Marcelo Figueras
Digamos que estaba siendo un día de aquellos. Lleno de preocupaciones de toda calaña: grandes y pequeñas, económicas y afectivas y hasta médicas (Bruno se abrió la cabeza la semana pasada, al dar la frente contra la mesita del televisor), magnificadas por el sitio nuevo y aún desconocido. Al llegar la tarde los desvelos se habían espesado tanto, que ya no veía más allá de mis narices. Mi cabeza empezó a probar suerte en las regiones del pensamiento mágico. ¿Estaría el piélago de calamidades vinculado al hecho de haber arribado en la cerrazón del invierno? ¿Cambiaría todo, de ser así, tan pronto el calendario anunciase la llegada de la primavera?
Y entonces empezó a nevar sobre Barcelona.
Salí al balcón. La lluvia sólida caía en cámara lenta, convirtiendo el pulmón de la manzana en un globo de cristal. Pensé apenas que nevaba así sobre todo y sobre todos. Sobre los que teníamos tiempo para contemplar el fenómeno y sobre los que no podían darse semejante lujo. Sobre los que estábamos a reparo y los que estaban a la intemperie. Sobre los que podíamos vivir el momento y los que no dejaban de pensar en los inconvenientes que sobrevendrían.
Bruno se prendió de mis pantalones. Los copos no tardaron en dibujar una corona sobre su cabeza. Con la nieve que se había acumulado sobre el barandal armé una pelota acorde a su manito.
‘Fría’, dijo. Y sonrió.
En esencia nada había cambiado. Los problemas seguían estando allí. Pero le habían hecho un lugarcito a la maravilla. La química que organiza la vida responde a una fórmula semejante: cada tantos átomos de caos y miedo, un átomo de maravilla.
Me senté a ver caer la nieve.