Marcelo Figueras
Lo que sigue es un fragmento del prólogo que escribí para Mijail Bulgákov y Evgeni Zamiatin: Cartas a Stalin, un libro que acaba de editar en España Veintisieteletras. Lo pongo aquí no porque el prólogo importe, sino para llamar la atención sobre el libro en sí mismo y la obra de estos autores que emprendieron una lucha quijotesca contra el poder omnímodo del Estado.
………………………………………….
En su introducción a la trilogía The Coast of Utopia, el dramaturgo Tom Stoppard recuerda la historia que fue semilla de esas obras. Su inspiración, dice el autor de Hapgood y The Invention of Love, nació de una anécdota sobre Vissarion Belinsky, un crítico literario que trabajó entre Moscú y San Petersburgo en la primera mitad del siglo xix.
Debido a su mala salud, las autoridades rusas concedieron a Belinsky un permiso para viajar a Alemania, desde donde se trasladó a París. Una vez allí, sus nuevos amigos y los viejos conocidos que habían optado por el exilio le pidieron que no regresase a su patria, «donde vivía una existencia precaria bajo la mirada maligna de la policía secreta del Zar». Sin embargo Belinsky no quiso ni siquiera considerar la idea. Según dijo, en San Petersburgo, aun bajo una censura punitiva, «la gente consideraba que sus verdaderos líderes eran los escritores. El título de poeta, novelista o crítico –dice Stoppard– importaba de verdad».
Cuando uno lee las desgarradoras cartas que Mijail Bulgákov y Evgueni Zamiatin dirigieron a Stalin, conviene tener claro aquello que Belinsky sabía tan bien: que incluso en la Rusia de la Revolución, la de escritor no era una profesión más.
Lejos de reclamar el derecho a publicar un best-seller, salir en las revistas y ser invitados a todas las fiestas, lo que Bulgákov y Zamiatin le solicitaban al poder era que les permitiese seguir existiendo en la comunidad de la única manera que sabían –esto es, siendo escritores.
En nuestra cultura de bajas calorías, donde la única relación entre los escritores y su comunidad suele ser mediática y regida por la conveniencia, las tribulaciones de Bulgákov y de Zamiatin corren el riesgo de ser malentendidas. El presente volumen de Cartas a Stalin puede ser, pues, sumamente útil como correctivo: porque permite evaluar lo que arriesgaron estos hombres para preservar su arte, y porque nos ayuda a reconsiderar lo que debería ser el rol del escritor, incluso –o mejor dicho: más que nunca– en estos tiempos de new media.