Marcelo Figueras
La vida tiene estas cosas deslumbrantes. Hace un par de días mi padre me trajo copias en papel de viejas fotos en blanco y negro (lo admito: ¡yo soy de la época en la que todavía había tranvías y no existía el control remoto!), en las que tengo unos pocos días de vida y mamá me sostiene en brazos. Pero además me trajo un par de hojitas garabateadas con una letra conocida. “Esto lo escribió tu madre”, dijo. El papel no tenía encabezamiento ni fecha alguna. Lo cual lo tornó todavía más inquietante. No ocurre todos los días que uno reciba carta de la madre que murió hace veinte años.
Lo que me asombró fue que el texto arrancase con una disquisición sobre la forma en que evolucionamos biológicamente que parecía un eco de ciertos párrafos de Kamchatka. (Que escribí, por cierto, después de la muerte de mi madre, y casi a modo de despedida.) Después viene una frase que suena a testamento, a la expresión de aquello que deseaba legarnos. (Otra vez: ¿cuándo escribiste esto, madre mía? ¿Estabas ya enferma y consciente de ello?) “…el deseo de ayudar al prójimo en la medida de nuestras posibilidades, el afán de perfeccionarse en todos los niveles, la humildad de comprender y aceptar nuestras limitaciones”, puso con esa letra suya redonda, elegante, inconfundible.
Pero lo que me habló más directamente fue un adagio oriental que citó así: “Cuando tú naciste, todos sonreían, sólo tú llorabas. Haz que cuando mueras todos por ti lloren, y sólo tú sonrías”.
En eso estoy, madre. En eso estoy.