Marcelo Figueras
Cuando lo antinatural se vuelve natural (en este caso, la tendencia a que cada vez más jóvenes maten y sean muertos en confusos episodios que sólo encuentran eco en la crónica policial), la pregunta sociológica y cultural se vuelve relevante. Y lejos de esquivarle el bulto, el libro Sangre joven de Javier Sinay la asume plenamente.
En otros tiempos los jóvenes también caían como moscas, pero en el contexto de guerras independentistas y / o revoluciones. Uno de los problemas del presente va mucho más allá del hecho que ya no parezca haber grandes causas que canalicen la energía a menudo incendiaria de la juventud. (Yo tiendo a creer que, por el contrario, existen más grandes causas dignas de entrega que nunca.) Lo grave es que a los jóvenes se los está despojando de cosas más esenciales que una bandera. Al menos en la Argentina son millones los chicos y chicas a los que les han birlado ya la educación que otorga elementos para evaluar cualquier situación, por compleja que parezca, con inteligencia y sensatez; millones los que no recibieron la alimentación necesaria para desarrollar sus capacidades a pleno; millones los que no han sido formados en el afecto, hijos de familias desmembradas y devastadas por las carencias económicas; y millones, en suma, los que han sido despojados de la noción misma de futuro. Tiemblo al pensar qué será de ellos, y de los que están por venir, si este país vuelve a virar en la dirección del salvajismo del mercado que, ignorando por completo las lecciones de las crisis de 2001, tiene hoy tantos adalides sonriendo en los medios a toda hora.
Sinay dice: "¿Existía la chance de que Brian no fuese un monstruo?" en referencia al adolescente violador de La Plata, porque la pregunta se torna insoslayable. (A pesar de que yo disienta con el uso del concepto de monstruo como categoría en estos casos; pero creo entender a qué apunta Sinay.) Está claro que en esencia todos somos libres, ese es el signo de lo humano: por difíciles que sean nuestras circunstancias, siempre nos queda la posibilidad de elegir. Pero una vez que entendemos que ese pibe casi no conoció a su padre, que tuvo una madre ausente por obligaciones de trabajo, que desertó de la escuela casi de inmediato y desde entonces se quedó afuera del sistema, que no tuvo contención alguna, que estaba resentido por los gritos y los castigos físicos y que no tenía más horizonte que la calle (cuando lo mataron, Brian ya era adicto a los pegamentos), resulta inevitable aceptar que las opciones de Brian sumaban cero, o casi. ¿Podría haberse convertido de todos modos en un miembro útil de esta sociedad? En teoría, sí. Pero para que eso ocurriese Brian debería haber tenido una fuerza sobrehumana, cuando en realidad no recibió nunca ninguno de los alimentos imprescindibles para que la desarrollase: ni los físicos, ni los intelectuales, ni los afectivos. El mismo hecho que condujo a su identificación es revelador al respecto: Brian le llamó la atención a un remisero porque le pidió que lo llevase al Parque de la Costa, o sea a un parque de diversiones. ¿Qué hizo Brian, pues, con el resultado monetario de sus delitos? Tratar de ser, al menos por un rato, el niño que nunca le dejaron ser.
Libro poderoso y conmovedor, este Sangre joven. Que además de los dolores que cuenta se lee con placer. (La última de las historias, El pibe millonario, funciona perfectamente como uno de esos policiales que uno no puede soltar hasta el final.) El hecho de que formule todas las preguntas pertinentes y no provea respuestas simplificadoras es otra de las marcas del talento de Sinay.
Sangre joven es de la clase de libros que sólo pueden ser buenos si lo dejan a uno inquieto. Y tal como ya les consta, conmigo ha tenido todo éxito.