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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Guillermo el Conquistador

 

La primera llamada que recibí a mi llegada a Barcelona quedó atrapada en el contestador. Era Rodrigo Fresán, dándome dos buenas noticias. La inicial concernía a su bienvenida: nos deseaba lo mejor en esta ciudad a mí, a mi mujer y al pequeño Bruno. La segunda era todavía mejor: "Te llamo desde la entrega del premio Seix Barral, que acaba de ganar Guillermo Saccomanno".

         Conozco el nombre Saccomanno desde que era pequeño y leía las historietas que Guillermo guionaba, en las revistas de la hoy legendaria Editorial Columba. Cuando crecí, Guillermo se me impuso también como escritor: uno de esos pocos que valen la pena y que siempre se recomiendan, para contrarrestar la literatura chirle y lavada que suelen recomendar los suplementos literarios. Cada uno de sus libros es totalmente distinto del anterior (si hay que creerle al jurado del Seix Barrral y a la prensa, El oficinista no se parece en nada a, por ejemplo, Roberto y Eva), pero siempre ofrecen la misma garantía: una escritura visceral e iconoclasta, coherente con el deseo de dejar huella en la historia -la de la literatura, pero también la que suele escribirse con mayúsculas- que sólo encuentra cauce en los conceptos arltianos de la prepotencia de trabajo y de la búsqueda de un relato con potencia de cross a la mandíbula.

Dias atrás, en plena celebración de mi cumpleaños, el guionista de televisión Marcelo Camaño (uno de los mejores, sino el mejor, de todo el medio argentino), quiso demostrar que la encuesta de un diario sobre los mejores narradores de la primera década del siglo era una farsa, y para ello presentó esta prueba irrefutable: "¡Apenas sólo una persona votó La lengua del malón!"

         Que, por si no lo sospecharon todavía, es una de las novelas esenciales de Guillermo Saccomanno.

         La noticia de su triunfo hizo todavía más dulce la llegada a esta ciudad bella y ensopada por las lluvias.

 

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9 de febrero de 2010
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Carta desde el más allá

La vida tiene estas cosas deslumbrantes. Hace un par de días mi padre me trajo copias en papel de viejas fotos en blanco y negro (lo admito: ¡yo soy de la época en la que todavía había tranvías y no existía el control remoto!), en las que tengo unos pocos días de vida y mamá me sostiene en brazos. Pero además me trajo un par de hojitas garabateadas con una letra conocida. “Esto lo escribió tu madre”, dijo. El papel no tenía encabezamiento ni fecha alguna. Lo cual lo tornó todavía más inquietante. No ocurre todos los días que uno reciba carta de la madre que murió hace veinte años.

         Lo que me asombró fue que el texto arrancase con una disquisición sobre la forma en que evolucionamos biológicamente que parecía un eco de ciertos párrafos de Kamchatka. (Que escribí, por cierto, después de la muerte de mi madre, y casi a modo de despedida.) Después viene una frase que suena a testamento, a la expresión de aquello que deseaba legarnos. (Otra vez: ¿cuándo escribiste esto, madre mía? ¿Estabas ya enferma y consciente de ello?) “…el deseo de ayudar al prójimo en la medida de nuestras posibilidades, el afán de perfeccionarse en todos los niveles, la humildad de comprender y aceptar nuestras limitaciones”, puso con esa letra suya redonda, elegante, inconfundible.

         Pero lo que me habló más directamente fue un adagio oriental que citó así: “Cuando tú naciste, todos sonreían, sólo tú llorabas. Haz que cuando mueras todos por ti lloren, y sólo tú sonrías”.

         En eso estoy, madre. En eso estoy.

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5 de febrero de 2010
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Mi enfermera favorita

¿Vieron Nurse Jackie alguna vez? Yo apenas pude ver el primer episodio, que el canal Studio Universal preestrenó días atrás. Protagonizada por la maravillosa Edie Falco (Carmela en The Sopranos), Nurse Jackie es la serie ‘de médicos’ para todos aquellos que odian las series ‘de médicos’. Si el resto de la temporada logra sostener el nivel de este debut, Nurse Jackie puede contarme de aquí en más como fan, sin ningún lugar a dudas.

La enfermera del título, Jackie Peyton, nos es presentada como la anti Florence Nightingale: adicta a las drogas, malhumorada, por completo irrespetuosa de las normas (no duda, por ejemplo, en alterar unos documentos para convertir a un recién fallecido en donante de órganos) y entregada a un affaire con el encargado de la farmacia del hospital –que, para más datos, es aquel que le proporciona las drogas que consume.

