Marcelo Figueras
Nada pasa porque sí. En las últimas horas de este 2010, mientras los hechos del año en fuga desfilaban por mi mente en puntas de pie (los títulos obtenidos por mis hijas, la novedad de mi hijo Bruno, la aparición de Aquarium y el estreno de Las viudas de los jueves en la Argentina, mi casamiento y la mudanza inminente –en este momento estoy rodeado de cajas), terminé de revisar la traducción al inglés de Kamchatka, que será editada en Inglaterra durante el año que está arrancando. Lo cual me obligó de manera inevitable a releerla. Y fue así que en sus últimas páginas encontré algo que obviamente escribí hace mucho, pero que expresa con precisión escalofriante lo que hoy siento y vivo.
Empecé los posts de los últimos días hablando de ciclos. Yo intuyo que hay un ciclo mío que se está cerrando en estos días, mientras me mudo transitoriamente a la casa paterna de la que me fui hace un cuarto de siglo. En pocas semanas mi familia y yo nos subiremos a un avión, pero estoy convencido de que el tránsito por esa casa todavía vacía (mi madre murió, mi padre vive lejos), aunque obligado por razones prácticas, dista de ser una casualidad o un hecho menor.
Cuando pensaba qué le diría a mi mujer durante la ceremonia, entendí que ese matrimonio significaba para mí mucho más que una formalidad: era, en todo caso, la manera perfecta de asumir –delante del mundo entero, pero ante todo en mi corazón- que Flavia era la persona que me había salvado del más grande de los peligros que enfrenté en estos años: aquel que entraña el no animarse a amar a fondo. La metáfora de Kamchatka se refería a eso, precisamente. No se habla allí del lugar geográfico sino de un lugar del alma, aquel remoto y helado en que uno se encierra cuando ha sido muy lastimado y quiere protegerse. Como mamá le dice al pequeño Harry en una escena clave, hay momentos en que uno se pone una armadura para preservarse de los dardos del destino y termina comprendiendo, al fin, que se ha quedado encerrado dentro de esa coraza, imposibilitado de sentir el contacto de otra piel, el calor de otra alma.
En las páginas finales (insisto: aquello que escribí entonces lo estoy viviendo hoy), Harry comprende que ya no necesita seguir escondiéndose en aquel exilio helado. Narrar su propia historia, o lo que es lo mismo: reapoderarse de su destino le ha hecho comprender que está en condiciones de arriesgarse nuevamente, porque si uno no se expone a ser lastimado jamás podrá amar de verdad. Ya no necesito más de Kamchatka, de la protección que me otorgaba al estar lejos de todo, inaccesible, entre nieves eternas, dice Harry. Me llegó el momento de estar otra vez en mi lugar, estar por completo allí, todo yo, para dejar de sobrevivir y empezar a vivir.
Vamos a casa, dice el abuelo. Ya es hora.
El abuelo tiene razón. Es hora de que vuelva a casa.
Les deseo el mejor de los años, al tiempo que les agradezco que estén allí. Como se imaginarán, significa mucho para mí.
Mientras escribía esto, Mayté me invió como regalo un libro que se llama Physics of the Impossible. Nada pasa porque sí.
Feliz 2010 para todos.