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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El pequeño rey del shopping

Fue el día previo a la Nochebuena, en un shopping, durante el delirio del que somos presa todos los que necesitamos comprar muchos regalos. Ya llevaba toda la mañana ahí adentro. Mi hija Milena, haciendo alarde de sensatez, sugirió hacer un alto para comer. Entonces lo vi por primera vez, al lado de la caja del restaurante. No tendría más de ocho años, pelo castaño claro y un espolvoreo de pecas del mismo color en los cachetes gordos. Me pareció que se me aproximaba, pero no dijo nada. En realidad sí dijo, pero lo hizo con una vocecita tan queda que no salió sonido alguno de su boca. Pagué lo que debía, y recién entonces insistió. Me pidió si no le compraba algo de comer. Le dije que por supuesto, que me dijese qué quería. Fue muy claro al respecto: quería un panqueque con dulce de leche. Eso me obligaba a ir a otro de los restaurantes del shopping. Dejé a mi hija con las dos bandejas y lo acompañé. Cuando le pregunté si además quería beber algo, fue igualmente específico: quería un batido de banana con leche. Me hizo gracia. Después de todo, pensé, no está mal que acumule azúcar e hidratos de carbono como para rebotar un rato por las paredes. Como me quedé a esperar que le sirviesen su orden para que nadie se aprovechase de él, nos pusimos a charlar. Le pregunté su nombre. Me dijo: Jorge. Esto también me hizo gracia, Jorge es un nombre muy adusto para un niño, en la Argentina casi no existen Jorges menores de 45. Sintiéndose en confianza, me preguntó si había visto la última de Harry Potter. Le dije que no, pero que mi hija sí. Me dijo que estaba bien, aunque no le gustaba mucho el final. Después agregó que también había visto Chicken Little y no sé cuántas más de las películas infantiles de los últimos tiempos. Era obvio que lo dejaban entrar, o bien se arrogaba el derecho, en los cines del shopping. No pudimos conversar mucho más, porque el panqueque y el batido hicieron su aparición. Le mostré dónde iba a estar, y le dije que ante cualquier cosa fuese a verme. Al rato volvió a moverse por la zona, encarando a un nuevo cliente al lado de la misma caja. “¿Qué dijiste?,” preguntó la mujer. Los pedidos de Jorge eran siempre inaudibles, al menos la primera vez. Al menos en esto nos parecíamos. Lástima que no pude oír qué pidió. Me hubiese divertido descubrir que iba por una segunda ronda de panqueques. Me pregunté qué habría dentro de esa cabeza, qué noción de la vida estaría formándose en el contraste entre las necesidades diarias que lo obligaban a pedir comida, el palacio del shopping y las fantasías que le proporcionaba el cine. Todo indicaba que ese lujoso templo consagrado al consumo era su segundo hogar, su plaza y su centro de diversiones. ¿Desarrollará Jorge resentimiento, por todo lo que se le muestra sin que pueda acceder a ello? ¿O más bien tomará las cosas como vienen, maravillándose ante las puertas que sí se le abren aun cuando carezca de llaves? Y la posibilidad de meterse en el cine como Pancho por su casa, ¿lo ayudará a potenciar una imaginación ya alimentada a base de panqueques y batidos? Si fuese realista, diría que lo más probable es que el resentimiento gane la partida. Pero si fuese realista no sería escritor. No les extrañe que Jorge, o alguien muy parecido, aparezca en mi próxima novela.

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5 de enero de 2006
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Tiempos difíciles

