Marcelo Figueras
Debe ser la primera vez que no veo la ceremonia de entrega de los Oscar desde que tengo uso de razón. No es que tuviese mucha elección: aquí en España los transmitía Canal Plus, que no figura en la grilla del televisor del apartamento que ocupo; y además el desfasaje horario no ayuda mucho. Lo que sí hice a pesar de la lluvia que caía sobre Barcelona fue caminar hasta los Renoir de Floridablanca y ver Un profeta, de Jacques Audiard.
La primera película de Audiard que vi fue Sur mes levres, en Mexico y gracias a Emilio Maillé, el director de Rosario Tijeras. Por aquel entonces ni siquiera había oído su nombre, pero el perfecto balance que obtenía entre una historia de género (policial, en este caso) y la delicadeza con que trataba una improbable historia de amor me produjo una impresión que el tiempo no diluyó. Después vino De battre mon coeur s’est arreté, uno de esos extraños casos en que una remake (y De battre lo era de Fingers, de James Toback) supera a su modelo original. Aquí también había una improbable historia de amor entre el protagonista y su profesora de piano, pero el foco estaba más centrado en Thomas Seyr (el impecable Romain Duris) y la batalla que lleva adelante por la preservación de su propia alma.
Un profeta se olvida de las historias de amor para concentrarse en una batalla parecida, sólo que con diferentes resultados. En esencia es la historia de Malik El Djebena (Tahar Rahim), un para nada excepcional francés de origen árabe que llega a la cárcel a los 19 años después de un igualmente previsible derrotero de orfandades y experiencias en centros de detención para menores –en pleno siglo XXI, Malik ni siquiera sabe leer.
En algún sentido Un profeta es la clase de película que habría que mostrar cada vez que alguien pretende que la cárcel es una solución al (más profundo, más esencial) problema del delito y la violencia humana. En vez de argumentar en vano, como he hecho y seguiré haciendo tantas veces, no estaría mal poner Un profeta en el DVD player y dejar que obre su magia. Porque la forma en que Audiard cuenta la iniciación de Malik, que pasa de ser un inocente (en el sentido de víctima de sus circunstancias) para transformarse lentamente en un gangster hecho y derecho (eso es lo que es, a fin de cuentas, cuando le llega la hora de dejar la prisión y ‘reinsertarse’ en la sociedad), resulta pedagógica en el mejor de los sentidos. El don de profecía a que alude el título tiene una explicación endeble en el contexto de la película, pero no impide que resulte aplicable a la película en sí: Un profeta es profética en su pintura de un mecanismo socio-político que engendra más monstruos que el sueño de la razón. En el futuro, parece decir Audiard con voz oracular, Malik será millones.
Lo que me gusta de las películas de este hombre es que nunca son exactamente lo que parecen ser. Un profeta es una peli del ‘subgénero cárcel’, podría decirse; y a la vez es el relato de la formación de un criminal (como El padrino, como la Scarface de De Palma); y también puede ser leída como cine social, dado que narra una realidad (la vida en las cárceles francesas de hoy, el desplazamiento de las viejas estructuras delictivas –en este caso, los corsos- impulsado por la ascendente hermandad musulmana) con la contundencia de un documental. Pero al mismo tiempo es mucho más que la suma de sus partes. Quizás por su capacidad de crear personajes que resuenan más allá de los confines del mismo film. La relación de amor odio entre Malik y el viejo corso Luciani (Niels Arestrup), por ejemplo, está interpretada sin incurrir en una sola nota falsa; a esta altura puedo decir sin temores que Audiard es una verdadera máquina de narrar sin concesiones.
Gran peli, Un profeta. No se la pierdan.