El hecho de que el hospital donde transcurre Nurse Jackie sea una institución confesional –el All Saint’s Hospital de New York- es útil para marcar la paradoja con más nitidez: porque si bien Jackie no es precisamente una santa (un vocero del Parent’s Television Council la definió sin cortapisas como “una sucia degenerada”), resulta evidente que trata de utilizar su trabajo para hacer el bien. Springsteen debería comentar desde la banda sonora, cantando Es difícil ser un santo en la ciudad.

Como se imaginarán, el humor de Nurse Jackie tiende a la negritud. El momento más desopilante del primer episodio ocurre cuando la enfermera debe atender a un diplomático que, a pesar de haber acuchillado a una mujer, tiene el beneficio de la inmunidad legal. En vez de reimplantarle al dip;lomático la oreja que perdió en la pelea con su víctima, Jackie se la lleva a la boca, le dice: ;Fuck you!’, y la tira al inodoro…

Astringente, esta Jackie. Recetada ciento por ciento, y sin contraindicaciones.

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4 de febrero de 2010
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Miente que algo queda

En su columna de hoy en el diario Página 12, Sandra Russo acuñó un concepto brillante. A todos nos consta que vivimos tiempos en los cuales la noción de inseguridad -frente a la violencia delictiva, o en su defecto frente al terrorismo- está en todas las bocas. No podría ser de otro modo, dado el uso avieso que de esa idea hacen tanto los políticos como los medios de comunicación. (Nadie niega que la violencia exista: lo terribles son las cosas que se hacen, o al menos se proponen, con la excusa de combatirla.) Por eso Russo propone una suerte de contra-concepto, que balancea el original de la inseguridad al tiempo que se hace cargo de una realidad tan indiscutible como la de la violencia: el de la inseguridad informativa.

         "Estamos viviendo un altísimo grado de inseguridad informativa", dice Sandra. Por supuesto que se refiere a los medios argentinos, pero estoy seguro de que ustedes, estén donde estén, también han ido desarrollando cada vez más una saludable desconfianza respecto de los medios: dadas las características de las empresas informativas de hoy, el fenómeno no puede sino ser global. "Los medios concentrados están dando una batalla sucia -agrega Sandra- y del periodismo queda el decorado. Estamos siendo operados contínuamente..." (Aquí se dice operados como sinónimo de manipulados.)

         Espero que Sandra misma, así como muchos otros, desarrollen el concepto de inseguridad informativa con la premura que necesitamos. Cuando lo hagan se referirán seguramente a las primeras planas que nos malinforman e inducen al error de juicio. Pero yo quiero aprovechar la idea para detenerme en un ejemplo menor. A veces el mecanismo del engaño queda expuesto de manera más flagrante en los ejemplos que parecen triviales, que en aquellos asuntos donde nuestros prejuicios pueden nublarnos la vista.

         Ultima edición local de la revista femenina Elle. Ya desde la tapa se anuncia el tema. Resilientes: las que salieron a flote después de tocar fondo, dice el título. La idea es hablar de aquellas mujeres que sufrieron cosas terribles y sin embargo resurgieron de las cenizas para convirtirse en triunfadoras. Una serie de fotos y epígrafes ilustra cada caso. Madonna: huérfana, pobre e inmigrante... Teri Hatcher: violada por su tío a los 5 años. Demi Moore: madre alcohólica, padre ausente, fue adicta a las drogas... Michelle Bachelet: asesinaron a su padre, fue secuestrada y torturada. Charlize Theron: a los 15 vio cómo su madre mataba a su padre. Oprah Winfrey: fue violada entre los 9 y 14 años por un primo. ¿Saben cuál es el único ejemplo de una presunta ‘resiliente' argentina? La animadora Susana Giménez. ¿Y cuál habría sido la tragedia a la que se sobrepuso? Se casó y tuvo una hija a los 17... Trabajaba en una fábrica como secretaria para mantenerse.

