Marcelo Figueras
Adoro a Terry Gilliam. Ayer vi Los hermanos Grimm, que es una de sus peores películas, o quizás la peor, pero cualquier fotograma de un film de Gilliam (¡incluído Grimm!) es mejor y más resonante que el noventa por ciento de lo que hoy pasa por cine. En una entrevista que ofreció al terminar su más reciente película, Tideland, contó una anécdota que describe bien lo que deberíamos denominar El Efecto Gilliam. En su condición de ex miembro de los geniales Monty Phyton, Gilliam logró que su viejo amigo Michael Palin fuese a ver un corte temprano de la película. Palin, otro ex Phyton, le confesó que no le había gustado. Esa noche soñó todo el tiempo con Tideland. ¡No podía quitársela de la cabeza! Al otro día llamó a Gilliam para decirle: “Una de dos: o es lo mejor que hiciste, o es lo peor que hiciste”. Gilliam es de esa clase de artistas. Encara cada nueva obra deseando que sea la mejor, pero sin miedo alguno de que resulte la peor.
Habría que inventar una nueva categoría para definirlo: que es un nihilista exultante, por ejemplo; o el más imaginativo de los desesperados. Fantasías como Brazil y Doce monos resultan negrísimas y angustiantes, pero sin dejar nunca de ser fantasías. Lo que Gilliam transmite todo el tiempo es que este mundo no tiene remedio. Experiencias como la de su lucha contra los estudios Universal, cuyos ejecutivos querían injertarle a Brazil un final feliz contra natura, o el desastre que hundió la filmación de The Man Who Killed Don Quixote (que al menos para nuestra alegría resultó en un documental inolvidable, Lost In La Mancha), justifican por sí solas su negra visión del universo. Pero a la vez Gilliam expresa que el hombre merece una oportunidad aunque más no sea por el hecho de que posee imaginación. En su mente lisérgica, hasta el pequeño burócrata de Brazil merece redención tan sólo porque se atrevió a soñar.
Ayer nomás me enteré de que J. K. Rowling lo admira, y que soñaba con que dirigiese la adaptación al cine de Harry Potter. No puedo menos que conjeturar qué hubiese sido de Potter en sus manos; lo más probable es que se hubiese tratado de un fracaso comercial y a la vez de una película inolvidable. (Este es el género en el que Gilliam es maestro: el de los gloriosos fracasos.)
Mi corazón está con algunas de sus películas a las que suele considerarse menores: Time Bandits y The Fisher King, construída sobre un admirable guión de Richard La Gravenese. (Como suele ocurrir con los creadores de imaginación desbordante, Gilliam funciona mejor cuando debe atenerse a un buen guión ajeno.) En lo que a mí respecta, siento que le debo eterna gratitud. Durante muchos años sufrí el hecho de que la imaginería que yo amaba desde la infancia no tuviese nada que ver con el mundo que me tocó vivir. Crecí en un mundo poblado por héroes homéricos y reyes entregados a búsquedas trascendentes, por piratas y navegantes intrépidos, por bandidos que le sacaban al rico para ofrecerle al pobre; y ya adulto me preguntaba si debería olvidar a esta clase de criaturas, traicionándome a la hora de escribir, para lograr sobrevivir en esta Tierra. Con películas como Bandits y Brazil y The Fisher King Gilliam me demostró que Teseo y los samurais gigantescos y los superhéroes y los caballeros medievales tenían derecho a seguir formando parte de mi universo. Las criaturas fantásticas y el mundo cruel no eran elementos antitéticos sino complementarios, en la medida en que ambos formaban parte irrenunciable de mi cabeza. Todo lo que había que hacer era animarse a liberarlos en el marco de la imaginación, y dejarlos comportarse.
El maestro Gilliam me enseñó que nadie es más adulto que aquel que es fiel a sus fantasías infantiles. Aunque en el trayecto se pierda en La Mancha.