hizo vivir cuando era pequeño; esa sensación de estar viendo algo nunca antes visto, un mundo nuevo o una civilización que hasta entonces había sobrevivido en algún valle inaccesible a la mirada del común de los hombres, como ocurría en la King Kong original y en tantas otras películas clase B. Recuerdo una llamada El valle de Gwangi, cuyos dinosaurios –obra del maestro Ray Harryhausen, tanto antes de la tecnología de Jurassic Park- me parecían de niño increíblemente reales. A fin de cuentas, ¿no es Avatar la película Clase B más cara de la historia?
Yo le agradezco a Cameron que me haya hecho recordar la esencia maravillosa del cine, esa capacidad de dejarnos con la boca abierta que practicaron tantos grandes y hoy tiende a ser olvidada, entre tantas películas predecibles hasta la exasperación.