         De lo cual se infiere que, para la gente de la versión local de Elle, tener una hija a los 17 y trabajar en una fábrica es tan terrible como ser violada, secuestrada, torturada, tener una madre alcohólica o presenciar el asesinato de un padre. Lo cual redunda en -diría Sandra- una ‘operación' mediática tendiente a presentar como ejemplo de vida a alguien cuya ejemplaridad debería ser, cuanto menos, discutible, tanto en el terreno de lo humano (Giménez es la anti-Oprah por cuanto glamoriza la ignorancia en lugar de fomentar la lectura; y la anti-Bachelet en tanto no trabaja por el bien común sino tan sólo por el bien propio), sino además en el artístico, ya que comparar sus talentos con los de, sin ir más lejos, Charlize Theron, sería un verdadero despropósito.

         Si nos mienten de manera tan descarada en lo pequeño, ¡qué no harán cuando defienden sus intereses corporativos con uñas y dientes!

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2 de febrero de 2010
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Live to tell

Hablando de padres que se van... Reproduzco a continuación el texto que colgué aquí hace ya unos cuantos años, porque encapsula lo que sentía y siento por Tomás Eloy Martínez, que murió ayer aquí en Buenos Aires a los 75 años.

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La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.

         No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.

 

 

 

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1 de febrero de 2010
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Re: Salinger (Postscriptum)

Revisando la edición online del New Yorker, que a lo largo de su historia publicó algunos de los relatos más memorables de Salinger (desde A Perfect Day for Bananafish hasta For Esmé –with Love and Squalor, aunque –también memorablemente- los editores se negaron en su momento a publicar allí un extracto de The Catcher in the Rye), me encontré con algunos tributos que vale la pena mencionar.

Louis Menand analiza el legado de Catcher, no tanto como libro en sí mismo sino como artefacto cultural, y no tarda mucho en asociar la sombra que Holden Caulfield sigue proyectando sobre nosotros con su antecesora, la sombra de Hamlet. (¿O acaso no es Holden una versión teenager del Príncipe de Dinamarca, igualmente marcada por una pérdida traumática?)

A. M. Homes arranca diciendo: “Siento como si se hubiese muerto mi papá”. Y a continuación detalla las circunstancias en que leyó algunos de los relatos de Salinger, porque eso es lo que generan: como sólo ocurre en contadísimos casos, uno no olvida la circunstancia en que los leyó y el extraño estado de ánimo que nos indujeron. Sobre el final, confluye con mi propio estupor ante la noticia y sostiene que las palabras de Salinger forman ya parte de “nuestro ADN –todos somos sus personajes, somos todos Holden Caulfield, Seymour Glass, y la familia Glass completa”.

         Joshua Ferris recuerda la taxonomía que Nabokov creó para describir todo aquello que un gran escritor debe ser: “Storyteller, teacher, enchanter”. Narrador, maestro, hechicero. Salinger, por supuesto, reunía las tres características con la mayor de las naturalidades.

         Quizás el más entrañable de los tributos sea aquel del cineasta Wes Anderson, cuya obra (nunca de modo más manifiesto que en The Royal Tenenbaums) le debe tanto a Salinger. Todo lo que Anderson hace es citar un relato de F. Scott Fitzgerald llamado The Freshest Boy. Traduzco atolondradamente: “El contribuyó con los hechos que terminaron salvando a otro muchacho del ejército de los amargados, los egoístas, los neurasténicos y los infelices…”

         Yo querría volver a citar aquí unas frases que Seymour Glass le escribe a su hermano Buddy, presentándole los parámetros a que debe atenerse si quiere ser un escritor de verdad: “¿Habían salido la mayoría de tus estrellas? ¿Te ocupaste de escribir con todo tu corazón?” Se me ocurre que no puede decirse nada mejor de un artista que lo siguiente: estuvo a la altura de lo que pretendía de sí mismo. Y este, sin ir más lejos, es el caso.

         Aprovecho aquí para agradecerle a Christian Rodríguez. Yo me enteré ayer de la muerte de Salinger mediante Karina Micheletto de Página 12, que llamó para pedirme el texto que publicaron hoy e hizo de heraldo negro sin quererlo. Esta mañana encontré un mail de Christian que había ido a parar al buzón de spam. Todo lo que el texto decía era lo siguiente: “Murió Salinger”. Imagino que entendió que no había más que agregar, más allá del abrazo con que cerraba el mensaje; un gesto físico de esos que producimos en la certeza de que el abrazado perdió a alguien muy querido.

         Para qué engañarse: yo me siento un poco como A. M. Homes.