La Argentina del siglo XXI es la Inglaterra de Dickens. Incluso en este tiempo de recuperación económica, la reapertura de fábricas y de negocios crea nuevos ejércitos de subocupados y explotados que trabajan en condiciones de semiesclavitud, y un ejército aún más numeroso de gente que se queda afuera de los muros, en espera de las sobras que producirán aquellos que tan sólo ganan para comprarse migajas. Sus asuntos raramente llegan a la Justicia, que cuando acepta considerarlos abre expedientes que a continuación extravía en laberintos dignos de la corte de Chancery en Bleak House. Y como resulta inevitable, las víctimas más estremecedoras son siempre los niños. Esto se percibe más que nunca en enero, cuando las hordas de empleados desaparecen rumbo a su destino de vacaciones y la ciudad se vacía. Buenos Aires se parece hoy a aquella imagen de la Gran Vía desierta en la película Abre los ojos, pero con el añadido de los niños y de las madres y de los homeless que deambulan perdidos bajo el sol asesino, sin nadie a quien pedirle un mendrugo. Por supuesto, esta ciudad no se ve nunca en la televisión de Buenos Aires, y casi nunca en sus diarios, y menos aún en sus películas y en sus novelas y cuentos. A veces la veo asomar en los artículos que el periodista Cristian Alarcón publica en Página 12; o en libros de no ficción como Los pibes del fondo, de Patricia Rojas. Pero por lo demás, la Buenos Aires que registro a diario en las calles sigue sin encontrar su relato en el arte y en los medios. Y no hay realidad más difícil de cambiar que aquella que una sociedad se niega a asumir. Por lo pronto, que surgiese un Dickens no nos vendría nada mal.

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Alguien debería poner en marcha una campaña de Hambre Cero en este país. Y no parar hasta que llegue el día en que ni un solo niño se vaya a dormir con el estómago vacío.

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4 de enero de 2006
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El corazón del sur

Ayer mi hija Agustina se subió a un micro y se fue al sur. No de vacaciones, sino para realizar lo que en el microuniverso de mi vieja escuela (que es la misma de la que Agus acaba de egresar) se llama misionar. Esto es, dedicar parte del verano a trabajar en un sitio mucho menos privilegiado que Buenos Aires, dándole una mano a gente con necesidades elementales insatisfechas. (Necesidades que por cierto no padecen durante el verano, sino los 365 días de cada año.) Parte de la inspiración de la actividad es religiosa, ya que nuestra escuela lo es, pero una vez lanzados a la aventura cada cosa ocupa su lugar y los contenidos dogmáticos ceden paso a la experiencia de vida: los preceptos se vuelven menos importantes que los actos, y al final lo único que cuenta es el ejemplo –el ejemplo que dan no los misioneros, sino la gente del lugar. Hace veinte años yo hice lo mismo que Agustina. Dos veces. Dos eneros. Llegué a la Costa del Río Azul (cerca de El Bolsón, en la provincia de Río Negro) con el corazón lleno de buenas intenciones y la cabeza rebosante de mandamientos. Quise predicar los Evangelios y la gente me enseñó de qué se trataba en realidad: compartían conmigo y con mis compañeros lo poco que tenían, mate, bizcochos… Fue entonces que aprendí que la desnutrición en este país es engañosa, porque los niños mordisquean pan y comen fritos todo el tiempo, lo que los convierte en gordos y mal alimentados a la vez. (La desnutrición de los niños argentinos llegó a los diarios internacionales en los comienzos de este siglo, pero como ven, ya existía desde mucho antes.) Me enamoré de inmediato de aquella gente: imagino que desde mi superioridad de chico satisfecho y educado los vería como una reencarnación del Buen Salvaje, gente a la que le faltaba casi todo lo que uno da por sentado pero que aún así conservaba su generosidad y se mostraba incontaminada por la codicia. Por supuesto, con el correr de los días empecé a percibir las consecuencias de la desnutrición y de la desocupación y de la explotación, y descubrí que existían el alcoholismo y la violencia familiar, y eso me produjo una de las crisis más enriquecedoras de mi existencia. Política, por lo pronto, puesto que me ayudó a trazar la línea que une los puntos que hay entre, por ejemplo, la desocupación y la violencia familiar. Pero ante todo existencial, porque me dio el empujón que necesitaba (una patada, más bien) para animarme a abrazar a esa gente con todo su bagaje, con lo bueno y con lo malo, y aprender a seguir abrazándolos en ambas horas y no tan sólo cuando se comportan como uno espera. A partir de entonces uno calla, acompaña y ya no juzga; aprende cuán complejo es el ser humano, y cuán amable incluso en su hora de debilidad. Las misiones siempre son así: uno saca un provecho infinitamente superior al de aquellos que pretende ayudar. Agus fue por su propia decisión. Sabía de mi experiencia, por supuesto, pero nunca la presioné para que aceptase la aventura. Mejor así. Me gustó ver que su grupo llevaba cajas con juguetes, que repartirán entre los niños para Reyes. Entre las pocas, insignificantes cosas que uno puede hacer por los chicos, darles un poco de alegría o crearles un recuerdo inolvidable no es, por cierto, de las menores. Ojalá Agus vuelva con ganas de más.

