Vicente Molina Foix
La reedición de la novela ‘El don de Vorace’ (Demipage, 2010) no sólo nos devuelve la singular figura de Félix Francisco Casanova, un autor canario que la escribió (se dice que en 44 días) a los 17 años, en 1974, y meses antes de cumplir los 19 murió de un escape de gas tal vez accidental. Su destino trágico, la originalidad de una voz apenas iniciada literariamente y su resurrección convertida en poco menos que un fenómeno que atrae a los medios sirven para recordar la condición del artista maldito, una figura que, en contra de lo supuesto, abunda en la literatura española contemporánea. Y también en el cine español, tan a menudo tildado de acomodaticio, de restringido, de previsible.
Hace menos de dos meses murió a los 66 años en un hospital donostiarra otro gran maldito de nuestro panorama creativo, el cineasta Iván Zulueta, como murió tres décadas antes, en circunstancias confusas que apuntan a un suicidio o un ajuste de cuentas barriobajero, el maldito por excelencia de nuestro cine de vanguardia, Antonio Maenza, que yo me permití, tras haberle tratado en su día y heredado parte de su legado, convertir en personaje real aunque ficcionalizado de mi novela ‘El abrecartas’. También Maenza resucita poco a poco, en reediciones de sus difíciles textos narrativos, en una biografía crítica aparecida hace unos años, en la anunciada digitalización y relanzamiento de su obra cinematográfica, que quedó al morir él en poder de un cineasta radical pero no maldito, Pere Portabella. Felizmente vivos, y alguno en activo, están en la nómina del cine español más independiente gente de la talla de Adolfo Arrieta, que en los años 1970 encandiló a los franceses, rodando en París varios largometrajes ayudado y aplaudido por Marguerite Duras, Jean Marais y Howard Vernon; Celestino Coronado, colaborador importante de Lindsay Kemp en el teatro y director, con la hoy superpremiada Helen Mirren, de un ‘Hamlet’ fílmico enormemente original; Antoni Padrós y Javier Aguirre, éste último un caso atípico de hombre de cine que desde mitad de los años 1960 fue prolífico director de comedietas insulsas (del tipo de ‘El insólito embarazo de los Martínez’, ‘Soltero y padre en la vida’ o ‘Esposa de día, amante de noche’), mientras que, con el dinero ganado comercialmente, se costeaba una notable serie de cortos experimentales hoy mostrados en la colección del Museo Reina Sofía y culminados en el largometraje monologado ‘Vida perra’ (1981), magníficamente interpretado por la que es su pareja de largo tiempo, Esperanza Roy.
El caso de Zulueta es distinto. Realizador en TVE de un popular programa de éxitos discográficos, Último grito’, dirigió en 1969, con producción de José Luis Borau, una película musical ‘pop’ de mucho brío, ‘Un, dos, tres…al escondite inglés’, continuando después una labor casi secreta de cortos en Súper 8 que desembocaron en su película de 1979 ‘Arrebato’, hoy un titulo fundamental del cine español y muy influyente en el primer Almodóvar. Voluntariamente retirado en la mansión familiar de San Sebastián, Zulueta, también un refinado cartelista cinematográfico, mantuvo una larga relación con las drogas y un silencio que alguna vez amagó con romper pero sólo la muerte, la más maldita de las ejecutoras, ha roto definitivamente.