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29 de enero de 2010
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Un día perfecto para el pez Salinger

Lo que sigue es el texto que publiqué en la edición del viernes del diario Página 12, a cuento de la muerte de mi adorado J. D. Salinger.

 

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Una de las pocas formas que tenemos de valorar a Dios (acaso el autor- personaje más relevante en la Historia, primer cultor indiscutible de la literatura del yo) es medir la forma en que su(s) libro(s) moldearon al mundo. Nadie puede negar que el Dios del Antiguo Testamento, violento e intolerante, produjo una marca sobre nuestra civilización que no ha dejado de profundizarse. En el estupor que me produjo la muerte de Salinger (no porque no resultase natural a estas alturas, sino porque de algún modo nos habíamos habituado a creerlo inmortal: si alguien tenía la estatura de un dios entre los escritores, ese era el viejo J. D.), no se me ocurre una estrategia más apropiada para medir la huella que dejó.

Si saliese ahora a la calle y me perdiese por el barrio de Flores me toparía rápidamente con una versión local de Holden Caulfield. Por supuesto, el chico en cuestión seguramente ignoraría la existencia de The Catcher In The Rye; en consecuencia se le escaparía la proximidad entre el adjetivo phony, con que Caulfield denunciaba a los que no le merecían respeto, y el careta que los pibes de acá usan para desmarcarse de la hipocresía.

Y al regresar (incidentalmente, he vuelto a vivir por algunos días en aquella casa donde nací y crecí: cuán apropiado...) me encontraría en pleno territorio Glass. ¿O acaso no se parecen todas las familias, con sus más y sus menos, a los inefables Glass: papá Les, mamá Bessie y los hermanos Seymour, Buddy, Boo Boo, Walt, Waker, Franny y Zooey? ¿Quién puede no reconocerse y reconocer a los suyos en la fragilidad del vínculo, en sus manías, en la endogamia, en su capacidad de convertir dudosos logros en relatos épicos y en las estrategias comunes, pero siempre desviadas, para acceder a la gracia? (Aquellos que asumimos en cada familia la busca de algo parecido a la sabiduría hacemos siempre lo mismo: producir accidentes, con la esperanza de que alguno de ellos tenga resultado feliz.)

Los últimos textos publicados por Salinger evidenciaban la misma búsqueda de accidentes felices. Le importaba cada vez más eso que, a falta de palabras más apropiadas, llamamos sabiduría, y cada vez menos lo que solemos llamar literatura. Su prolongado silencio (no difundió textos suyos desde 1965) es auspicioso, en tanto sugiere que halló lo que buscaba; desde entonces no necesitó recurrir a sucedáneos.

No hace mucho devoré Seymour: an Introduction, convencido de que se trataba del último texto sobre los Glass que no había leido. Y al tiempo entendí que todavía me faltaba Hapworth 16, 1924. En ese momento me consoló pensar que podía guardarme Hapworth del mismo modo en que un personaje de Lost atesora Our Mutual Friend de Charles Dickens: con la ilusión infantil de que siempre haya algo más que leer de nuestros escritores favoritos. Todavía no leí la nouvelle de marras, pero ya no la demoraré. Lo bueno de los grandes escritores es que no necesitan producir novedades. Sus obras maestras pueden seguir siendo releídas interminablemente, porque siempre dirán algo que antes no habíamos sabido oír.

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29 de enero de 2010
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Los jóvenes que ya no ríen (II)

Cuando lo antinatural se vuelve natural (en este caso, la tendencia a que cada vez más jóvenes maten y sean muertos en confusos episodios que sólo encuentran eco en la crónica policial), la pregunta sociológica y cultural se vuelve relevante. Y lejos de esquivarle el bulto, el libro Sangre joven de Javier Sinay la asume plenamente.

         En otros tiempos los jóvenes también caían como moscas, pero en el contexto de guerras independentistas y / o revoluciones. Uno de los problemas del presente va mucho más allá del hecho que ya no parezca haber grandes causas que canalicen la energía a menudo incendiaria de la juventud. (Yo tiendo a creer que, por el contrario, existen más grandes causas dignas de entrega que nunca.) Lo grave es que a los jóvenes se los está despojando de cosas más esenciales que una bandera. Al menos en la Argentina son millones los chicos y chicas a los que les han birlado ya la educación que otorga elementos para evaluar cualquier situación, por compleja que parezca, con inteligencia y sensatez; millones los que no recibieron la alimentación necesaria para desarrollar sus capacidades a pleno; millones los que no han sido formados en el afecto, hijos de familias desmembradas y devastadas por las carencias económicas; y millones, en suma, los que han sido despojados de la noción misma de futuro. Tiemblo al pensar qué será de ellos, y de los que están por venir, si este país vuelve a virar en la dirección del salvajismo del mercado que, ignorando por completo las lecciones de las crisis de 2001, tiene hoy tantos adalides sonriendo en los medios a toda hora.