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3 de enero de 2006
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Calvin, Hobbes & yo

Buena parte de mis lecturas favoritas no son literarias, al menos en el sentido convencional. Sigo siendo fan de las historietas, por ejemplo. Alan Moore, el autor de Watchmen, From Hell y V for Vendetta (que dentro de algunos meses se estrenará como película: ¡me devora una deliciosa ansiedad!), es para mí uno de los más increíbles narradores contemporáneos. Sus libros están guardados en la parte de mi biblioteca que tengo más a mano. De hecho, basta con que desvíe la vista unos centímetros de la pantalla del ordenador para que pueda ver mi ejemplar de From Hell, ubicado entre The Complete Works of Lewis Carroll y el primer volumen de las obras de Borges. Cuando quiero disfrutar como un cerdo (algo que se convierte en una necesidad, a esta altura del año), lo que hago es releer mi colección de Calvin & Hobbes. Es una historieta engañosamente sencilla, muy en la línea de Peanuts (aquella con Charlie Brown y el perro Snoopy), que apareció entre 1985 y 1995 en los diarios más importantes de los Estados Unidos y desde entonces se vendió al resto del mundo, a menudo mal traducida al español. Su planteamiento argumental también parece simple: Calvin es un niño de seis años, hiperkinético y de una imaginación desbordada, y la tira describe sus infinitas travesuras. Lo llamativo es que en todas ellas lo acompaña su amigo Hobbes, que es su tigre. Y aquí se acaban las simplezas. El común de los lectores asume que Hobbes es el tigre de peluche de Calvin, que cobra vida cuando se queda a solas con el niño; el dibujo parece sugerirlo, puesto que en presencia de los padres de Calvin o de su compañerita Susie, Hobbes pierde su traza felina para verse como un muñeco. Mucha gente cree también que el Hobbes andante y parlante es apenas el producto de la imaginación de Calvin. Pero el autor de la historieta, Bill Watterson, se ha negado siempre a zanjar la cuestión. Lo único que ha dicho es que no cree en ninguna de esas explicaciones. “Yo creo que la vida funciona de esta forma,” escribió alguna vez. “Ninguno de nosotros ve el mundo de la misma manera, y yo me limito a dibujar eso literalmente en la tira. Hobbes es más sobre la naturaleza subjetiva de la realidad que sobre muñecos que cobran vida”. Una historieta sobre un niño bautizado como un teólogo del siglo XVI que creía en la predestinación, cuyo único amigo es un tigre llamado como “un filósofo del siglo XVII que tenía una mirada no muy esperanzadora sobre la naturaleza humana” (Watterson dixit), no puede sino alejarnos de los terrenos más convencionales. Y desde su primer libro (el efecto literario se aprecia mejor cuando uno lee las colecciones, en lugar de la tira diaria), Calvin & Hobbes no ha hecho más que cumplir con esa promesa. Por lo pronto, la historieta es divertidísima: la clase de libros que logra la proeza de hacerme reír en voz alta, esté donde esté (me ha pasado en todo tipo de transportes públicos). En segundo lugar, Watterson es un dibujante exquisito. A menudo el hecho se pierde en el marco estrecho de las tiras diarias, pero el espacio más generoso de las tiras dominicales le permite un aire que marca toda la diferencia: allí, las aventuras del Astronauta Spiff (un alter ego de Calvin), o las fantasías de Calvin soñándose tiranosaurio permiten apreciar que estamos en presencia de un digno heredero de Little Nemo in Slumberland y de Krazy Kat. Calvin & Hobbes es una de esas raras joyas que une con naturalidad los registros más populares de la cultura con las aspiraciones más altas del arte. (Las bromas de Calvin sobre la diferencia entre el “high art” y el “low art”son una constante en la serie; Watterson no cree que exista diferencia entre lo uno y lo otro, y lo demuestra con su obra.) Por eso tiene algo que ofrecer a cada lector potencial. Para aquel que busca tan sólo diversión, Calvin & Hobbes es una receta perfecta. Para aquel con sensibilidad plástica, también. Pero nadie se verá más recompensado que aquel que además de reírse y de apreciar los dibujos busque además una reflexión inteligente sobre la vida en general y sobre estos tiempos en particular, y el aliento lírico de los mejores poemas y las mejores películas. Porque Calvin suele ser grosero y desconsiderado, pero cuando se enfrenta a lo inefable no aparta los ojos. Existe una tira dominical en que Calvin y Hobbes encuentran un pájaro muerto. “Uno no aprecia cuán milagrosa es la vida hasta que es demasiado tarde”, dice el niño. “La naturaleza es despiadada y nuestra existencia es muy frágil, temporaria y preciosa. Pero para seguir adelante con sus asuntos, uno no puede dedicarse a pensar en estas cosas. Lo cual explica, probablemente, por qué todos dan al mundo por sentado y por qué actuamos de manera tan irracional. Es muy confuso. Supongo que todo esto se aclarará cuando crezcamos”. El cuadro final muestra a Calvin y Hobbes sentados al pie de un árbol, con una expresión en la cara que revela cuán inseguros están de que el asunto se aclare alguna vez. Hay artistas que emplean novelas enteras para plantear algo tan preciso y precioso como lo que Watterson hace en tan sólo diez cuadros.

