Marcelo Figueras
Uno decide qué ve en la TV y qué no hasta que tiene (nuevos) hijos. Desde que Bruno empezó a expresar sus propios deseos con elocuencia que va más allá de las palabras, el televisor (y más que nunca ahora en Barcelona) se ha convertido en su propiedad casi exclusiva. Lo cual significa que todo el tiempo está encendido mostrando DVDs de shows como Yo Gabba Gabba! y episodios de los Backyardigans -ninguno de los cuales, por cierto, está nada mal.
El intento de ampliar su paladar nos llevó a ponerle películas de uno de mis cineastas favoritos de todos los tiempos: Hayao Mayazaki. Debo el descubrimiento de Mi vecino Totoro a mi amigo Marcelo Panozzo. (Una de las características del cine animado de Miyazaki es su perfecta representación de la -siempre compleja- psicología infantil. Ver sus películas supone ver no la idealización de un niño, sino un niño de personalidad tridimensional. Por eso Totoro me conquistó desde el vamos: no podía dejar de ver a mis propias hijas en las hermanitas Satsuki y Mei.) De entonces a esta parte mi familia y yo hemos visto todo lo que Miyazaki ha hecho, pero por supuesto, Bruno parecía demasiado verde para semejante goce: una cosa es ver un show episódico o un programa de veinticinco minutos y otra muy distinta es ver un largometraje.
Al principio se resistió, claro. Pero ahora nos reclama Totoro todos los días. Y lentamente está empezando a apreciar Ponyo en el acantilado, que todavía no habíamos visto y le compramos aquí. Más allá de la ya mencionada complejidad de sus personajes infantiles, Ponyo me recordó otra de las características del cine de Miyazaki: su sorprendente creatividad. A diferencia de las películas occidentales de hoy (y no me refiero tan sólo a las de animación, por cierto), las de Miyazaki se mueven con una libertad que lo tiene a uno siempre en vilo, porque nunca es posible predecir su destino. Imagino que el folklore y la mitología japoneses deben tener mucho que ver con su imaginario, pero tampoco olvido que Miyazaki es fan de artistas occidentales como, por ejemplo, Ursula K. Le Guin. Así que no cometeré el error de atribuirle este mérito tan sólo a la cultura que lo formó: estoy convencido de que Miyazaki es un original. Como espectador le agradezco el deleite estético, su posición ante la vida en esta Tierra y el juego siempre sorprendente de sus tramas, y como padre le agradezco que presente a mentes tan vírgenes el desafío de lo nunca antes visto, de lo que nunca antes pensado -en suma, de lo impredecible.
Cuando dicen que Miyazaki es el Disney japonés le hacen flaco favor. En todo caso está más cerca de ser el Fellini japonés.