         Sinay dice: "¿Existía la chance de que Brian no fuese un monstruo?" en referencia al adolescente violador de La Plata, porque la pregunta se torna insoslayable. (A pesar de que yo disienta con el uso del concepto de monstruo como categoría en estos casos; pero creo entender a qué apunta Sinay.) Está claro que en esencia todos somos libres, ese es el signo de lo humano: por difíciles que sean nuestras circunstancias, siempre nos queda la posibilidad de elegir. Pero una vez que entendemos que ese pibe casi no conoció a su padre, que tuvo una madre ausente por obligaciones de trabajo, que desertó de la escuela casi de inmediato y desde entonces se quedó afuera del sistema, que no tuvo contención alguna, que estaba resentido por los gritos y los castigos físicos y que no tenía más horizonte que la calle (cuando lo mataron, Brian ya era adicto a los pegamentos), resulta inevitable aceptar que las opciones de Brian sumaban cero, o casi. ¿Podría haberse convertido de todos modos en un miembro útil de esta sociedad? En teoría, sí. Pero para que eso ocurriese Brian debería haber tenido una fuerza sobrehumana, cuando en realidad no recibió nunca ninguno de los alimentos imprescindibles para que la desarrollase: ni los físicos, ni los intelectuales, ni los afectivos. El mismo hecho que condujo a su identificación es revelador al respecto: Brian le llamó la atención a un remisero porque le pidió que lo llevase al Parque de la Costa, o sea a un parque de diversiones. ¿Qué hizo Brian, pues, con el resultado monetario de sus delitos? Tratar de ser, al menos por un rato, el niño que nunca le dejaron ser.

         Libro poderoso y conmovedor, este Sangre joven. Que además de los dolores que cuenta se lee con placer. (La última de las historias, El pibe millonario, funciona perfectamente como uno de esos policiales que uno no puede soltar hasta el final.) El hecho de que formule todas las preguntas pertinentes y no provea respuestas simplificadoras es otra de las marcas del talento de Sinay.

         Sangre joven es de la clase de libros que sólo pueden ser buenos si lo dejan a uno inquieto. Y tal como ya les consta, conmigo ha tenido todo éxito.

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27 de enero de 2010
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Los jóvenes que ya no ríen

No sé ustedes, pero yo suelo tener dos tipos de pilas de libros en espera de su oportunidad: la de aquellos libros que ardo en deseos de leer (ubicados, por supuesto, en preciso orden de preferencia) y después aquella de los libros que tan sólo leeré si la primera pila disminuye lo suficiente.

         Admito que Sangre joven: matar y morir antes de la adultez fue a parar a la segunda pila apenas llegó a mis manos. Pero su premisa debe haber producido algún destello en mí, porque me puse a leer el prefacio de su autor, Javier Sinay, y ya no pude parar: me lo tragué en muy pocas sentadas.

         El libro es, en esencia, una serie de crónicas sobre casos reales en los víctimas y victimarios fueron jóvenes. Algunos hechos los recordaba bien, a partir de la cobertura periodística que obtuvieron en su momento: la historia de Junior, por ejemplo, aquel adolescente de Carmen de Patagones que la emprendió a tiros en su escuela al mejor estilo Columbine; o el caso del Hombre Araña de La Plata, que aterrorizó a las mujeres de la ciudad y resultó ser un chico de 16 años llamado Brian. (A esta crónica Sinay la tituló, con precisión y un eco de Victor Hugo, El niño que ríe, porque Brian no pudo dejar de sonreír ni siquiera cuando lo descubrieron in fraganti el 23 de marzo de 2008. Quizás haya seguido sonriendo hasta el final, que sobrevino minutos después con un disparo en la nuca.) Pero la mayoría de las historias me resultaban desconocidas: el triángulo amoroso que resultó en el asesinato de Federico de 20 años, el arrebato de celos que impulsó a Jaime a asesinar a su prima, la gresca a la salida de una bailanta que impulsó a una chica llamada Andy a matar porque sí, el cruel asesinato del muchacho a quien llamaban Perico a manos de aquellos que envidiaban su dinero.