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Quien quiera ir más allá de la tira, descubrirá que Watterson es un personaje tan interesante como su obra. El único motivo por el cual el mundo no está inundado por remeras y pósters y tazas y muñequitos de Calvin & Hobbes es porque Watterson se opuso denodadamente a ceder los derechos. Es decir que se resignó a no ganar cientos y cientos de millones de dólares para no convertir a sus personajes en un objeto de consumo más. Y en 1995 decidió dar por terminada la serie. Fueron diez años divinos. Que por suerte uno puede releer, como volví a hacer otra vez en los albores del año nuevo para reencontrarme con la sensación de que la vida es algo desquiciado y divertido e imaginativo e irrepetible que por cierto, vale la pena intentar cuando uno tiene amigos como Calvin y Hobbes.

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2 de enero de 2006
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Hello goodbye

Este ha sido un año de siembra. Entre la escritura del tramo final de mi cuarta novela y la de un guión de cine, 2005 se me fue en compañía de un montón de gente imaginaria, a la que por supuesto nadie conoce todavía… salvo yo, porque les di asilo en mi mente. Creo tener una idea bastante aproximada de lo que siente un campesino que se juega todo lo que tiene en la siembra de ese año, esperando que los tiempos por venir sean benévolos y que las semillas den fruto al cambiar la temporada. Esta es, quizás, la parte más dura del oficio del artista: sentarse a esperar que el boomerang que lanzó al mundo regrese a sus manos, coronando su viaje. Interpreto la creación de El Boomeran(g) como un signo auspicioso de lo por venir. La diaria escritura me permitió ponerme en contacto con gente que respondió con ideas a las ideas, y con emociones a las emociones. Fue un modo maravilloso de desprenderme del monólogo de la creación en solitario, necesario pero siempre incompleto, para aproximarme a aquellos en los que pienso a diario cada vez que me enfrento a la página en blanco. Porque existen algunos que crean tan sólo para satisfacerse a sí mismos, pero yo escribo pensando en compartir, como cuando uno era niño y se enamoraba de un libro o de un juguete nuevo: la gracia no estaba en guardarse esa historia como un secreto ni en jugar a solas, sino en acercar a los otros al ruedo. Por supuesto, además de la gente imaginaria con la que uno convive está la gente real que tolera a diario sus excentricidades. Cuando llegue el momento de alzar la copa buscaré la compañía de todos ellos, porque son los garantes de mi felicidad. Lo mejor que puedo desearles a ustedes es que tengan la oportunidad de estar cerca de la gente amada, en estos momentos de fiesta y en todo momento. Y aquellos a quienes les falte alguien o algo les deseo la paciencia del campesino, porque como escribió W. B. Yeats, los hombres mejoran con los años. “Envejezco entre sueños, / Un tritón de mármol gastado por el tiempo / Entre las corrientes de agua”. Feliz 2006 para todos, de corazón.

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30 de diciembre de 2005
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Encontrado en La Mancha

Adoro a Terry Gilliam. Ayer vi Los hermanos Grimm, que es una de sus peores películas, o quizás la peor, pero cualquier fotograma de un film de Gilliam (¡incluído Grimm!) es mejor y más resonante que el noventa por ciento de lo que hoy pasa por cine. En una entrevista que ofreció al terminar su más reciente película, Tideland, contó una anécdota que describe bien lo que deberíamos denominar El Efecto Gilliam. En su condición de ex miembro de los geniales Monty Phyton, Gilliam logró que su viejo amigo Michael Palin fuese a ver un corte temprano de la película. Palin, otro ex Phyton, le confesó que no le había gustado. Esa noche soñó todo el tiempo con Tideland. ¡No podía quitársela de la cabeza! Al otro día llamó a Gilliam para decirle: “Una de dos: o es lo mejor que hiciste, o es lo peor que hiciste”. Gilliam es de esa clase de artistas. Encara cada nueva obra deseando que sea la mejor, pero sin miedo alguno de que resulte la peor. Habría que inventar una nueva categoría para definirlo: que es un nihilista exultante, por ejemplo; o el más imaginativo de los desesperados. Fantasías como Brazil y Doce monos resultan negrísimas y angustiantes, pero sin dejar nunca de ser fantasías. Lo que Gilliam transmite todo el tiempo es que este mundo no tiene remedio. Experiencias como la de su lucha contra los estudios Universal, cuyos ejecutivos querían injertarle a Brazil un final feliz contra natura, o el desastre que hundió la filmación de The Man Who Killed Don Quixote (que al menos para nuestra alegría resultó en un documental inolvidable, Lost In La Mancha), justifican por sí solas su negra visión del universo. Pero a la vez Gilliam expresa que el hombre merece una oportunidad aunque más no sea por el hecho de que posee imaginación. En su mente lisérgica, hasta el pequeño burócrata de Brazil merece redención tan sólo porque se atrevió a soñar. Ayer nomás me enteré de que J. K. Rowling lo admira, y que soñaba con que dirigiese la adaptación al cine de Harry Potter. No puedo menos que conjeturar qué hubiese sido de Potter en sus manos; lo más probable es que se hubiese tratado de un fracaso comercial y a la vez de una película inolvidable. (Este es el género en el que Gilliam es maestro: el de los gloriosos fracasos.) Mi corazón está con algunas de sus películas a las que suele considerarse menores: Time Bandits y The Fisher King, construída sobre un admirable guión de Richard La Gravenese. (Como suele ocurrir con los creadores de imaginación desbordante, Gilliam funciona mejor cuando debe atenerse a un buen guión ajeno.) En lo que a mí respecta, siento que le debo eterna gratitud. Durante muchos años sufrí el hecho de que la imaginería que yo amaba desde la infancia no tuviese nada que ver con el mundo que me tocó vivir. Crecí en un mundo poblado por héroes homéricos y reyes entregados a búsquedas trascendentes, por piratas y navegantes intrépidos, por bandidos que le sacaban al rico para ofrecerle al pobre; y ya adulto me preguntaba si debería olvidar a esta clase de criaturas, traicionándome a la hora de escribir, para lograr sobrevivir en esta Tierra. Con películas como Bandits y Brazil y The Fisher King Gilliam me demostró que Teseo y los samurais gigantescos y los superhéroes y los caballeros medievales tenían derecho a seguir formando parte de mi universo. Las criaturas fantásticas y el mundo cruel no eran elementos antitéticos sino complementarios, en la medida en que ambos formaban parte irrenunciable de mi cabeza. Todo lo que había que hacer era animarse a liberarlos en el marco de la imaginación, y dejarlos comportarse. El maestro Gilliam me enseñó que nadie es más adulto que aquel que es fiel a sus fantasías infantiles. Aunque en el trayecto se pierda en La Mancha.