         Lo que me producía desconfianza en un comienzo era la posibilidad de recrear estas historias por puro morbo, explotando la curiosidad que los hechos de violencia (semi) inexplicables producen y producirán en el ser humano. Pero como ya lo dije, Sinay aventó mis temores desde al arranque mismo, al reconfigurar esas historias en el marco del siguiente interrogante: “¿De qué Argentina hablarán los homicidios que se narran en este libro?” Y la segunda pregunta, tácita pero válida por extensión: ¿de qué sociedades hablan los homicidios similares que por supuesto no ocurren tan sólo en la Argentina, sino en cada una de las ciudades en que vivimos?

 

(Continuará.)

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27 de enero de 2010
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Nadie se salva solo

Durante los últimos días me morí de envidia mientras varios de ustedes comentaban pelis como La cinta blanca y Teniente corrupto, que todavía ni asomaron sus narices aquí por Buenos Aires. Pero al menos pude ver Up In The Air (permítanme llamarla por su título original, ya que el Amor sin escalas que le encajaron en este país no sólo es cursi, sino además engañoso), que me gustó mucho. Basada en una novela de Walter Kirn que no he leído, la peli de Jason Reitman hace algo que solían hacer las comedias brillantes del Hollywood de la Edad de Oro pero que desde entonces se ha convertido, prácticamente, en un arte olvidado: danzar con ligereza en torno de un tema muy serio, logrando el cometido de ser encantadora y humorística sin banalizar el asunto en cuestión.

         El protagonista de Up In The Air, llamado Ryan Bingham (George Clooney), se mueve con la gracia de un Cary Grant de estos tiempos, sin disimular nunca que lo que hace para vivir es deleznable: trabaja despidiendo gente. En una escena particularmente divertida, su jefe Craig Gregory (Jason Bateman, siempre sublime) pinta un panorama desolador de la economía de los Estados Unidos y lo remata diciendo salgo así como: “Este es nuestro momento”. Porque en efecto, cuando peor le va a los trabajadores mejor le va a la empresa CTC, que ya desde el arranque aplica eufemismos a su quehacer digno de un verdugo: CTC significa Career Transition Counseling, algo así como Consejeros para Carreras en Transición –cuando, como Gregory y Bingham saben bien, en la mayoría de los casos, la transición de los despedidos es hacia una desocupación eterna.

         Está claro que Up In The Air no es una peli sobre la crisis económica de USA. En términos estrictos es la historia de Bingham, que viaja a distintos puntos del país todos los días (en un momento sostiene que lleva recorridos durante el año más kilómetros que los que nos separan de la luna) y que está convencido de haber hecho del detachment un estilo de vida. Sin amigos ni pareja estable ni relación seria con su familia, Bingham está convencido que todo lo separa de la felicidad absoluta es la tarjeta que American Airlines le concederá cuando haya llegado a un récord de millas acumuladas.

         La historia se dedica a tres situaciones concretas de la vida de Bingham: el affaire con una mujer que, tal como ella misma lo define, es idéntica a él “pero con una vagina” (estupenda Vera Farmiga), el casamiento de su hermana menor y la relación forzosa con una nueva ejecutiva de CTC (Anna Kendrick) que amenaza poner de cabeza su existencia. Lo maravilloso es la forma en que Kirn, Reitman y el coguionista Sheldon Turner imbrican esos episodios personales con la pintura mayor, esto es, la situación general de la economía de USA y las consecuencias que el estilo de vida que eligió empiezan a tener sobre Bingham. Y aunque en algún momento la peli hace sonar una nota falsa (esa epifanía que mueve a Bingham a abandonar una conferencia apenas empezada: puro cliché), se redime de inmediato al garantizarle a sus protagonistas un futuro tan agridulce como el que espera a su país: justo cuando creen haberse ganado una posición de privilegio a prueba de cataclismos económicos, justo cuando se convencieron de que podrían salvarse solos aunque el naufragio se llevase a todos los demás, la realidad les demuestra que no hay forma de ser feliz cuando todos sufren, por más que pongamos miles de metros de altura entre la humanidad y nuestra persona. Cuando uno sube demasiado pensando en protegerse, tarde o temprano se queda sin aire.

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24 de enero de 2010
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