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29 de diciembre de 2005
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Un formal pedido de disculpas

Me pasé todo el día pensando en Kate Moss. Juro que lo hice por motivos profesionales, debía escribir un artículo sobre ella para una revista argentina, pero no pretenderé que la pasé mal. Lo que sí ocurrió fue que al ponerme a pensar sobre las modelos en particular y las mujeres en general, y al interrogarme sobre los motivos que llevan a millones de chicas a soñar con las pasarelas y las sesiones fotográficas (ser modelo es el anhelo du jour para buena parte del género femenino), se me vino el alma al piso. Nunca antes había percibido con tanta claridad la sumatoria de indignidades a que se someten las mujeres para parecerse a un ideal de belleza al que nunca se consagraron por propia voluntad; en todo caso se han resignado a él y tratado de estar a la altura con mucho (y casi siempre innecesario) esfuerzo. Así que se me ocurrió usar este espacio para pedirles disculpas. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con mi silencio cómplice, prácticas dolorosísimas como las de depilaciones y dietas inhumanas que jamás habría tenido el coraje de intentar por mí mismo. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con la mirada embobada que dirigí a televisores y revistas, el boom de las cirugías estéticas que corrigen formas y borran rasgos personalísimos, haciendo que tantas mujeres se parezcan artificialmente entre sí. Estamos convencidos de ser la summa de la civilización y la cima de la historia humana, y aún así toleramos que nuestras mujeres se presten a automutilaciones que no están nada lejos del dolor a que se sometían las orientales para evitar el crecimiento de sus pies, o las africanas que se colgaban rocas de labios y orejas: un experimento estético, sin duda, pero prescindible. Lo más detestable del fenómeno de las modelos es que estimulan una sexualidad que es tan sólo virtual: son imágenes inalcanzables, no sólo porque proceden de medios electrónicos, sino porque en buena medida ya han sido alteradas digitalmente, y por ende proclaman un imposible. Hace algún tiempo entrevisté a Naomi Campbell y a Claudia Schiffer y juro que no me movieron un pelo: eran chicas bonitas, pero infinitamente menos atractivas que en las fotos y en la pantalla. Tan estructuradas que no parecían vivas. De respuestas sacadas de un libro de repertorio. Si hubiese entrevistado a Kate Moss, al menos habríamos terminado bebiendo por ahí. Adorar a las modelos significa consagrar un modelo de perfección femenina que es tan sólo visual, y por ende prescinde de las maravillas del verdadero contacto: la proximidad física, el calor humano y la riqueza que deriva de todos los otros sentidos que no son el de la vista. (Hasta el del oído, porque aunque protestemos con asiduidad para no dejar de contribuir con el lugar común, nos encanta oír la voz de la mujer a quien amamos.) Mis sentidas disculpas. Su más sincero admirador,

F.

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28 de diciembre de 2005
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Pronósticos reservados

Anoche nos pasamos más de dos horas leyendo un libro con las predicciones del horóscopo chino para el 2006. Estábamos todos: mi padre, mis hermanos, mi mujer, mis hijas… Fueron tan sólo dos horas porque empezamos a leer al filo de la madrugada, si hubiésemos arrancado más temprano habrían sido tres, o más. Por supuesto, todo comenzó como un juego, ninguno de nosotros cree seriamente en los horóscopos, ni en los chinos ni en los de ninguna clase. Pero la simple posibilidad de oír algo aunque más no fuese parecido al futuro con que soñábamos nos mantuvo a todos unidos y en silencio, mientras mi hermano leía. Los búfalos oímos sobre nuestro porvenir (el 2006 es el Año del Perro, y para suerte nuestra perros y búfalos se llevan bien, aunque no tanto como los perros y los caballos), y después fue el turno de los conejos (una de mis hijas es conejo), de los caballos (mi mujer) y más tarde el de las cabras (esto es, mi hermana y otra de mis hijas). Cuando nos quisimos dar cuenta ya era tardísimo, todos empezaron a despedirse y a salir, pero aún así mi hija número tres se quedó en un rincón, desesperada por ponerse al tanto sobre la suerte de los chanchos. Ahora que lo pienso, olvidé preguntarle cómo se llevan chanchos y perros; por su propio bien, espero que de forma amigable. Supongo que los horóscopos tienen el atractivo del sendero preestablecido. Aun cuando nos prometan un camino escarpado, el hecho de que nos lo informen de antemano nos ayuda a relajarnos: una vez que sabemos que el cielo entero está en nuestra contra, ¿qué sentido tiene luchar a brazo partido? Yo no suelo consultarlos ni siquiera como juego, porque me conozco y sé que cuando lo hago es un signo inequívoco de que me estoy aproximando a algún borde, de que mis fuerzas están capitulando, de que necesito una ayuda que aceptaría aunque viniese desde lo alto: una suerte de Séptimo de Caballería, pero cósmico. Eso sí, cuando al fin me entrego a los hados prefiero hacerlo con cierto estilo. El único horóscopo que me divierte es el de Michael Lutin, que escribe para la revista Vanity Fair. Lo que me gusta de Lutin son dos cosas. La primera es el hecho de que a diferencia de sus colegas, que pronostican bonanza, alegría, riquezas y satisfacción sexual para todos los signos al mismo tiempo (¡el cliente siempre tiene razón!), si Lutin tiene que decirte lo peor, lo hace sin que la mano le tiemble un instante. Lo otro que me gusta es la forma ocurrente en que explica las cosas. La última vez que lo leí le dijo a los acuarianos como yo: “Si esto fuese la Antigua Grecia, jurarías que alguien te ha echado encima a las Furias”. Su consejo final habría sido desesperante, de no haber estado redimido por el humor: “Si quieres gritar, puedes hacerlo”. La única explicación que tengo para mi ocasional recaída en manos de Lutin es la siguiente: que en el fondo no creo en otro destino que no sea el que nos labramos con nuestras propias manos. Por eso, cuando la fe en mi propia voluntad flaquea y dudo, consulto un horóscopo que en lugar de dorarme la píldora me promete catástrofes y Furias, y por ende no me deja más remedio que mandar a paseo los horóscopos, bajar la cabeza y seguir arremetiendo. La experiencia de anoche debe haberme marcado más de lo que creía. ¿Bajar la cabeza? ¿Arremeter? Dios, ¡estoy hablando como un búfalo!

………………

Y ustedes, ¿de qué signo son?

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27 de diciembre de 2005
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Palabras que matan

A veces pienso que el uso indebido de las palabras debería ser penado por ley. Hace pocas horas, el ex presidente de la Argentina Fernando de la Rúa acusó al actual presidente, Néstor Kirchner, de haber puesto al país “en el peligroso umbral del fascismo”. ¿Cuál fue la causa de tan dura acusación? La semana pasada, Kirchner se prestó a un sketch humorístico en el programa televisivo de Marcelo Tinelli. Un imitador que interpretaba a De la Rúa visitó al presidente en la Casa Rosada. En medio del sketch, el ex presidente fue blanco de algunas de las bromas. Kirchner le enseñó la cama del dormitorio presidencial, recordándole al falso De la Rúa que allí había pasado la mayor parte del tiempo durante su breve gestión, y también le enseñó una mesa a la que calificó como “la mesa de los sobornos”, en relación al escándalo de las coimas que durante el gobierno de De la Rúa se habrían pagado a una gran cantidad de senadores para que aprobasen ciertas leyes. El caso sigue vigente en la opinión pública; sin ir más lejos, la semana pasada se dictó procesamiento firme contra varios de los implicados, incluida gente de la más íntima confianza de De la Rúa, como su designado jefe del Servicio de Inteligencia del Estado, Fernando de Santibañes. ¿Cómo explica De la Rúa que una broma pueda poner al país en el umbral del fascismo? Muy simple. Según De la Rúa, Kirchner no debió haberse “burlado de la institución presidencial”. El extraño silogismo delarruístico supone que si Kirchner participó de un sketch cómico en la casa de gobierno eso desmerece su cargo, y ese desmerecimiento pone al país al borde de la disolución. No niego que el razonamiento tiene su lógica, pero yo tiendo a suscribir otro razonamiento que también la tiene, y de forma un tanto más inapelable. Si algo puso a este país al borde de la disolución en los últimos años fue precisamente el desgobierno de De la Rúa, que profundizó en pocos meses la crisis económica que casi acaba con nosotros, demostró que a pesar de su origen legítimo era un gobernante corrupto, dictó un Estado de Sitio totalmente injustificado y terminó renunciando antes de tiempo, no sin antes autorizar una represión que costó la vida de 29 personas. El desastre que fue la administración De la Rúa produjo un vacío de poder peligrosísimo (recuerden que el episodio nos hizo padecer a varios presidentes distintos en el lapso de pocos días), y varios de sus tristes hechos siguen abiertos en la Justicia, tanto el caso de las coimas como el de los muertos por la represión. Uno tiende a creer que la persona responsable de tamañas tropelías debería pensarlo dos veces antes de acusar a otro de poner al país al filo del fascismo. Pero en fin, De la Rúa fue y es un político, y gran parte de los políticos (de los argentinos, al menos) están convencidos de que pueden usar las palabras arbitrariamente sin que se les vuelvan en contra. En cambio yo, que de político no tengo nada aunque use las palabras como parte de mi trabajo, soy un convencido de que todo vuelve, y de que las palabras que uno ha usado de manera inapropiada también, para morder la boca de quien las lanzó. De la Rúa es de la clase de personas que justifica la clásica cita de Clarence Darrow: “Cuando era chico me dijeron que cualquiera podía llegar a Presidente. Yo estoy empezando a creerlo”.

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26 de diciembre de 2005
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Credo quia absurdum

Después de leer Un cuento de Navidad de Charles Dickens, Robert Louis Stevenson le escribió a un amigo cuyos datos se perdieron en la historia: “Lloré hasta que se me salieron los ojos, y tuve que presentar una pelea terrible para no sollozar. Pero oh, Dios mío, es tan bueno –y me sentí tan bien después de leerlo –tengo que hacer el bien y ya no perder más tiempo –tengo que salir y confortar a alguien… Oh, qué cosa más fantástica es para un hombre escribir libros como esos y llenar de piedad el corazón de la gente”. Yo no sé por qué escriben los demás escritores. Pero sí sé que yo escribo con el ferviente deseo de producir en el lector el efecto que Dickens produjo en aquel entonces sobre el duro Stevenson. Creo que la literatura no perdió el poder de conmover al lector, aunque tantos escritores hayan hecho su parte para que al lector sensible no le quede más remedio que recurrir al cine en busca de emociones. Y que conste que cuando hablo de conmover no me refiero sólo a las lágrimas, pero tampoco quiero dejarlas afuera. Las lágrimas suelen estar presentes en los momentos más inolvidables de nuestras vidas, los buenos y los malos; si la literatura huye de esos momentos, se pierde algo esencial. Ignoro en qué momento los sacerdotes de la alta literatura dictaminaron que lo excelso debía estar, de allí en más, divorciado de lo sensible. Durante siglos las grandes obras hablaron de los grandes temas, que estaban íntimamente ligados con los grandes sentimientos. Desde Homero hasta Cervantes, desde Shakespeare hasta Bellow, estas obras perduraron porque no costaba nada identificarse con los afanes de sus protagonistas. Todos amaban, temían, codiciaban, dudaban y al fin actuaban; triunfando o no, hacían algo en el mundo. Supongo que los abusos del romanticismo y la cruel experiencia de las guerras se conjugaron para que el siglo XX propendiera a los textos cerebrales y desesperanzados, textos que presentan la nada como programa y proponen la literatura como vía crucis, libros que parecen escritos por gente que nunca se enamoró ni se equivocó ni bailó ni hizo el ridículo: cabezas desgajadas del cuerpo, como las que recurren en Futurama, el dibujo animado de Matt Groening. Yo amo los libros que me hacen pensar, pero los amo más cuando además me hacen reír, llorar, amar, temer, maldecir, viajar en el tiempo y en el espacio. Detesto, en consecuencia, pensar que los escritores le cedemos el ancho campo de los sentimientos al cine, la TV y a los best-sellers de aeropuerto. Porque al cederlo estamos cediendo buena parte del poder movilizador de la literatura, y en consecuencia convirtiéndonos en escritores reaccionarios. Gente que se contenta con hacer alarde de su lucidez, suponiendo que se preserva así de la mierda en la que todos estamos inmersos. El mundo es un lugar complicado y la vida es un tránsito escabroso. En lo que a mí respecta, escribir ficción es mi intento de producir algo bello que sumar a lo bello ya existente, en la esperanza de contrarrestar, aunque más no sea en una mínima medida, la abundancia de tanta fealdad.

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Siempre me gustó la frase con que San Agustín justificaba su fe frente a los escépticos: “Creo porque es absurdo”. Me parece un programa de acción para los creyentes, pero muy especialmente para aquellos que amamos la ficción. Feliz Navidad para todos, crean o no.

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23 de diciembre de 2005
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